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Inicio » 80grados, Columnas, Recomendados Del derecho penal y la (sin)razón carcelaria por Gazir Sued | 15 de Noviembre de 2013 | 1:57 am – 3 Comments AC (por Gazir Sued) copy Fotos por: Gazir Sued Colaborad en una obra provechosa, hombres creativos y bien intencionados, ayudad a extirpar del mundo la idea del castigo, que por todas partes lo invade. Es la más peligrosa de las malas hierbas… -F. Nietzsche A una sociedad constituida moralmente con base en prejuicios y engaños milenarios, y ensimismada psicológicamente por los consuelos existenciales que se procura de ellos, resulta difícil advertirle sus errores y convencerla de la necesidad de enmendarlos radicalmente sin que se ofenda, se moleste o se espante; por más absurdos que sean o a pesar de los daños que ocasionen. El alto porcentaje de opositores al proyecto para despenalizar reguladamente la marihuana, incluso para usos medicinales, lo ejemplifica.1 La racionalidad penal dominante y la sinrazón carcelaria constituyen ejemplos aún más dramáticos, tanto por su perseverancia histórica como por su fuerte arraigo social y cultural. Todavía entrado el siglo XXI se cree de manera generalizada y profundamente obstinada que enjaular a seres humanos es una práctica justa y necesaria para el bienestar social y la seguridad. El asunto es complejo y las dificultades para abordarlo alternativamente se agravan tanto por los temores generalizados sobre la cuestión de la criminalidad y las inseguridades ciudadanas, como por la propaganda de las instituciones estatales para lidiar con ellas. El contenido de los reportajes diarios en los medios de comunicación también entorpece la entrada de un enfoque crítico y radicalmente alternativo; y la clase política isleña -salvo algunas excepciones individuales- aprovecha esta condición para engañar y manipular a la ciudadanía. Aunque la ignorancia generalizada sigue siendo la principal condición ideológica de su propia reproducción, no es por falta de información ni de educación formal que se imponen las resistencias a los cambios en las mentalidades punitivas y carcelarias dominantes en nuestra cultura. Así como el fenómeno de la prohibición y la guerra contra las drogas ilegalizadas, la cuestión criminal y la política carcelaria representan estabilidad económica y hasta negocios lucrativos a numerosos e influyentes sectores sociales, que incluso se benefician de la incidencia criminal tanto o más que los mismos criminales. Profesionales de la conducta y la salud humana; legisladores, jueces, fiscales y abogados; religiosos, maestros y profesores, políticos, comparten la misma ideología que legitima la pena de cárcel y se benefician de los negocios establecidos en torno a ella. Aunque por motivaciones de otro orden, hasta los propios confinados suelen consentir las razones de sus condenas… Así las cosas, poner bajo cuestionamiento crítico el valor social del encierro carcelario suele ser objeto de indiferencia y apatía, si no de mofa, en casi todos los circuitos intelectuales e institucionales de la Isla. Pero la pena de cárcel es más que un problema histórico y cultural, uno de índole política. Es decir, que nos compete a todos. La razón es obvia, pues nadie está exento de sus efectos psico-sociales y, en última instancia, todos participamos de su financiamiento. El arraigo cultural de las mentalidades punitivas y la consecuente lógica carcelera dominan la escena política en conjunto y no es de extrañar que se trate como un tabú en las esferas más influyentes en la producción de la opinión pública, desde los hogares, las escuelas y las iglesias, hasta las mediáticas, político-partidistas y legislativas. La cárcel es tenida como un bien social o un mal necesario, y es consentida como si se tratase de una cuestión natural e irremediable de toda formación social “civilizada”. Pero, ¿qué tal si no lo fuera? No existen plataformas institucionales de discusión bien informada y comprometida con una transformación radical en los modos en que nos pensamos como seres humanos, cómo nos valoramos y cómo nos protegemos de nosotros mismos, no solo de los asechos criminales, sino de nuestras propias