Hoy inauguramos nueva historia: La Rebelión de las Galletas. Se - TopicsExpress



          

Hoy inauguramos nueva historia: La Rebelión de las Galletas. Se trata de una historia infantil para niños y niñas de 8-9 a 100 años. A ver si os gusta. De momento aquí va el primer capítulo, mañana el segundo, y así hasta que terminemos con ella. Besos, y buenos días. La Rebelión de las Galletas. -Capítulo 1- Dulce Miel pertenecía a una saga de pasteleros cuyos orígenes se remontaban al principio de los tiempos, su padre y su madre fueron pasteleros, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos también lo fueron, y, según una leyenda familiar, todos sus antepasados lo habían sido desde antes incluso de que se inventara la rosquilla, allá por los días de Maricastaña. Generación tras generación, los conocimientos sobre el oficio pasaban de padres a hijos, perfeccionando estos el arte de los progenitores. Siempre había sido así, lo cual provocaba admiración en el resto de la población. Pero ahora esa admiración se había tornado en adoración sincera, pues Dulce Miel había adquirido el rango de Eminentísima Santidad doña Pastelera. Sus dulces no solo gozaban de un sabor incomparable, sino que, además, tenían múltiples propiedades, todas ellas beneficiosas para la salud del alma y el cuerpo. Si alguien estaba afectado de un problema de riñón, tomaba una galleta y, al momento, este recuperaba su buen funcionamiento. Cualquier dolor de cabeza pasaba si en la leche mojabas una de sus magdalenas. Y para el resto de enfermedades había soluciones parecidas, una torta, una trufa, un pastel, y la salud reaparecía. La pena también se curaba, y la angustia, y el miedo, y la vergüenza, todo se esfumaba al olor de las galletas, sobre todo de las galletas. El resto de dulces también levantaban al enfermo de la cama, pero sólo las galletas se ocupaban al mismo tiempo del alma. Si tenías remordimientos por alguna mala acción cometida con tu hermano, tomabas una galleta y, al momento, la culpa desaparecía, a la vez que te invadía una incontenible sensación de paz que te movía hacia el amor y la armonía con todos y cada uno de los seres humanos. La soledad era pasajera, liviana, si en tu desayuno había galletas de Dulce Miel. Y lo mismo ocurría con todas las emociones, una galleta de la pastelera bastaba para que te invadiera el espíritu de la belleza. Tanto era así que la gente hacía largas colas para acceder al establecimiento de Miel. En una ocasión, por ejemplo, un niño espero tantos años en la fila de la pastelería que, cuando le tocó el turno, ya era un anciano, y, al probar, satisfecho, una de las galletas que con tanto anhelo y paciencia había buscado, recuperó la juventud, volviendo a ser de nuevo un niño como el que había sido décadas atrás. Otro caso famoso fue el de Fermín Trompetero, un músico archiconocido que, antes de un concierto, decidió ir a la pastelería, y allí guardó cola hasta que el evento en el que él tenía que actuar terminó; por fortuna la galleta hizo que regresara al pasado, pudiendo llegar a tiempo para acompañar a la orquesta con la que tocaba sin que nadie se diera cuenta de que había faltado. Y así podríamos rellenar cientos de formularios con extraños y maravillosos sucesos provocados por las galletas de Dulce Miel. Pero no es la historia que nos ocupa, lo que aquí queremos relatar es cómo Dulce Miel estuvo a punto de perder su noble oficio, y las graves consecuencias para el mundo que eso pudo haber tenido. Así que, empecemos. Todo comenzó el día que Alberto, el señor alcalde, inauguraba la carretera central. Era una vía importante, la más importante inaugurada hasta la fecha, ya que unía pueblos y ciudades distantes de diferentes puntos del país. A lo largo de varios meses la expectación había sido máxima, radio, prensa escrita y televisión, en todas partes se hablaba de las ventajas que esa carretera tenía y de cómo a partir de ahora la vida de todos los habitantes iba a ser maravillosa. Alberto se hinchaba de orgullo leyendo y escuchando las noticias que hablaban de él como el alcalde que había hecho posible semejante acontecimiento. Pero llegó el día de la inauguración y, sorpresivamente, nadie acudió al acto, ni