Historia / Política A propósito de la Revolución Francesa by - TopicsExpress



          

Historia / Política A propósito de la Revolución Francesa by Administrador on sep 16, 2011 • 2:29 pm No hay comentarios Es muy importante entender lo que significó la revolución francesa en el campo de las ideas y en la toma de la cultura. Gramsci decía que era el modelo de toda auténtica revolución. No había otro modelo más grande y más logrado y creo que tiene razón. Los que llevaron adelante este movimiento son los llamados filósofos. Ellos se llamaban así mismos con un cierto aire de suficiencia, frente a los estúpidos, ignorantes que vivían en la noche de las tinieblas. Ellos eran las luces con mayúscula. Toda esa mentalidad estaba muy metida en ellos. La revolución tuvo un período de incubación, de iniciación, la época del combate cultural. Durante el siglo XVIII, se fue operando una mutación doctrinal. Las ideas, hasta entonces imperantes en todos los terrenos, el político, el social, el literario, el religioso, se vieron públicamente cuestionadas. Se cuestionó toda la cultura antigua. Yo no voy a defender para nada ni a Luis XVI ni a la nobleza porque hago algunas críticas contra todos ellos, a pesar que también tengo que señalar el heroísmo del rey Luis XVI, que murió casi mártir por negarse a firmar un mal decreto y redimió toda su vida. No es que fuera un pecador, era un católico practicante, pero pobre hombre no estaba a la altura de las circunstancias. Lo mismo la nobleza, hubo muchas defecciones en la nobleza. Las ideas de la Francia tradicional se vieron cuestionadas por primera vez. Hasta 1748 aproximadamente, los que estaban en este juego de destrucción de las viejas ideas, obraban con cautela porque tenían miedo. Enfrentaban a la policía del rey que actuaba, limitándose a insinuar, aludir a las cosas. Pero después, hacia mediados de 1750, el movimiento pasó a una ofensiva general. Bombardeándose todo lo que el pasado había creído, amado y respetado. La insolencia desplegaba sus alas, cebándose sobre todo en el tema religioso. Un gran sacerdote jesuita, la Compañía de Jesús había sido expulsada de Francia, en esta época de la revolución cultural, con la complicidad de las coronas borbónicas y de España y Francia (un pacto de familia de las cortes borbónicas), incluso suprimida mundialmente por el Papa Clemente XIV presionado por las cortes borbónicas, este padre llamado Augusto Barruel, exjesuita porque tuvo que salir de la orden porque no existía más en Europa, escribió un libro magnífico sobre los padres de la revolución francesa. Quiénes son los que prepararon la revolución, y señala dos principales: la masonería y el iluminismo alemán, sobre todo de Baviera, un grupo llamado “los iluminados”. Estos serían los que organizaron en una mesa la revolución. Los dos aspectos de la revolución: el aspecto cultural y el aspecto político. De hecho hubo una verdadera conspiración para divulgar las nuevas ideas. El padre Barruel habló de una conjura. Después se burlaron de él dicendo que veía conjuras por todos lados. Y la obra de él fue escondida, se ha vuelto a reeditar hace 30 años. Es una obra escrita en aquel momento, y que habla “fulano me dijo tal cosa”, “yo no estoy seguro si es verdad…”. Era un buen catador de las noticias. No se tragaba cualquier cosa. Lo conoció a Robespierre, lo conoció a Rousseau, a toda la gente. O sea que es un testigo privilegiado y este escrito “Obras para servir las memorias del jacobinismo” donde hace esta crítica: la revolución francesa fue ante todo una revolución religiosa y luego política, para liquidar el trono y el altar. Es decir, el orden del espíritu en lo religioso y el orden político. El altar lo querían liquidar en la medida que el rey no apoyara, si el rey apoyaba, la revolución la hubieran dejado. Un rey, como el que tiene la España actual, que firma todo lo que le ponen delante, que no molesta a nadie, lo hubieran dejado. Pero lo sacaron de encima justamente cuando Luis XVI se planta frente a una firma que no quiso poner. El mismo Voltaire, que es uno de los grandes capos de la revolución cultural, reconocía esta especie de complicidad que había entre ellos para preparar el golpe. Dice en una de sus cartas: “es necesario obrar como conjurados, que los filósofos verdaderos hagan una cofradía como los francmasones. Que los misterios de Mitra no sean divulgados, golpeen y oculten su mano”. Así se dirigía Voltaire, que es el principal de los autores de la revolución cultural, al grupo incipiente pero ya activo de filósofos. En carta a su amigo D`Alembert le decía: “Es preciso que haya 100 manos invisibles que oraden el monstruo (es decir, la religión) de modo que caiga bajo 1000 golpes redoblados”. La táctica fue propia de complotados, haciendo suya la recomendación de Voltaire, tanto que ocultaban su objetivo último de sometimiento y se autodenominaban con seudónimos para ocultarse mejor. Dalambert se llamaba Protágoras, Voltaire pasó a ser Ratón…este sí que lo eligieron bien…Diderot