pulsiones de crueldad y venganza, liberadas bajo las formas del derecho penal. El sistema de educación superior del Estado (público y privado), las escuelas de derecho y los programas universitarios de justicia criminal y criminología tratan superficialmente y de manera muy conservadora el tema de lo criminal; y las supuestas alternativas gubernamentales apenas sirven de desahogo inmediatista. Lejos de abordar críticamente las problemáticas relativas al discurso de lo criminal y las ramificaciones ideológicas del derecho penal, evocan paradigmas arcaicos y parchan la realidad con una sensación de seguridad virtualmente ilusoria e ingenua. Todavía nuestro código penal provee la fuerza de ley necesaria para enjaular a personas por delitos abstractos, morales o económicos, incluso por delitos sin víctimas. La población confinada suele ser objeto de graves e injustas estigmatizaciones, y a fin de cuentas, ni se reparan los daños a las víctimas ni existe evidencia científica que demuestre que sirve siquiera para amedrentar al penado o de disuasivo efectivo de ningún delito. Sin embargo, podemos sospechar una cierta satisfacción sádica en el poder de castigar y enjaular a las personas, aunque en realidad no se trate más que de un placer psicológico, el de creer que se hace justicia y sentir que la prisión garantiza la seguridad ciudadana. En algunos casos judiciales y en la cobertura de la prensa isleña de finales del siglo XIX, todavía bajo el dominio imperial español, se hacía referencia al estribillo “Odia el delito y compadece al delincuente”. La entrada de la penitenciaria estatal, conocida como Oso Blanco, construida durante las primeras décadas del siglo XX, tiene incrustado el mismo pensamiento. Aunque refleja la influencia de la reforma “humanista” del derecho penal, la pena de confinamiento nunca dejó de ser un suplicio existencial y la cárcel el lugar dispuesto para atormentar a los reos. Fuera del discurso de la Ley y sus paliativos retóricos, el odio al delito no se distingue del odio al delincuente, tanto más cuanto más aferrada la idea de que la pena es el modo idóneo de hacer justicia a la víctima, a la sociedad y al Estado; y que el encarcelamiento del delincuente garantiza algo más que una ilusión de seguridad y protección contra delitos futuros. Pero más aún, la compasión con el reo es un aforismo abstracto del desprecio a la vida de los confinados; una palabra suave para encubrir el sentimiento de venganza y la brutalidad de la pena… Algunos comentarios recientes sobre un artículo en que abogo en defensa del derecho al voto de los confinados,2 publicados por lectores en las redes sociales y medios informativos en la web, evidencian la crudeza de los prejuicios contra la población confinada, por el solo hecho de estar confinada; y asimismo, la ignorancia histórica del derecho penal y la función política de sus retóricas. Citaré textualmente algunos ejemplos anónimos: “El estigma se lo ponen ellos mismos… los presos son antisociales que decidieron romper la ley.”; “…no deben votar porque han perdido sus derechos básicos ciudadanos.”; “Se nota que no ha sido victima del crimen por el apoyo que le da a las cucarachas de los delincuentes…” No suelo responder a los comentarios de los lectores, a veces porque no tengo tiempo y lo lamento, o porque en ocasiones simplemente no vale la pena perderlo. Como sociólogo, sin embargo, debo considerarlos y analizarlos como expresiones de las mentalidades dominantes o marginales en nuestra época; y como educador, cultivar la esperanza de que, a pesar de las dificultades y por más frustrante que sea el trabajo, la razón debe imponerse sobre la ignorancia; y prevalecer la sensibilidad humanista sobre la crueldad humana, los prejuicios culturales y las violencias de la Ley. OSO BLANCO 1 (por Gazir Sued) (80gds) Breve historia del derecho a castigar3 A través de gran parte de la literatura occidental moderna relacionada a las temáticas de la Ley, la Justicia y el Derecho, el acto de castigar se ha consagrado como una práctica natural de toda sociedad civilizada; como parte esencial de la vida en sociedad; condición invariable de toda autoridad de gobierno y del poderío estatal