invitados, ni periodistas, ni otras importantes personalidades que se suponía debían estar, nadie. -¿Pero dónde están todos? –Se decía Alberto, totalmente desorientado. Llegó a pensar que había confundido el día en su agenda, así que sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y llamó a su secretaria. -Matilde, ¿cuándo era el día de la inauguración de la carretera central? -Hoy, señor alcalde –respondió Matilde amablemente. -¡Pero no puede ser! -¿Por qué, don Alberto? -Porque estoy al pie de la carretera y aquí no hay nadie. -Eso sí que es raro, ¿quiere que investigue? -Por favor, sería de gran ayuda. -Está bien, ahora mismo me pongo con ello, y en cuanto sepa algo se lo comunico. -Muy bien. -Hasta luego. -Hasta luego. Se despidieron e inmediatamente Matilde desenfundó su listín telefónico, un cuadernillo de piel que casi nunca usaba, porque ya todos los contactos se realizaban a través del correo electrónico, pero que en esta ocasión se veía obligada a utilizar, ya que se trataba de contactar con una serie de personas, y contactar con ellas en este instante, no podía arriesgarse a que los receptores de sus mensajes tardasen horas o días en abrir el correo. De modo que comenzó por llamar al teniente de alcalde. -Ring, ring, ring… El teléfono sonaba y nadie respondía. Se agotaron los tonos de llamada y saltó el contestador. ¿Qué podía decirle? Nada. Prefería hablar con él personalmente, así que colgó y volvió a llamar. Y volvió a suceder lo mismo, nadie al aparato. Una y otra vez lo intentó hasta que, al fin del décimo intento, desesperada, dejó un mensaje de voz. -Señor teniente de alcalde, soy la señorita Matilde, ¿podría ponerse en contacto conmigo? Necesito localizarle en nombre del alcalde. Sin darle mayor importancia pasó a otra persona, empezando por los concejales y las concejalas. Uno a uno se fue repitiendo el proceso que un instante antes había acontecido con la llamada al teniente de alcalde. Nadie atendía ni respondía a sus llamadas, se agotaban los tonos y saltaban los contestadores. -Está usted llamando al teléfono de Pepito el de los Palotes, por favor, deje su mensaje después de la señal, piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii… Todo aquello era extraño, muy extraño. Lo había intentado con toda la corporación municipal, con las familias de estos y con los contactos en la prensa que tenía, ¡y nadie le respondía! Confundida ante tamaña coincidencia, decidió llamar a su casa, para contarle a su pareja lo que estaba sucediendo. Pero nada, tampoco le localizó. Llamó a sus padres, y a sus hermanos, a sus primos cercanos y a los más lejanos, llamó a sus amigos y vecinos y después a todos los conocidos que alguna vez le habían dado el teléfono. ¡Qué espanto! Nadie contestaba. Aterrada decidió llamar a la policía, y sus temores se convirtieron en pánico cuando tampoco allí encontró a nadie. Tenía que hablar de esto a sus compañeros, pues, tal vez, simplemente se trataba de un error en su teléfono que se subsanaría rápidamente llamando desde otro despacho, pero cuando salió de su oficina, algo nerviosa por cierto, descubrió que tampoco en las dependencias municipales había nadie. ¡El ayuntamiento estaba vacío! Comenzó a recorrer pasillos arriba, pasillos abajo, todas las estancias, abría puertas y se asomaba como si estuviera buscando un tesoro. -¡Clara! ¡Paco! ¡Marga! ¡Antonio! Iba gritando los nombres de sus compañeras y compañeros de trabajo, con la infundada esperanza de encontrar a alguien. Y digo infundada porque era evidente que no había rastro de gente en todo el edificio. Los percheros estaban vacíos, sin ropa de abrigo que alguien hubiera dejado ahí para comenzar la jornada. Los ordenadores estaban desconectados y las luces apagadas. ¿Dónde se había metido todo el mundo? Un escalofrío recorrió de punta a punta el cuerpo de Matilde. ¿Y si una invasión alienígena había acabado con todos los habitantes del planeta, tal y como las películas de cine anunciaban que algún día pasaría? Casi de puntillas regresó a su despacho, cogió el paraguas, se puso la bufanda, la chaqueta y el gorro, desconectó con sigilo todo cuanto estaba conectado y, a hurtadillas, se deslizó camino del ascensor. Cuatro