se llamó Platón, un poco más pretensioso. El nombre general de los conjurados era Cuac. Designar a alguien como cuac¬-cuac era reconocerlo como a uno de los fieles. Voltaire los llamaba hermanos, al estilo de los masones. Más aún, por medio otra vez de Dalambert, les hacía decir: “oh filósofos míos, será preciso marchar como una falange macedónica. Ella sólo fue vencida cuando se diepersó. Que los filósofos verdaderos hagan una hermandad como los francmasones, que se junten, que se sostengan, que sean fieles a la hermandad”. Decir que Barruel disparateaba cuando hablaba de conjuración, parece negarse por los dichos de los mismos conjurados. El mismo Voltaire, al parecer se muestra como el conductor de esta operación y el más brillante de todos los autores, trataba de seleccionar a los filósofos sobre todo a través de la correspondencia, de modo que su ardor no se mitigase. Era un hombre que enfervorizaba: “Tengo miedo que Uds. no sean suficientemente celosos de la revolución”. Así como hay un celo apostólico, hay un celo de la revolución, que es diabólico. Como puede verse se trataba de un grupo selecto y decidido, con fines muy propios. No quería Voltaire que no conocieran el carácter corporativo de su lucha, no quería que ignorasen que la guerra que él conducía era un verdadero complot en el cual cada uno debía jugar su propio papel. Por eso, en la guerra que habían emprendido, era necesario obrar no como conjurados sino como entusiastas. Voltaire, que estuvo en Prusia y donde fue considerado por el rey como un genio, volvió de allí como jefe de la conspiración. Escribe Barruel, faltaba medio siglo para que los jacobinos consumasen en Francia el gran objetivo de la coalición, intervalo en el que los filósofos corruptores les preparan el camino a los filósofos masacradores. Los dos estadios, los filósofos corruptores son los de la revolución cultural y les preparan el paso a los filósofos masacradores, que son los de la guillotina. El primer estadio es la revolución cultural y el segundo la revolución desatada, la guillotina. Pero la más importante es la primera. Por eso Gramsci resaltó más que la revolución, su preparación. Estamos hablando de este grupo activo de filósofos que se congregaba en torno a Voltaire. La palabra filósofo y filosofismo, que estaban en boga entre 1750 y 1760, tienen un sentido concreto: designaban a los escritores que se oponían a las ideas tradicionales, que se destacaban porque no eran repetidores de Aristóteles, de Santo Tomás, sino que eran creadores de una cosa nueva, eran opositores a la filosofía tradicional. Filósofos es el nombre dado, en particular en el siglo XVIII, a hombres que cultivaban la filosofía y la hacían servir al derribo de las antiguas opiniones. No una filosofía contemplativa sino útil para destruir las opiniones tradicionales. Barruel nos da una definición más precisa: filosofismo es el error de aquellos que reduciendo todo a su propia razón, rechazan en materia de religión toda autoridad que no sean las de las luces naturales. Es el error de aquellos que se rehúsan a todo misterio que supere a su razón, de aquellos que rechazando la revelación echan por tierra completamente la religión cristiana, so pretexto de mantener la libertad, los derechos de razón y la igualdad de esos derechos de cada hombre. Los filósofos fueron grupos de intelectuales académicos, desinteresados, reunidos en sociedades de pensamiento. Sus integrantes se reunían para definir cómo llevar a cabo la gran obra de la ilustración, de las luces, derivando gradualmente hacia la agitación pública, trocando la mera conversación y la especulación en una tarea revolucionaria. Los revolucionarios eran varias decenas, no más, pertenecientes a dos generaciones, unos 30 hombres. Interesante para nosotros que muchas veces creemos que necesitamos una multitud y porque no tenemos multitud no pensamos que las cosas se hacen con pequeños grupos. Por lo demás, aquellos filósofos estuvieron lejos de ser parias en la sociedad de aquel tiempo. Las academias se abrieron ampliamente a ellos, les abrieron sus puertas, incluída la principal de ellas llamada la Academia Francesa. Es cierto que a veces la Justicia los tenían en la mira. Por ejemplo el rey o un ministro mandaban requisar algún libro blasfemo, o algo así. En algún caso, alguno fue preso, pero era por 15 días. Era una gloria pasar unos días en la Bastilla, comían bien, era un hotel 4 ó 5 estrellas. Nada que ver con el mito que se hizo de la Bastilla. A veces estaban presos, pero eso les daba un aura de perseguidos, y cumplida la pena o cuando la pena era rápidamente condonada podían seguir impunes. De hecho, hay una gran omisión de parte del poder político que no entrevió el grave peligro. Incluso, el mismo Luis XVI tuvo cierta simpatía porque quedaba bien, quedaba “bian” dirían los franceses ser algo iluminado. Algo consintió. Después se dio cuenta al final, dijo “que barbaridad”. Pero ya era tarde, estaba todo destruído. Debemos representarnos el despliegue