IV Las siete ciudades del Piauí 1. La increíble fantasía - TopicsExpress



          

IV Las siete ciudades del Piauí 1. La increíble fantasía de la naturaleza A unos 250 km al nordeste de Teresina, capital del Es tado del Piauí, se halla la villa de Piracuruca (cf. mapa, fig. 17), edificada en el siglo pasado —y nada ha cambiado desde aquel entonces— en el lugar de la aldea donde, hacia 1780, el bandeirante Domingo Alfonso Sertáo, más conocido en la historia del Brasil con el nombre de Mafrense, había asentado una tribu de genipapos. Sus caboclos rubios ya hablaban, hace cien años, a los pocos viajeros que se aventuraban en la región de las ruinas de una ciudad encantada. El hecho fue revelado por un tal Jacome Avelino en un artículo publicado, en 1886, en el diario Constituido de Fortaleza, capital del vecino Estado del Ceará. El año siguiente, una misión del Instituto Histórico y Geográfico brasileño visitó el lugar y comprobó, efectivamente, la existencia de un enorme conjunto de rocas de apariencias fantásticas. No se habló más del asunto hasta que Ludwig Schwennhagen(53), en 1926, publicó un plano minucioso (c.f. fig. 18), acompañado de una explicación delirante, sobre la cual volveremos más adelante, y dio al sitio el nombre de Sete Cidades, Siete Ciudades. En 1961; el gobierno federal expropió la zona —más de 6.000 hectáreas— y la convirtió en parque nacional, con la doble intención contradictoria de proteger el lugar y de atraer a los turistas. Las depredaciones que no tardaron en producirse llevaron el Instituto Brasileño de Desarrollo Forestal a prohibir al público la mayor parte del parque. El resto —el sector más pintoresco— parece, desgraciadamente, condenado a una rápida destrucción. Cuando, desde Piracuruca, por un camino de tierra de 23 km, transitable con tiempo seco, uno se acerca a la zona, avista una línea de fortificaciones de 3 a 5 m de altura, que pronto se revelan como meras rocas de arenizca extrañamente modeladas por la erosión. Luego, se entra en una estrecho desfiladero, flanqueado de murallas cuyas troneras están ocupadas por cañones de tubos salientes. Es ésta la Fortaleza, mero conjunto, también ella, de rocas, de formas fantásticas, de unos 10 m de altura, adornadas de placas de hierro blando enrolladas que dan la impresión de piezas de artillería. Vienen después dos grandes conjuntos de rocas erosionadas en las cuales la imaginación popular, reforzada por Schwennhagen, ha querido ver dos ciudadades, con sus plazas, sus calles y una avenida. Reconozcamos, por otra parte, que, desde lejos, se cree ver casas, algunas de dos pisos. Pero la ilusión se esfuma rápidamente. Más allá de la segunda ciudad se alza el Castillo, de 20 m de altura y 150 m de largo, dividido en tres compartimientos sin techo, uno de los cuales, que los caboclos llaman biblioteca, contiene, en especies de estantes, lo que parece ser placas de piedra cortadas simétricamente —los libros— pero no es, en realidad, sino bloques con los flancos tallados por la erosión. Las otras cuatro ciudades, que rodean el Castillo en medio círculo, tienen, grosso modo, la misma apariencia que las anteriores, aunque su altura no pasa de cinco metros. A unos 3 km al nordeste, se halla una zona llamada La Descoberta que contiene otros conjuntos rocosos de las mismas características que las Siete Ciudades propiamente dichas. Al norte de éstas se alza la Serra Negra, un pequeño macizo de 120 m de altura, cuyos flancos tienen, también ellos, en algunos lugares, la apariencia de estructuras arquitectónicas. En varios puntos del sitio, las rocas tienen formas su- gestivas en las cuales se reconocen, a simple vista, un león, dos águilas de alas desplegadas, una tortuga, un sapo, un pórtico, etc. Se ven también cuatro enormes falos, uno de ellos en la Descoberta, con el glande bien modelado. Más extrañas aún son cuatro estatuas antropomórficas, aisladas como los monumentos de una ciudad. Una de ellas representa la cara de un hombre barbado, de nariz recta y con la boca abierta, como si el personaje estuviera