en general. Incontables escritos han pretendido dar cuenta de esta práctica social milenaria. Infinidad de escritores se han hecho eco de las racionalidades que la soportan y que la mueven, hasta convertirla en una verdad de carácter fundacional para las formaciones sociales modernas. Incluso la han convertido en principio moral de la Civilización Occidental, en derecho inalienable y deber de los estados más diversos y los respectivos gobiernos que los rigen, en valor estratégico-político y garante de las ilusiones de seguridad en la vida cotidiana de la ciudadanía… Bajo las retóricas del “justo merecido”, el castigo se ha convertido en recurso socializador legítimo e indispensable, en dispositivo matriz de encuadramiento ideológico, control y regulación social. A los rituales de violencia disciplinaria y crueldad institucional que caracterizan las prácticas del derecho penal hasta le han asignado un valor emancipador, integral de las aspiraciones humanistas y democráticas modernas. Pero el castigo, por más inofensivo, bien intencionado y sutil que aparente o se pretenda, es siempre un acto de violencia, forzado y a la vez consentido (consciente o inconscientemente) de manera generalizada. Su objetivo explícito: disciplinar o enmendar el alma (la conciencia o la subjetividad) del castigado. Su finalidad psíquica e inconfesable por prudencia o hipocresía: la venganza. La misma racionalidad que hoy justifica el derecho penal en todas sus variaciones ha recorrido casi intacta las historias relacionadas a las justicias de la Ley, pero, contrariamente a los demás siglos que practicaron la violencia con negligencia –parafraseando a Emil Cioran- éste, más exigente, le aporta un deseo de purismo que honra a nuestra crueldad. La ley, inventada por antiguos legisladores y dada por la patria a los hombres –narraba Platón- obliga a gobernar y a dejarse gobernar según sus reglas, y si alguno se separa le castiga con el fin último de enderezar: es esta –concluye- la función misma de la ley. Según el filósofo griego, a todos debe persuadírseles de que: “…el que castiga con razón (no para saciar su crueldad), castiga, no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha sucedido deje de suceder, sino por las faltas que pueden sobrevenir, para que el culpable no reincida y sirva de ejemplo a los demás su castigo.” Desde la antigüedad hasta el presente, la Ley ordena y prohíbe, y lo hace en nombre de la ciudad entera (de Dios o de la Patria, del Estado, la Nación o el Imperio). Y si la persona no queda con-vencida o no siente miedo de sus justicias y desobedece, la maldición de la ley traería consigo la venganza de la Justicia, que es el castigo y el sufrimiento de la pena –decía Platón en Las leyes y en sus diálogos-: “y que los que no se enmienden sean castigados con la muerte o arrojados de la ciudad”. Castigar (condenar a muerte, desterrar o confiscar los bienes), es un bien cuando se hace justamente y un mal cuando se hace injustamente -hacía decir Platón a Sócrates en Gorgias­. De manera que el castigado –añade- cuando se le castiga sufre una acción justa. Así, para castigar a los malos es que se le da la fuerza a la ley, coincidiría el jurista romano Cicerón. Salvo algunas excepciones, la misma racionalidad se hizo extensiva invariablemente hasta el siglo XVIII. En su obra Leviatán, Thomas Hobbes representa los aires reformistas del derecho penal en clave “humanista”, insistiendo en que la ley debía prohibirse a sí misma que al castigar se infligiera pena alguna que no tuviera como designio corregir al ofensor o servir de guía a los demás: “…la finalidad del castigo no es la venganza y la descarga de la ira, sino el propósito de corregir tanto al ofensor como a los demás, estableciendo un ejemplo (…); los castigos más severos deben infligirse por aquellos crímenes que resultan más peligrosos para el común de las gentes…” Fuera de una que otra modulación retórica, la razón jurídico-penal a finales del siglo XIX no habría variado cualitativamente. Hasta mediados del siglo XX y a pesar de las contradicciones, el discurso legitimador del derecho estatal a castigar conservaría las consideraciones humanistas y se representaría a sí