de estos grupos en medio de una fermentación extraordinaria, hecha de entusiasmo por todo lo nuevo, el menosprecio de todo lo que era tradicional, la cólera profunda contra las injusticias del sistema imperante, el libertinaje moral y la ironía chispeante. Tan filosófico era experimentar en un laboratorio privado como conspirar contra el gobierno, comer carne el viernes santo para burlarse de las normas de la iglesia o repetir los epigramas de Voltaire. Los filósofos, que muchas veces eran literatura y no filosofía, eran amateurs; se podrían contar con los dedos de la mano los filósofos que enriquecieron la especulación filosófica. Tenían sí un fondo filosófico, eso les bastaba. No eran atormentados, no como es el pensador en serio, carecían de inquietud moral. Era una filosofía cómoda porque concordaba con las tendencias del momento, con las apetencias de la gente, con el deseo de felicidad temporal. Sea lo que fuere, no hay que pensar en un bloque compacto, sin fisuras; no siempre estaban de acuerdo entre sí, a veces se distanciaban. Unos eran espiritualistas, por ejemplo creían que existía el alma, otros eran materialistas. Unos se profesaban deístas (deístas son lo que creen en un Dios amoroso, lejano, el supremo arquitecto del mundo como dicen los masones). Voltaire se podía enfrentar con Rousseau en algunos puntos concretos o incluso en cuestiones esenciales, pero sobre todas estas divergencias había denominadores doctrinales comunes en su visión del cosmos: el primado del hombre, considerado centro del universo. La edad media toma el primado de Dios. Dios era lo más importante, todo lo demás se subordinaba a Dios. Ahora es el hombre, el hombre con mayúsculas, la soberanía del pueblo, no la soberanía que viene de lo alto, del rey, sino la que sube desde abajo, los derechos del hombre endiosado, es decir, lejos de los derechos de Dios. San Agustín había dicho que toda la Historia se puede explicar por el enfrentamiento de lo que èl llama dos ciudades: la ciudad de Dios, que pone a Dios como lo supremo de la sociedad y todo lo demás subordinado a Él y la ciudad del hombre, que pone al hombre como lo supremo de la sociedad y todo lo demás subordinado a él, Dios incluído si es que existe. Pues bien, esto que San Agustín en el siglo V definía como la ciudad del hombre, es lo que se está realizando ahora. El comunismo, el nuevo orden mundial, todo este movimiento de la revolución anticristiana es la revancha de la ciudad del hombre, del hombre endiosado, del hombre que apila las piedras de la soberbia para construir la torre de Babel e igualar a Dios en última instancia. Diderot decía que el hombre es el término único al que hay que reducirlo todo. Término único, no hay más que el hombre, los derechos del hombre, no hay nada más. La omnipotencia de la razón vista como árbitro del pensamiento de toda conducta en el campo de las costumbres. La convicción de que la moral natural basta y que no necesita de la enseñanza divina ni de recompensas de ultratumba, de pensar que hay un cielo y un infierno, nada de eso. Dice el mismo Diderot, sin la religión los hombres serían un poco más alegres porque Cristo es sombrío y triste. En realidad, ellos vivían de un mito, el mito del progreso. Es un mito que aparece durante la revolución francesa y que lo va a enarbolar Kant, de lo que se llamó luego el progreso indefinido, la idea de que todo va progresando. Hay una idea cristiana de la historia, donde hay un principio, un medio y un fin. El principio es la creación, el medio es la redención y el fin es el término de la historia y la apertura de la eternidad. Pues bien, ellos no aceptaban un fin de la historia fuera de la historia. Aceptaban un fin de la historia dentro de la historia. Entonces había un progreso indefinido, esto lo sostenían en base al progreso científico. Era de algún modo cierto que hubo un progreso de las ciencias. La superioridad que sentían ellos era por el poder que les daban las ciencias físicas y naturales, culminó en el siglo XVIII con el triunfo de la razón y de las luces. Realmente hubo grandes pensadores y científicos en aquel tiempo. Ellos creían que como la ciencia progresa siempre, también el hombre progresa siempre. Es un disparate. Porque sabemos muy bien que si yo progreso técnicamente hasta hacer una bomba atómica, si yo o mis contemporáneos son unos perversos usaran eso para destruir el mundo. No todo progreso técnico es progreso del hombre. Ojalá fueran juntos. D`Alembert nos da en 1758, 30 años antes de la revolución, una visión muy precisa: “cuando se estudia sin prejuicios el estado presente de nuestros conocimientos, no se puede negar que la filosofía ha hecho entre nosotros progresos notables, las ciencias de la naturaleza aumentan sus riquezas, la geometría aumenta su territorio y ya penetra en aquellos campos de la física que le eran más próximos. El verdadero sistema del universo ha sido finalmente conocido, desarrollado y perfeccionado, de la tierra a saturno, de la historia de los cielos a