Homero La odisea (20º) Cuando escuchó esto el sufridor, el - TopicsExpress



          

Homero La odisea (20º) Cuando escuchó esto el sufridor, el divino Odiseo, adaptó la tapa y le echó enseguida un bien trabado nudo, el que le había enseñado en otro tiempo la soberana Circe. Acto seguido el ama de llaves ordenó que lo lavaran una vez metido en la bañera, y él vio con gusto el baño caliente, pues no se había cuidado a menudo de él desde que había abandonado la morada de Calipso, la de lindas trenzas. En aquella época le estaba siempre dispuesto el baño como para un dios. Cuando las esclavas lo habían lavado y ungido con aceite y le habían puesto túnica y manto, salió de la bañera y fue hacia los hombres que bebían vino. Y Nausícaa, que tenía una hermosura dada por los dioses se detuvo junto a un pilar del bien fabricado techo. Y admiraba a Odiseo al verlo en sus ojos; y le habló y le dijo aladas palabras: «Salud, huésped, acuérdate de mí cuando estés en tu patria, pues es a mí la primera a quien debes la vida.» Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo: «Nausícaa, hija del valeroso Alcínoo, que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el esposo de Hera, volver a mi casa y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te haré súplicas como a una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.» Dijo, y se sentó en su sillón junto al rey Alcínoo. Y ellos ya estaban repartiendo las porciones y mezclando el vino. Y un heraldo se acercó conduciendo al deseable aedo, a Demódoco, honrado en el pueblo, y le hizo sentar en medio de los comensales apoyándolo junto a una enorme columna. Entonces se dirigió al heraldo el muy inteligente Odiseo, mientras cortaba el lomo pues aun sobraba mucho de un albidente cerdo (y alrededor había abundante grasa): «Heraldo, van acá, entrega esta carne a Demódoco para que lo coma, que yo le mostraré cordialidad por triste que esté. Pues entre todos los hombres terrenos los aedos participan de la honra y del respeto, porque Musa les ha enseñado el canto y ama a la raza de los aedos.» Así dijo, el heraldo lo llevó y se lo puso en las manos del héroe Demódoco, y éste lo recibió y se alegró en su ánimo. Y ellos echaban mano de las viandas que tenían delante. Cuando hubieron arrojado lejos de sí el deseo de bebida y de comida, ya entonces se dirigió a Demódoco el muy inteligente Odiseo: «Demódoco, muy por encima de todos los mortales te alabo: seguro que te han enseñado Musa, la hija de Zeus, o Apolo. Pues con mucha belleza cantas el destino de los aqueos cuánto hicieron y sufrieron y cuánto soportaron como si tú mismo lo hubieras presenciado o lo hubieras escuchado de otro allí presente! «Pero, vamos, pasa a otro tema y canta la estratagema del caballo de madera que fabricó Epeo con la ayuda de Atenea; la emboscada que en otro tiempo condujo el divino Odiseo hasta la Acrópolis, llenándola de los hombres que destruyeron Ilión. «Si me narras esto como te corresponde, yo diré bien alto a todos los hombres que la divinidad te ha concedido benigna el divino canto.» Así habló, y Demódoco, movido por la divinidad, inició y mostró su cánto desde el momento en que los argivos se embarcaron en las naves de buenos bancos y se dieron a la mar después de incendíar las tiendas de campaña. Ya estaban los emboscados con el insigne Odiseo en el ágora de los troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los mismos troyanos lo habían arrastrado hasta la Acrópolis. Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran incertidumbre sentados alrededor de éste. Y les agradaban tres decisiones: rajar la cóncava madera con el mortal bronce, arrojarlo por las rocas empujándolo desde to alto, o dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es la que iba a cumplirse. Pues era su Destino que perecieran una vez que la ciudad encerrara el gran caballo de madera donde estaban sentados todos los mejores de los argivos portando la muerte y Ker para los troyanos. Y cantaba cómo los hijos de los aqueos asolaron la ciudad una vez que salieron del caballo y abandonaron la cóncava emboscada. Y cantaba que unos por un lado y otros por otro iban devastando la elevada ciudad, pero que Odiseo marchó semejante a Ares en compañía del divino Menelao hacia el palacio de Deífobo. Y dijo que, una vez allí, sostuvo el más terrible combate y que al fin venció con la ayuda de la valerosa Atenea. Esto es lo que cantaba el insigne aedo, y Odiseo se derretía: el llanto empapaba sus mejillas deslizándose de sus párpados. Como una mujer llora a su marido arrojándose sobre él caído ante su ciudad y su pueblo por apartar de ésta y de sus hijos el día de la muerte ella lo contempla moribundo y palpitante, y tendida sobre él llora a voces; los enemigos cortan con sus lanzas la espalda y los hombros de los ciudadanos y se los llevan prisioneros para soportar el trabajo y la pena, y las mejillas de ésta se consumen en un dolor digno de lástima, así Odiseo destilaba bajo sus párpados un llanto digno de lástima. A los demás les pasó desapercibido que derramaba lágrimas, y sólo Alcínoo lo advirtió y observó sentado como estaba cerca de el y le oyó gemir pesadamente. Entonces dijo al punto a los feacios amantes del remo: «Escuchad, caudillos y señores de los feacios. Que Demódoco detenga su cítara sonora, pues no agrada a todos al cantar esto. Desde que estamos cenando y comenzó el divino aedo, no ha dejado el huésped un momento el lamentable llanto. El dolor le rodea el ánimo. «Varnos, que se detenga para que gocemos todos por igual, los que le damos hospitalidad y el huésped, pues así será mucho mejor. Que por causa del venerable huésped se han preparado estas cosas, la escolta y amables regalos, cosas que le entregamos como muestra de afecto. Como un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que goce de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú escondas en tu pensamiento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es hablar. Dime tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás, los que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres carece completamente de nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han nacido. Antes bien, a todos se lo ponen sus padres una vez que lo han dado a luz. Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. Pues entre los feacios no hay pilotos ni timones en sus naves, cosas que otras naves tienen. Ellas conocen las intenciones y los pensamientos de los hombres y conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres. Recorren velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad y la niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser destruidas. Pero yo he oído decir en otro tiempo a mi padre Nausítoo que Poseidón estaba celoso de nosotros porque acompañamos a todos sin daño. Y decía que algún día destruiría en el nebuloso ponto a una bien fabricada nave de los feacios al volver de una escolta y nos bloquearía la ciudad con un gran monte. Así decía el anciano; que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea agradable a su ánimo. «Pero, vamos, dime e infórmame en verdad, por dónde has andado errante y a qué regiones de hombres has llegado. Háblame de ellos y de sus bien habitadas ciudades, los que son duros y salvajes y no justos, y los que son amigos de los forasteros y tienen sentimientos de veneración hacia los dioses. Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el destino de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Esto lo han hecho los dioses y han urdido la perdición para esos hombres, para que también sea motivo de canto pará los venideros. ¿Es que ha perecido ante Ilión algún pariente tuyo..., un noble yerno, o suegro, los que son más objeto de preocupación después de nuestra propia sangre y linaje? ¿O un noble amigo de sentimientos agradables? Pues no es inferior a un hermano el amigo que tiene pensamientos discretos.»
Posted on: Mon, 15 Jul 2013 08:17:15 +0000

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