mismo como garante de sus objetivos protectores y reguladores, represivos y domesticadores. La legitimidad y autoridad del poder penal de la Ley, de modo similar a tiempos remotos, seguirían condicionadas por la fuerza superior que las posibilita. Su poderío seguiría manifestándose alternadamente entre la fuerza bruta y la razón sensible; en ocasiones imponiéndose mediante recursos de violencia física y psicológica; en otras, sin siquiera tener que recurrir a la mentira o la manipulación, a la seducción de la palabra o al temor de alguna amenaza abstracta. Puede, en fin y sin reservas, presentarse con sádica e irreverente honestidad: La Ley castiga porque ha sido violada, y su poder penal sirve en primer lugar para saciar su sed de venganza, no para enmendar los yerros morales del condenado ni satisfacer las demandas de justicia retributiva de la sociedad. Tampoco interesa cumplir de manera absoluta sus promesas correctivas. Al fin y al cabo, si la pena y el miedo que debiera generar amedrentaran o disuadieran efectivamente de la comisión de los delitos, y por sus efectos disminuyera dramáticamente la incidencia delictiva, ¿cuál sería el impacto socio-económico sobre quienes se sustentan de la eterna lucha contra el crimen, del derecho penal y el negocio carcelario? Por lo pronto, las mentalidades legislativas dominantes -en la esfera insular como a nivel federal- no solo continúan preservando leyes penales de antaño sino, además, produciendo nuevas leyes que, en última instancia, abonan a reproducir las condiciones de reproducción del sistema penal en conjunto, incluyendo la fabricación de nuevos sujetos criminales, objetos de sus intervenciones y, a la vez, consolidando el renglón de la economía isleña con base centrada en la preservación y ampliación de las instituciones penales… Racionalización del encarcelamiento El objetivo disciplinario, regulador y normalizador del Estado de Ley -por más que sus apologetas evadan admitirlo- no puede prescindir de su carácter represivo. Cualquier acto “fuera” de los límites trazados por la Ley seguiría siendo reprendido como ofensa y daño a la moral social y a la seguridad pública. Para ejercer con eficacia su poderío y lograr la efectividad de sus objetivos preventivos/disuasivos el Estado de Ley ha precisado encerrar a sus transgresores. Desde la antigüedad se castigaba para reivindicar la autoridad de la Ley y saciar la sed de venganza de las víctimas, hacer purgar los pecados del infractor y expiar sus almas corrompidas. En la era moderna lo mismo, pero sumado a saldar deudas con la “moral social”, cuya voluntad punitiva -se dice- aparece expresa de manera tácita en la Ley del Estado. Aunque la racionalidad punitiva es, quizás, tan antigua como la violencia misma, las cárceles, tal y como las conocemos no han sido siempre como son hoy. Se han adaptado a nuevos requerimientos sociales, según exigencias de orden histórico, político y económico. Según relata el criminólogo José M. Rico, el sistema penitenciario fue creado para remplazar, con una finalidad humanitaria, la pena capital, el exilio, la deportación y diversos castigos corporales. Las reformas decimonónicas del discurso carcelario convirtieron a la institución penal en una institución “social”, con los objetivos asignados de proteger la sociedad, modificar la psiquis de los reos y domesticar sus conductas delictivas y procurar su reinserción en la “libre comunidad”. La reforma penal humanista convirtió la cárcel en lugar de regeneración moral del confinado y a la vez hizo de la condena un beneficio de protección de la sociedad. El castigo “justo” o “merecido” al autor del delito y su rehabilitación, la protección de la sociedad y la prevención de la delincuencia, todo a lo que se dispone el Código Penal y la Constitución, es la justificación moderna de la pena de encierro. Qué racionalidad decide cuán humana y respetuosa de su dignidad puede ser considerada la práctica de enjaular a un ser humano como animal-no-humano es una de las paradojas morales irresueltas del discurso penal y constitucional moderno. Para el año 1787, la fiebre reformista se había propagado en los Estados Unidos. Relata el historiador Henry Bedau, que