la de los insectos. La ciencia natural ha cambiado de aspecto y con ello todas las otras ciencias han asumido una forma nueva”. Esta idea moderna del progreso tuvo su origen en el siglo XVIII convirtiéndose en opinión general. Bien ha señalado un autor llamado Lewis, “que la creencia en un progreso indefinido fue reemplazando cada vez más la idea de una providencia trascendente y divina”. Condorcet, en su libro “Esbozo de un cuadro histórico de los progresos de la mente humana”, lleno de entusiasmo dice: “hasta que los hombres no se consideraron independientes de la providencia, no fueron capaces de organizar una teoría del progreso. La perfectibilidad humana es absolutamente indefinida y nunca puede retroceder. Entonces llegará el momento en el cual el sol no observará en su curso más que naciones libres, que no reconozca más subordinación que a su razón, en las cuales no existirán ni esclavos ni tiranos, ni sacerdotes ni guerreros ni sus instrumentos. Se adquirirán con menos gasto y esfuerzo mayor cantidad de gozos, los terrenos se destinarán a producciones de menor cantidad que sufragan un mayor número de necesidades con un mínimo de trabajo, sin exigir sacrificios”. Como se ve, el despojarse de la tutela de la Divina Providencia era la condición imprescindible para organizar el progreso. Aunque la fe había sido atacada y demolida, ellos también tenían su propia fe. Hay un reemplazo en la fe, hay una fe en el progreso. No ponen la fe en el campo sobrenatural, en Dios, en la Trinidad, sino que ponen la fe en las creaciones de sus manos, en el progreso. Francia cayó en la mística de la razón. La razón pasó a ser una fe, una religión. Se hizo el templo de la razón, de la Diosa Razón. La exaltación de la razón contra la Revelación. Había que liquidar el orden sobrenatural y exaltar todo lo natural. Era misión propagar el mensaje iluminador y liberador de la razón. Se trataba de un nuevo ecumenismo, una especie de “id y predicad a las naciones” de Cristo, para formar un mundo nuevo en constante progreso, iluminando con las nuevas luces y globalizado según las nuevas ideas. “Haremos desaparecer, decía D`alembert, las diferencias nacionales con el comercio, los límites políticos con la filantropía, los rangos sociales con la igualdad y todas las religiones con la incredulidad. La filosofía tiene como único centro una antorcha y las grandes familias del género humano caminarán a su luz. Podríamos decir que los filósofos tuvieron un doble propósito muy concreto: uno de ellos era la destrucción de la corona y el otro la destrucción de la Iglesia. De los dos enemigos, el más importante era la religión. Más que política, la revolución francesa fue una revolución religiosa. Había que apuntar contra la Iglesia en su conjunto. En última instancia contra Cristo mismo y contra Dios. Era como una cruzada invertida. Se llenaban de gozo los combatientes de la razón. Esteban Damilaville decía que sólo “la canalla” podía creer en Cristo, o sea la gente del pueblo. Voltaire, hablando de Damilaville, le decía en carta a D`Alembert que su característica especial era odiar a Dios. Cuando murió, Voltaire dice “extrañaré toda mi vida a Damilaville, amaba la intrepidez de su alma. Él tenía el entusiasmo de San Pablo, es decir, tanto celo para destruir la religión como San Pablo tuvo para establecerla”. Era como un celo apostólico invertido. Voltaire había puesto casi como slogan de su docencia una forma sacrílega: “Aplastar a la Infame”. Es decir a la Iglesia. Lo repetía una y otra vez en sus cartas. “La religión de la infame es una religión de esclavos, hay que aniquilarla si se quiere establecer en el trono la libertad”. Libertad, Razón, Filosofía, palabras siempre con mayúsculas están siempre en los labios y plumas de Voltaire, de D`Alembert, como arietes contra el evangelio y la revelación. Los últimos 20 años que precedieron a la revolución se caracterizaron por una intensificación impresionante de la ofensiva antirreligiosa. “Llueven bombas sobre la casa del Señor” se burlaba Diderot en 1768. Y Voltaire escribía a Dalambert: “la lluvia de libros contra la clericalla sigue intensificándose cada día”. Cuando estalle la revolución sangrienta, se reunirán los ateos, los escépticos, los impíos de cualquier denominación. Serán esas legiones que Voltaire mandaba formar a Dalambert para luchar contra el orden sobrenatural. Miramont, en 1789, siendo miembro de los Estados Generales (ya la revolución estallada), diría “hay que descatolizar a Francia”. Los filósofos se dividían en dos grupos. La mayor parte de ellos eran deístas. Es un movimiento que nació en Inglaterra: Dios existe pero es un Dios lejano, abstracto, incomunicado con el mundo y que no reclama acto alguno de fe. Está allí y nos deja en paz. Se llega a conocer su existencia mediante la razón natural solamente. Por ejemplo, no hay ningún reloj sin un relojero. Fuera de eso no se le conoce ninguna cualidad, ningún poder. A ese Dios desteñido, pálido, se lo comienza a llamar ser supremo. La