gritando, encima de una columna puesta en un pedestal cónico. Otra (cf.foto 10) nos muestra una cabeza barbada de nariz respingada, cubierta con una gorra de marinero. La tercera es una especie de Icaro (cf. foto 11), de un aspecto un tanto surrealista. Cuando avistamos la cuarta (c.f. .foto 12), nos lla- mó primero la atención la cabeza del hombre, cuya silueta recuerda extrañamente la de un moai de la isla de Pascua. Vimos posteriormente que se trataba de un caballero medieval cuya cabalgadura, encabritada, lleva el largo caparazón de paño que se usaba entonces y cuya mano descansa en la empuñadura de una espada colgada del arzón. La foto que damos de ella, desgraciadamente, no es muy buena, pues la tomamos con lluvia. Basta, no obstante, para dar una idea de la estatua. Eliminemos de entrada un falso problema: no hay, en Siete Ciudades, ni Fortaleza, ni Castillo, ni Biblioteca; solamente rocas a las cuales la laterización y la erosión dieron formas sorprendentes. Todo lo demás es fantasía pura. El hecho de que el gigantesco conjunto así constituido sea extraño e impresionante no cambia nada al asunto. Por el contrario, tenemos derecho a preguntarnos si la situación es la misma en lo que atañe a las figuras animales y antropomórficas que hemos mencionado. La naturaleza tiene caprichos así, no lo ignoramos, y se conocen, en el mundo, más de un perfil humano y más de una silueta de animal esculpidos por ella en la ladera de alguna montaña. Sin embargo. el cálculo de probabilidades parece hacer muy aleatoria la posibilidad de que una decena de formas tan fáciles de reconocer hayan surgido, por casualidad, en el mismo lugar. La erosión, por lo demás, suele tener espaldas anchas. Si, dentro de mil años, se descubren en Yellowstone los rostros de los primeros presidentes de los Estados Unidos, que fueron tallados allá en la roca, nos decía en Rio de Janeiro el profesor André Selon, los geólogos no faltarán en afirmar que se trata de la obra del viento y de la lluvia y los legos se maravillarán que la naturaleza haya reproducido tan claramente los rasgos fisionómicos de Washington. La erosión puede, en efecto, modelar la piedra bruta, pero también deteriorar la piedra esculpida de mano de hombre, sobre todo si lo fue, como en Siete Ciudades, en una arenizca relativamente blanda. Esta segunda hipótesis parece ser la buena en el caso que nos ocupa. Veremos más adelante que las caras europeas de las estatuas que hemos mencionado responden demasiado bien a circunstancias sólidamente establecidas para ser debidas al azar. Si descubrimos en los flancos del Kilima Njaro un bloque de piedra que nos recuerde a Júpiter, pensaremos, lógicamente, que se trata de la obra incongrua de la naturaleza; pero tendremos muy buenas razones para ver en él una imagen debida a la mano de un escultor si el descubrimiento tiene lugar en las ruinas de un templo romano. Otro argumento, geológico éste, abunda en el mismo sentido. Miremos otra vez la estatua de Icaro (.foto 11). Notaremos que el borde de las alas y los de la piedra curva colocada en el centro de la figura, a la derecha, están tallados en ángulo recto, con aristas bien cor.- tadas. Ahora bien: la erosión roe; no corta. Su trabajo, por lo tanto, es siempre irregular. Mostramos esta foto a un escultor, a picapedreros y a un geólogo: fueron unánimes en asegurarnos, sin que ninguna duda esté permitida, que los ángulos en cuestión —y no son éstos los únicos, en Siete Ciudades— habían sido tallados de mano de hombre, con instrumentos de metal. Siete Ciudades constituye, pues, un conjunto natural, producto de la erosión, de rocas, algunas de las cuales fueron trabajadas por escultores imaginativos —uno solo, tal vez— cuya técnica era sumamente primitiva. Estos artistas eran blancos, como lo prueba el tipo físico de sus modelos. Pero no eran portugueses: el estado de la piedra muestra que la obra es anterior a la Conquista, no solo del Piauí, sino también del Brasil.
Posted on: Fri, 08 Nov 2013 22:25:55 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015