durante ese año, se recomendó la construcción de una penitenciaría (House of Reform) para que los criminales pudieran ser sacados de las calles y detenidos hasta que purgaran sus hábitos antisociales. El principio general de la penitenciaría era –según el penalista G. Mueller- que todo recluso necesita paz absoluta y quietud en su celda, sin compañía y sin hablar con nadie. Se esperaba –añade- que “se replegaría a su fuero interno y procuraría que su alma estuviera en paz con su Creador.” La tesis de la disuasión se apoya en el supuesto de que la amenaza de la pena puede tener una fuerza tal sobre el sujeto que le quite la voluntad de infringir las normas penales. El encierro –concluye Mueller-: “…permite al personal penitenciario trabajar con y sobre el infractor para liberarlo de aquellas fuerzas hasta entonces incontrolables que precipitaron su criminalidad, de modo que pueda volver a la sociedad convertido en un hombre más libre que antes, un hombre capaz de escoger el bien y evitar el mal.” Esta mentalidad, con algunas variaciones menores, prevalece de manera dominante y generalizada en las culturas democráticas y sus estados de Ley. A la humanización de las penas le siguió de cerca un progresivo auge de las políticas carcelarias. Las cárceles proliferaron vertiginosamente y con ellas las poblaciones confinadas. OSO BLANCO 3 (por Gazir Sued) copy Economía y política carcelaria contemporánea En el contexto estadounidense, la cifra de convictos para el año de 1985 era de 744,208; en 1995, la población confinada en los Estados Unidos ascendía a 1,585,586. En 1996, la plataforma política del Partido Demócrata hacía alarde de haber invertido cerca de $8 billones en fondos para ayudar a los estados a construir nuevas instalaciones carcelarias para que los “ofensores violentos” cumplieran completamente sus sentencias. El efecto inmediato de esta política penal de línea dura, paralelo a la multiplicación de nuevas ofensas penables por la ley e imposición de sentencias más severas, fue la progresiva multiplicación de la población confinada. Para 1998, el Departamento de Justicia calculaba que la población confinada ascendería a 1,800,000. Para 2009, la cifra de prisioneros ascendería a 2,293,157. A la fecha, con cerca de un 5% de la población mundial, Estados Unidos ya encarcelaba más del 20% de la población penal del mundo. En adición, cerca de tres millones de personas se encontraban cumpliendo sentencias fuera de la cárcel, en probatoria o en libertad bajo palabra. Para entonces, cerca de un cuarto del total de confinados en el mundo estaban encarcelados en los Estados Unidos. En 2010, aunque la población confinada descendió a 2,270,142, ya ocuparía el primer lugar entre las potencias carcelarias del mundo. La cifra actual de confinados ha disminuido relativamente, por consideraciones económicas-administrativas. La población actual es de 2,239,751, con un índice de 716 presos por cada 100 mil habitantes, según el Centro Internacional de Estudios Penitenciarios. Finalizando el año 2013, Estados Unidos todavía conserva su posición como el país más carcelero del planeta. Su vecino del norte, Canadá, ocupa la posición 135, con un índice de 114; y México, la posición 67, con 144 reos por cada cien mil habitantes. En el escenario local la realidad no es cualitativamente diferente. Para el año 1992, la población confinada en la Isla era 11,238; en 1998, 14, 876. A finales del 2000, el Departamento de Corrección y Rehabilitación informó la existencia de 14,780 confinados. Por consideraciones administrativas, la población isleña en cautiverio fue mermando paulatinamente. Para 2007 había registro de 13,215 confinados. Según el índice mundial de población encarcelada, Puerto Rico ocupa la posición número 30, con 311 presos por cada cien mil habitantes. La comparación con otros países del mundo es preocupante, si consideramos, por ejemplo, que la posición que ocupa la Isla es relativamente similar a la de los países independizados de la antigua Unión Soviética (Lituania, Ucrania, Eslovenia, Eslovaquia, etc.) El índice de encarcelamientos en Puerto Rico es mayor incluso que en países como Inglaterra, Francia, Italia y España. El