religión que de ello se sigue es la religión natural, en la que se confunden todos los credos y de la que incluso Voltaire podrá hablar bien de ella para “la canalla”, para el populacho inculto. Era una manera de ponerlos en vereda un poco. “Porque si no hay un castigo del otro lado, ¿cómo lo podemos sofrenar? Nosotros, la gente culta, no necesitamos creer en Dios”. Los deístas y ateos estaban completamente de acuerdo en un punto: odiaban el catolicismo, sus dogmas, su eucaristía. Y contra ellos se dirigieron con pretensión en numerosos panfletos a lo largo de todo el siglo. Algunos títulos: “La impostura sacerdotal”, “Los sacerdotes desenmascarados”, “La crueldad religiosa”, “Historia del fanatismo”, “Discurso sobre los milagros”. La inquina era contra lo sobrenatural en todas sus formas, misterios, milagros y profecías todos absurdos. El segundo blanco de los filósofos fueron los tronos, cuya abolición quedó resuelta cuando el rey se plantó y no siguió adelante aceptando todo lo que había aceptado hasta entonces. Desde ahora las dos conjuras, contra el altar y contra el trono, no constituyeron más que una sola y misma conspiración. DECADENCIA DE LA CORTE Luis XV, antecesor de Luis XVI, llevó una vida muy mala, un desastre. La marquesa de Pompadour, la favorita de ese rey, ponía los ministros a su arbitrio, compartía ella la indiferencia de los filósofos por la religión, o sea, los filósofos habían entrado hasta en la corte. PROSELITISMO El proselitismo de los filósofos, de los apóstoles del nuevo evangelio, fue muy inteligentemente tramado. Los salones eran sus puntos de encuentro principales, sobre todo si se trataba de nobles que habían adherido a la nueva filosofía, traidores a su estamento pasándose al enemigo. En esos locales, en esas academias, se daban cita la flor y nata de la sociedad parisina. Los personajes distinguidos de la corte, incluidas las damas más elegantes, los filósofos poetas, los científicos de mayor fama y aquellos sacerdotes dieciochescos de peluca empolvada, frases felices, espíritu escéptico y costumbres acicaladas. En fin, todo aquello que estaba de moda. Se juntaban espíritus fuertes que veían con simpatía que se preparaba una gran revolución. Se divulgaba entre sonrisas sobradoras las ideas más avanzadas que la censura oficial no permitía publicar en los libros. Allí se hacía la crítica, con frivolidad, de todo lo tradicional, la religión, la autoridad. La personalidad del que hospedaba en esas casas, es decir familias aristocráticas, era la que le concedía su valor al salón. Se reunían en días prefijados, la señora dueña de casa los recibía. Ofrecía conversación, servía a veces el té o incluso grandes comidas, para cien comensales. El salón era un lugar de solaz. Con frecuencia los intelectuales sufren de soledad y ahí la compañía de otros los serenaba y los estimulaba. Allí eran halagados, alentados, había autobombo: “¡qué inteligente Voltaire!”, “¡qué inteligente Rousseau!”, se leían párrafos de sus libros en voz alta. Sobre todo en los salones disfrutaban del placer exquisito de la conversación. Los franceses son muy adictos a ella. El gusto de ser escuchado, de preguntar y de responder. Eran como teatros domésticos. Allí la crítica era permanente, una crítica circunspecta y seria al principio, pero luego desenfadada, irónica y divertida por las agudezas con que se acompañaban. Los abusos ciertos, las injusticias por todos reconocidas no recibían peor trato que aquellos principios e instituciones que habían constituído la tradición. Se llevaba a la sociedad tradicional ante el tribunal de la filosofía. Por ejemplo, estaban en una reunión y un personaje de los allí presentes era elegido por sus compañeros y mostraba cuán absurda y perjudicial era la cortesía, la cultura tradicional o la religión católica. Siempre en nombre de la Razón o de la Madre Natura. Y luego se producía una sentencia: se condena a muerte a la religión católica, se condena a muerte a la cortesía en el trato que caracterizaba a la nobleza. Y esto la gente noble misma, traidora. Sus agudas ironías, sus comparaciones despectivas, llegaban a perturbar los espíritus de quienes aún no habían consentido con lo políticamente correcto sembrando la duda y la inquietud. Se planteaban cosas importantes, por ejemplo si el alma era importante o la existencia de Dios. Se aprovechaba la ocasión para burlarse de los prejuicios como los llamaban, las supersticiones, los fanatismos. Allí se reían del pobre Jesucristo, de sus sacerdotes, del pueblo atrasado que veneraba las imágenes. Cuando el vino corría con más generosidad, se hablaba de cómo sacudir el yugo de la religión, no dejando subsistir nada de ella, sólo lo que fuera preciso para mantener a “la canalla” en la sujeción a las leyes. Bien se ha señalado que las luces no fueron un sistema abstracto de la filosofía, fueron sobre todo una visión del mundo, una cosmovisión, una manera global de considerar la historia, los hombres y las cosas, un estado de espíritu. Pues bien, un estado