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Haremos algo que no solemos hacer aquí a menudo: recurriremos al Diccionario (sí, increíble, sabíamos que existía...) y no a uno cualquiera, sino al de la Real Academia Española. El cual define el orgullo como arrogancia, vanidad o exceso de estimación propia. Hay otras acepciones, por supuesto, pero ésta es la que nos interesa ahora. La soberbia, por su parte, sería el apetito desordenado de ser preferido a otros. Una cosa y otra van inevitablemente de la mano. Si yo opino que soy un ser excepcional, inevitablemente me interesará que todos los demás me eleven al tope de los pedestales. Los soberbios y los orgullosos son gente malquerida por los demás. Nunca gozaron de buena prensa. La Biblia, por ejemplo, condena muy especialmente las conductas arrogantes. En los tiempos en que se escribían los libros del Antiguo Testamento, esas conductas eran muy frecuentes, particularmente entre los monarcas, a quienes era muy frecuente que se les subieran los humos a la cabeza, sobre todo después de unas cuantas exitosas campañas de conquista. Ahora bien, cuando a alguien tan poderoso se le suben los humos a la cabeza, con frecuencia peligran las ajenas, y para conservarlas sobre los hombros por lo general no quedaba más remedio que convertirse en adulón. Pero en la Biblia es a Dios a quien a menudo se hace hablar, y sus truenos resuenan con mucha frecuencia contra los orgullosos y los soberbios. A partir de algunos versículos del capítulo 14 del Libro de Isaías, originalmente destinados a un rey babilonio, el cristianismo elaboró la saga del más grande y más famoso soberbio de todos los tiempos: Lucifer, el ángel rebelde que se creyó igual o superior a Dios y que sumó a su causa a la tercera parte de los ángeles. Eran ya demasiadas ínfulas... Los dos tercios restantes de las huestes celestiales, comandados por el arcángel Miguel, se unieron para dar a aquellos engreídos la paliza de su vida. Lucifer y sus secuaces se vieron precipitados entonces desde lo alto de los Cielos a lo más profundo de los Infiernos. Uno pensaría que después de eso el bueno de Lucifer se mostraría más humilde. Pues no, según nos lo muestra John Milton en su poema El Paraíso perdido, donde pone en boca de Lucifer -todavía maltrecho luego de la reciente batalla perdida- una frase que luego fue muy citada y que puede adaptarse a distintas situaciones: Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo... Sólo que el altivo Lucifer no estaba, después de todo, tan satisfecho por su suerte como pretendía hacer creer con tan altisonantes palabras. Más adelante, corroído de envidia y odio, lo veremos elucubrar planes para perder con él a los nuevos niños mimados del Señor: Adán y Eva. No sólo el Dios monoteísta de la Biblia tenía poca paciencia para con los arrogantes de toda laya. Los mitos grecorromanos nos hablan de diversos mortales castigados por su soberbia. Fue éste el caso del sátiro Marsias, que desafió a Apolo en una especie de duelo musical. Apolo participó tocando la lira y cantando; Marsias, soplando una flauta. Lo curioso en esta historia es que aquí el soberbio podría no ser Marsias, sino Apolo, quien para empezar disfrutaba de un jurado no demasiado imparcial: las Musas, unas ninfas que estaban muy vinculadas a él y que, por lo tanto, difícilmente fallarían en su contra. Pero además, una de las tantas versiones de la historia nos cuenta que efectivamente la interpretación de Marsias fue superior a la de Apolo; pero éste, que no quería perder, puso la lira boca abajo y pudo seguir tocando, y exigió de Marsias que hiciera otro tanto, cosa que desde luego no fue posible. En todas las versiones, Apolo resulta ganador e impone al derrotado un castigo terrible. Es muy interesante esta versión de Apolo por lo mal que habla de éste. No es el único mito griego que nos lo presenta bajo una imagen de mal perdedor, por cierto. Un duelo semejante había acontecido entre él y Pan. También en este caso Apolo participaba con su lira y Pan con una flauta. Pero en este caso Apolo no disfrutó de un jurado comprado: arbitrando el concurso estaba el famoso rey Midas, que falló a favor de Pan. Apolo toleró muy mal su derrota. Juzgando que sólo un asno podía opinar como Midas, hizo que a éste le crecieran unas largas orejas de burro. En esta conducta tan vil, tan poco digna de un dios, quizás podamos encontrar unos cuantos elementos comunes a todos los soberbios, que también ellos se asumen un poco como dioses y no les gusta ni medio verse obligados a descender de los pedestales y perder la adoración de sus fieles. Y lamentablemente para ellos, ese momento les llega más tarde o más temprano.
Posted on: Fri, 29 Nov 2013 02:33:14 +0000

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