contraste con los países del norte de Europa, cuando menos, debe avergonzarnos: Suecia ocupa la posición 180, con un índice de 67 confinados por cada cien mil habitantes; Holanda y Suiza con 82; Alemania con 80; Dinamarca con 68; Suecia con 67 y Finlandia con 58. En comparación con países latinoamericanos, considerando que presumimos de superioridad económica y estabilidad política por nuestra relación con los Estados Unidos, el panorama no es menos alarmante. Proporcionalmente, Puerto Rico encarcela más personas que cualquier otro país latinoamericano, con excepción de Cuba, que ocupa la quinta posición entre las potencias carcelarias del mundo. Colombia ocupa la posición 52; República Dominicana la 54 y Venezuela la 161, con un índice de 91 personas. El presupuesto anual asignado no ha variado significativamente durante las pasadas administraciones de gobierno, a pesar de la probada obsolescencia de las instituciones penales y la crisis económica generalizada en todo el país. Para el año fiscal 2011-12 el Departamento de Corrección y Rehabilitación (DCR) y las agencias adscritas (AC, AIJ, JLPB, OSAJ, CEAT y PSC) contaron con un presupuesto de $520,560,000 (Departamento de Corrección y Rehabilitación, “Memorial explicativo: presupuesto 2011-2012”). Cerca de $515 millones provinieron del fisco insular y más de $350 millones se usaron para cubrir los gastos de nóminas de los empleados de las agencias componentes del DCR. Más de $70 millones se destinaron a cubrir contratos de servicios con empresas privadas y cerca de $10 millones para cubrir los costos de psicólogos y otros servicios de salud. Según informes previos del DCR (2010) el gobierno insular gasta cerca de $80.00 diarios por cada confinado. Aproximadamente $40,000 al año por cada reo, en contraste a la inversión que hace el Estado para cada niño en el sistema de Educación Pública, que no excede los $4,000. La institución carcelaria sigue siendo residual anacrónico de las mentalidades que han dominado la sádica imaginería penal del Estado de Ley. El castigo no funciona. La severidad de las penas nada resuelve. La cárcel de nada sirve.4 No obstante, el actual secretario del DCR, el ex-juez José R. Negrón, ha hecho expresiones públicas alertando sobre una previsible escasez de espacios carcelarios para el año 2016. Su plan: estrechar los vínculos con el sector privado y construir nuevas cárceles. Su objetivo prioritario: rehabilitar a los confinados. Del mito al fraude rehabilitador La Constitución insular (Art.VI Secc.19) -vigente desde 1952- establece como política pública del Gobierno de Puerto Rico reglamentar las instituciones penales para que operen efectivamente de acuerdo a sus propósitos y, ajustadas a los recursos disponibles, provean el “tratamiento” adecuado de la población confinada, con el objetivo de viabilizar su rehabilitación moral y social. Desde entonces, la cuestión del problema carcelario ha centrado su atención en dilucidar sobre asuntos administrativos sin atender el problema de fondo. El más reciente informe de la Comisión de Derechos Civiles (CDC) reproduce los mismos entendidos y, a pesar de que reconoce y cita las críticas más radicales a la práctica y existencia de la institución penal-carcelaria, cede a la presión de las fuerzas políticas y legislativas más conservadoras, reivindicando la ideología carcelaria y legitimando sus funciones a pesar de su inoperancia y obsolescencia institucional. Según el CDC: “El objetivo del sistema carcelario no debe ser penalizar ni la exclusión social, sino por el contrario, debe promover y potenciar el desarrollo de las capacidades de los individuos que cumplen sentencia a través de la educación y la capacitación, con el fin de fomentar su reincorporación a la comunidad como personas productivas.”5 A tales fines, se hace eco de las regulaciones dispuestas por la ONU y vigentes desde 1955 y se limita a reciclar su filosofía política central: “El fin y justificación de las penas y medidas privativas de la libertad son, en definitiva, proteger a la sociedad contra el crimen.” Desde la década de los 50, la función asignada a la práctica de enjaular personas porque han violado las leyes es la “rehabilitación”. Es