de espíritu se infunde por la atmósfera del tiempo, se infunde por la moda, por las conversaciones, por el teatro. Y así en las pequeñas ciudades, que en Francia no tenían salones ni cafés literarios, pasaban por allí grupos de actores itinerantes representando piezas que vehiculaban las nuevas ideas. Pero sobre todo se dio mucha importancia a las academias. Las academias eran quince en Francia, y ahí estaba lo más granado de la inteligencia y fueron copadas, en buena parte, por estos pensadores. Esto fue parte de la revolución cultural, hacerle bombo a uno para que todos creyeran que era grande y capaz. Y la estrategia tuvo un gran éxito. En pocos años, el título de académicos se confundía con el de deísta o de ateo. Los académicos eran ateos, de modo que el centro de los talentos acababa por coincidir con el de la impiedad. La filosofía actuaba por doquier, se confundía con la literatura, con las artes, con la novela, con la pintura. Recurrían a todos los medios de expresión. Extendía su reino a toda clase de actividad, por los canales de las logias, de los clubes, de los salones. Penetraba la sustancia misma de la sociedad francesa preparando lo que, en los años 1770-1780, se empezó a llamar la opinión pública. Una palabra que nadie la conocía, esa palabra se inventa ahora. Ha sido creada una opinión pública nueva. Antes nunca se había hablado de la opinión pública. Las ideas recibidas tradicionalmente eran las que primaban. Pero ahora no. La opinión pública es la que dictamina que es lo verdadero y que es lo falso. Y así en todos los tonos desde el panfleto que manejaba magníficamente Voltaire, panfleto que se distribuía por todos lados, hasta la novela. Esta escuela de filósofos inundó a Francia entera con sus alegatos, un recurso que se fue acelerando con el tiempo. Especialmente durante el reinado de Luis XVI, se propagaron calumnias odiosas contra el rey, contra la reina para arrancar el afecto de los franceses por la corona y también algo semejante con el clero. Se decía que el clero no tiene patria, porque reconoce a un rey extranjero, es decir, al Papa. El método resultó muy eficaz. Condorcet nos revela que habían hecho de esas palabras un grito de guerra, un arma de combate. Fue entonces cuando se calificó por primera vez a la prensa de cuarto poder. Necker, que fue un ministro de carácter protestante de Luis XVI, supo decir “que ha surgido una autoridad que no existía hace dos siglos y con la que había que contar: la autoridad de la opinión pública”. Otro autor, de la Riviere, decía “quien mata no es el rey sino la opinión pública”. Subió al trono de la política un nuevo monarca o un monarca paralelo camino a la uniformación total del pensamiento. Fue la primera guillotina, la guillotina del papel. El que no pensaba de acuerdo con eso caía bajo la guillotina. De un lado al otro del reino se usaban los mismos conceptos, las mismas palabras, el mismo sistema de pensamiento dominante. Era mucho más un sistema que un pensamiento. Si bien es cierto que la opinión pública nació al final del reinado de Luis XV, se la ve crecer e imponerse. Nadie puede sustraerse a su imperio. El mismo rey debe someterse a ella. La opinión pública, escribe Mercier, tiene hoy una fuerza preponderante a la que no se resiste. LA ENCICLOPEDIA Nació en 1743, casi 50 años antes de la revolución. En ella querían juntarse temas de geografía, de historia, de religión, comercio, poesía, gramática, elocuencia. Todo se podía encontrar en esa obra. El grupo de los filósofos organizó una gran enciclopedia. Basta leer el discurso preliminar con que la antecedió Dalambert, escrito con tanto arte, donde muestra la intención de hacer tomar conciencia al público de los adelantos más recientes del espíritu humano, como mostrando que habíamos llegado a la época de las luces. Esta inmensa obra, la enciclopedia, estructuraba una antología de los saberes y métodos relativos a las ciencias, la poesía, las artes liberales. Saber para poder era el ideal de los enciclopedistas, que se oponían a la contemplación: saber para contemplar. Apareció en 1751 el primer volumen de la obra. Diderot fue su principal animador. Era un escritor muy inteligente, brillante, cultor del materialismo. Y se hizo con gran inteligencia: por ejemplo, no se hablaba directamente contra Dios, contra Cristo, contra la Iglesia, no. Los autores de los diversos artículos no mostraban claramente su anhelo subversivo. Si nos fijamos en los artículos referentes a la política o a la religión, lo que encontramos no son invectivas directas sino ideas neutras o incluso respetuosas, sólo se mostraban cuando convenía, evitando enfrentar como el panfleto. La cosa era más sutil. Los que dirigieron la conspiración eran muchos de ellos agnósticos, creían sólo en la razón, en la ciencia. En esta obra, en la cual escribieron también algunos sacerdotes católicos, iba inclinado a sus lectores a ir aceptando la supresión de todo lo absoluto, la abolición de todo lo sobrenatural, la negación de todo milagro, de