plantas descendió, aunque a ella le parecieron ciento veinte, nerviosa como estaba. Llegó al hall de entrada y tampoco allí había rastro del conserje, ningún ciudadano esperaba a ser atendido en alguna de las ventanillas habilitadas, ni el guardia de seguridad estaba en la puerta, siendo como era ese su puesto habitual. Es más, ya desde dentro, a través de las grandes hojas de cristal que conformaban la entrada, se podía ver que la calle estaba igualmente desierta. Ni coches, agentes de tráfico o viandantes, solo gatos y perros campaban a gusto por la ciudad. ¿Qué estaba ocurriendo? Se iría a casa y allí se encerraría hasta que todo volviera a la normalidad. Y se iría corriendo, no solo porque fuera aprisa, sino porque tenía que hacerlo a pie, ya que autocares y taxis habían dejado de funcionar. Con esa idea clara en su cabeza, atropellada por la inquietud, salió del ayuntamiento. Pero nada más salir algo cambió en su manera de pensar. De pronto un olor llegó a su nariz, un aroma extrañamente familiar y dulce que dejaba en paz a todo aquél que lo percibía. Efectivamente, la soledad de Matilde en la ciudad seguía siendo completa, en cambio las preocupaciones y los temores habían desaparecido de su corazón. Lo único que deseaba era descubrir la fuente de aquella esencia, y, presta, se dejó guiar por su olfato. Recorrió las calles aledañas, dando vueltas en torno de un mismo punto, pues el aroma lo inundaba todo y era difícil discernir de qué extremo procedía. Al fin se decidió por una dirección, por la que encontró un poco más de intensidad olfativa. Los coches estaban abandonados, las puertas y ventanas de los pisos abiertas de par en par, los establecimientos igualmente abiertos y desocupados, como si dueños y clientes hubieran salido con toda urgencia de aquel lugar. Cambiaban de color los semáforos, pero no había tráfico que regular. Y en medio de todo, caminando por el centro de la calzada, sin riesgo a ser atropellada, Matilde, arrastrada por la sensación de paz que aquel aroma provocaba. Así avanzó, girando a derecha y a izquierda, por donde su nariz le guiaba, hasta que otro sentido comenzó a darle nuevas pistas. Llegada a un punto comenzó a escuchar algo, como un rumor lejano de un tumulto que se hallaba justo en el trayecto que ella misma estaba dibujando. Dobló la esquina y descubrió de qué se trataba. Al fondo, en lo largo y ancho de aquella enorme avenida había, ordenada y paciente, como una compañía militar, una multitud que esperaba aún no se sabía qué. Matilde se aproximó al gentío, muerta de curiosidad, ¿qué hacían tantas personas reunidas? ¿Y por qué en esa parte de la ciudad y no en otra? Su inquietud pronto encontró respuesta cuando, al intentar adelantar al grupo, varios desconocidos la increparon. -¡Eh tú, aprovechada! -A la cola, a la cola. -Que también nosotros tenemos prisa. -¿Pero para qué guardan esta fila? -Preguntó Matilde. -Sí, sí, no te hagas la despistada. -Dulce Miel acaba de sacar una nueva hornada. -¡De galletas! -Y esperamos nuestro turno para comprar las que nos correspondan. Así que era eso, ¿cómo no había caído en la cuenta antes? Efectivamente, la pastelería de Dulce Miel estaba muy cerca, y esta era la hora en la que la pastelera horneaba con su misteriosa receta las galletas. El misterio parecía resuelto, había que llamar al alcalde e informarle de lo ocurrido, así que se retiró unos metros, sacó el celular del bolso y marcó el número de don Alberto. -¿Sí? Dígame. -Don Alberto, soy yo, Matilde. -Pero bueno, señorita, ¿se puede saber a qué se debe este retraso? -Usted perdone, es que no ha sido fácil. -¿Y bien? ¿Ya sabe dónde está la gente? -Todo el mundo espera junto a la pastelería de Dulce Miel. -¡Ay! ¡No me diga! Cómo lo habré olvidado, ¡pero si hoy es el día que pone a la venta sus galletas! Ahora mismo inauguro la carretera y voy para allá. -Muy bien señor alcalde, le guardo sitio. Sin despedirse siquiera, don Alberto colgó el teléfono. -¡Quedas inaugurada! -Gritó a la carretera. Y rápidamente se montó en su coche, camino de regreso a la ciudad, en dirección a la tienda de la pastelera.
Posted on: Fri, 25 Oct 2013 07:07:35 +0000

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