todo misterio, e incluso de toda metafísica. Jamás impugnando directamente las ideas cristianas. Dos fueron los recursos a los que recurrieron. El primero fue el arte de insinuar el error o la impiedad en artículos donde eso se podía esperar, por ejemplo cuando narraban hechos históricos, problemas de química, nada trascendente. Pero hablaban de química y de paso decían que esto puede chocar con una idea religiosa. El segundo fue el arte de los remitos, el envío a otros temas. Después de haber tratado una verdad religiosa, incluso bien tratada, remitían al lector a otros artículos. Para ello bastaba poner al final del artículo “Ver artículo Prejuicios”, o “Superstición”, o “Fanatismo”. Y allí sí se “matizaba” lo dicho anteriormente. Cuando se trataba de la existencia de Dios, de la inmortalidad del alma, se lo hacía de manera más o menos aceptable para un católico, pero las ulteriores referencias a los artículos, demostraciones o corrupciones, borraban con el codo lo que se había escrito con la mano. Por ejemplo, en el artículo “Dios” se encontraban ideas muy sanas, pero al acabar el artículo el lector se encuentra remitido a la palabra “demostración”, y allí desaparece lo que se había encontrado en “Dios”. En ese lugar se dice que todas las demostraciones directas suponen la idea del infinito, y que éste ya no es muy claro, ni para los metafísicos, echando por el suelo la confianza que los lectores habían adquirido en el primer artículo. En el artículo “Biblia” por ejemplo, tras afirmar sobre el lector la pureza de sus intenciones para consagrar las escrituras, aparentando buena fe, se complacían en poner todos los problemas que aparecen en la escritura, todas las aparentes contradicciones sin dar las respuestas adecuadas. De modo que el lector queda con la idea de que nada hay en la Biblia digno de fe. La enciclopedia salió en 1751 y fue cortada por el rey en algún momento, porque le hacían criticas de lo que estaba haciendo, pero seguía luego. Quedó conluída, luego en 1772, con 17 volúmenes de textos, 4 suplementos, y un tiraje de 30.000 ejemplares, que era mucho en ese tiempo. Y todas las trompetas de los filósofos llenaron el mundo con su fama. Se tradujo a otros idiomas, se imprimieron diversos formatos y precios. Ninguna biblioteca que se gloriara podía no tenerla. Y acarreando una oleada de errores y de negaciones, llevaron al más absoluto radicalismo. Dios empezó a ser una palabra, la religión un encuentro de viejas. Ahora comenzaba la felicidad colectiva de todo el género humano, la época de la Ilustración, la época de la libertad, liberaron las antiguas ataduras. De palabras carismáticas se llenaban la boca. LA REVOLUCIÓN SANGRIENTA Fue terrible, un verdadero derramamiento de sangre que siguió a la revolución cultural. La existencia de dos Iglesias, porque se obligó a todos los sacerdotes a firmar una constitución civil del clero. El que no lo hacía era depuesto y finalmente expulsado del país. Y cuando hubo esta expulsión, el rey Luis XVI se plantó. Hasta este momento había aflojado en todo, firmaba una cosa tras otra, con enorme dolor de su alma cristiana, con escrúpulos interiores. Cuando el Papa le manda una carta le dice “espero de ti, hijo de la Iglesia, de la Francia católica, primogénita de la Iglesia, que no cedas en esto”. El pobre estaba destrozado, porque era católico sincero pero muy cobarde. Pero cuando se ordena la expulsión de los sacerdotes refractarios, no firma y, con el último poder que le quedaba, pone el veto. Eso fue lo que lo llevó a la muerte. Tanto que el Papa contemporáneo dijo “este hombre mereciera estar en el número de los mártires”. Porque se sabe que una muerte justifica toda una vida. Uno puede ser un canalla toda la vida, pero luego muere mártir y esa muerte borra todo lo anterior, porque es un acto de caridad perfecta. Así que el rey Luis XVI, a pesar que no fue un buen rey sino un rey bueno, un rey buenazo que no es lo mismo, de decir “yo no quiero derramar una gota de sangre francesa” y se derramaron hectolitros de sangre en toda Francia. MARTIRIO Luis XVI, la reina María Antonieta y toda la familia real fueron llevados de Versailles a las Tullerías, en un viaje obligado, vergonzoso, con burlas, con asesinatos en el viaje. Cuando llega el rey a París, que no era su sede, él vivía en Versailles, lo llevan a las Tullerías. Pero luego asaltan las Tullerías, le quieren imponer el gorro frigio que era el signo de la revolución, para burlarse de él, y lo levan a la cárcel de un castillo de los caballeros templarios que ya había sido destruído por un rey de Francia anterior. Allí alojan a la familia real: el rey, la reina de la casa de Habsburgo, el hijo, el delfín quien era el heredero del trono y tenía que ser Luis XVII y una hermana del rey que se llamaba Isabel. Los hermanos del rey se escaparon de Francia para iniciar la reconquista. Al pobre rey se le hacían todas las burlas posibles. Señor Capeto lo llamaban en vez de Luis XVI. Por fin, al rey le hacen un juicio inicuo, completamente absurdo y lo condenan a la guillotina. El rey, cuando se entera de su sentencia, llama a un sacerdote refractario, de esos que habían negado la firma, para que lo confiese, porque él no quería saber nada con los curas que se habían acomodado con el poder. Eso mostraba cierto valor. El testamento del rey es emocionante: “cuan grave error mío fue haber consentido en algunas cosas, en la filosofía del iluminismo…que mi hijo sea educado contra esas ideas”, porque creía que su hijo gobernaría luego. Toda la noche se queda en oración, después de oír su última misa, y cuando va a la guillotina le hacen subir la escalera, y le dicen que junte las manos que se las van a atar. El rey respondió “no, eso no lo acepto”. El sacerdote que lo acompañaba le dijo: “Majestad, acepte el último parecido con Cristo que se le ofrece, a Cristo le ataron las manos”. “Si es así, acepto” y juntó sus manos. Antes de subir, el sacerdote lo despidió diciendo: “Luis XVI, San Luis te espera en el cielo. Entrega tu alma al Señor”. El que lo mató, el verdugo, cuenta que su hijo que lo acompañaba le tapó la cara porque era muy católico. Y cuando levantó la cabeza degollada del rey, mostrándola al público para que la insultaran, vió una cara de tanta pureza al rey que empezó a llorar. “Yo lo tapé a papá, porque si lo hubieran visto llorar hubiera sido mortal para él”. Así que fue una muerte muy digna. Por eso yo quiero rescatar su figura en este sentido: fue un rey bueno pero no un buen rey. No cumplió con el oficio de rey. Cuando estaba en las Tullerías y le impusieron el gorro frigio, él estaba con la Guardia Suiza. Hubiera bastado un orden para que la Guardia dispersara a los exaltados. Pero el no quería derramar una gota de sangre. Y un joven oficial que estaba en un café, debajo de las Tullerías, mirando, dijo: “Caramba, con 5 tiros esto se hubiera dispersado”. Era el joven teniente Napoleón, que luego haría carrera por su lado. Pero él vió esta escena donde le ponen el gorro frigio como símbolo de que el rey acepta la revolución francesa. La muerte de la reina fue magnífica. Era una mujer extraordinaria. Se la pinta ahora como una chiquilina mundana, nada que ver. Ella se casó a los 15 años. Era chiquilina porque tenía 15 años, al principio, pero maduró más rápido que el rey y fue más valiente que el rey. Y el día de las Tullerías le puso un revólver en las manos al rey. El único hombre que hay en la Corte es María Antonieta, dijo uno. Una mujer extraordinaria que muere heroicamente. Fue llevada en una carroza. En un momento determinado miró a unas casas que habían en los costados, miró a un piso alto, sonrió porque allí había un sacerdote refractario que estaba en una azotea (ella sabía que vivía ahí), y le ha de haber dado la absolución. Ella hizo un gesto con las manos atadas, en cruz, sobre ella. Y el chiquito, pobrecito, 8 ó 9 años, lo trataron, muertos sus padres, como a un perro. Lo pusieron al cuidado de un zapatero, que tenía que “educarlo”, es decir, enseñarle a ser soez en el hablar, a insultar a sus padres, a lustrarle los zapatos al zapatero. Le tiraba cosas por la cabeza. RELIGIÓN DE REEMPLAZO En esta persecución de la Iglesia, se vio muy claro el deseo de crear una religión de reemplazo de la católica. Por ejemplo, había que quitarse los nombres cristianos. Si yo me llamaba Pedro, tengo que quitarme el nombre. No me llamo más Pedro. ¿Qué nombre elegían? Por ejemplo, remolacha, perejil. Porque era una exaltación de la naturaleza. Y así se cambiaban los nombres para que nada cristiano quedase. Había que tirar las cosas cristianas que había por todas partes, los monumentos. Las cruces había que sacarlas. Después se suprime el día domingo. Se crea una semana de 10 días. De modo que cada 10 días, había un día de vacaciones, para evitar que fuera el domingo. Después se cambiaron los nombres de los meses. Se hizo el culto a la Diosa Razón. En la Catedral de Notre Dame, sacaron la imagen de la Virgen y pusieron allí una prostituta viva, a la cual incensaron como un símbolo de la Diosa Razón y le cantaban himnos de exaltación de la Razón y de la victoria contra el fanatismo, contra la superstición y los misterios cristianos. Empezó también una numeración nueva de los años. Ya no estábamos más en 1791, que fue el año que lo mataron al rey, sino que éste es el año 1. Y si uno llegaba a firmar 1791 corría peligro de muerte directamente. Fue un verdadero reemplazo. Tenían las mismas instituciones que la Iglesia pero invertidas, hechas para el mal. Fue una gran revolución, en este sentido: fue muy bien preparada y llevada adelante con gente inútil, mucha de ella mediocre, pero con un grupo dirigente que sabía lo que hacía. Disertación pronunciada por el P. Alfredo Sáenz SJ, durante el ciclo de conferencias “Contracultura, Posmodernidad y Poder Político”. Instituto Universitario Libre Brigadier Lòpez Universidad Libre, Autónoma, Federal e Iberoamericana
Posted on: Thu, 18 Jul 2013 20:12:05 +0000

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