decir, someter a la población confinada a técnicas “terapéuticas” de reajuste psicológico y moldeamiento de personalidad, presumiendo que el problema del delito tiene su origen en la psiquis maltrecha o la moralidad pervertida del convicto. Aceptada la estigmatización institucional, la población confinada debe ser sometida a diversos programas de moldeamiento psicológico y subyugación moral, es decir, a lavado de cerebro. El objetivo -según la propaganda del negocio carcelario- es que el reo, una vez cumplido el tiempo de sentencia, pueda reinsertarse en la sociedad, desista de incurrir en actos criminales y ajuste su existencia a los modos de vida permitidos por la Ley. La premisa que sostiene este objetivo es que la experiencia carcelaria provee al confinado, a la par con una modulación anímica radical, las destrezas necesarias para conseguir empleo y ganarse la vida trabajando dentro del marco de la legalidad. El carácter fraudulento del discurso carcelario y su programa “rehabilitador” se devela, más que en sus marcadas deficiencias teóricas, en la propia evidencia estadística provista por las instituciones penales. El modelo rehabilitador es un eufemismo político para justificar la pena de cárcel por incumplimiento de la Ley. La premisa de que el origen de las prácticas delictivas está arraigado en la condición social de los convictos (pobreza y desempleo), es falsa. La alta tasa de desempleo en la Isla imposibilita el cumplimiento de las promesa rehabilitadora por excelencia. Además, la prevista reintegración del penado a la “libre comunidad” tampoco es posible de manera mecánica, y las razones son obvias. El reo es devuelto al mismo mundo del que fue abstraído, sin alteraciones sustanciales en el entorno social y abandonado, muy posiblemente, a sufrir las mismas condiciones de existencia que precedieron su cautiverio (pobreza, marginación y desempleo, por ejemplo). Con el agravante de que ahora lleva el estigma de ex-presidiario y nuestra cultura es muy dada a desconfiar de las virtudes rehabilitadoras del sistema penal y a discriminar contra su rehabilitado. El fracaso del proyecto “rehabilitador” también se evidencia en la alta incidencia de reincidentes. Según citan los medios al actual secretario del DCR, más del 53% de los confinados es reincidente. También es falsa la premisa de que los alegados problemas de conducta tienen sus raíces en la falta de educación formal de los confinados. Según se desprende del perfil actual de la población “correccional” sentenciada en las instituciones del DCR,6 más de la mitad de los reos “encuestados” tiene algún grado de escuela superior (10mo a 12mo), y cerca de un centenar tiene algún grado universitario. Los casos más graves, como los de los sentenciados por delitos contra la vida, un 47.96% (680) había completado el 12mo grado; el 56.69% (123) de los convictos por delitos contra la integridad corporal y el 54.50% (1,925) contra la propiedad tenían aprobado entre el 10mo y 12mo grado. Con 12mo grado se hallaba el 42.05% (1,128) de los confinados con delitos clasificados como otros. Además, al margen del perfil oficial (incompleto, parco y ambiguo por demás), es sabido que la mayor parte de las actividades criminales más dañinas a la sociedad las cometen personas bien educadas y con altos grados académicos (como los relativos a la corrupción y los delitos de cuello blanco), incluso dentro y bajo el protectorado de la Ley. Tal es el caso -por ejemplo- de sectores pertenecientes a la clase médica o rangos análogos (psiquiatras, trabajadores sociales, psicólogos) que se las han ingeniado para vivir y lucrarse del negocio de la rehabilitación a sabiendas de su carácter fraudulento. Paralelo a la anunciada impotencia del sistema de corrección para sufragar los costos de su inmenso aparato burocrático, las nóminas de sus funcionarios y los servicios privados, así como ante la alegada proliferación de la población confinada en el futuro próximo, el proyecto rehabilitador muestra su carácter fraudulento al integrar al modelo correccional a los sectores religiosos. Pero el hecho de que la mayor parte de la población encarcelada sea religiosa (la religión católica predomina con un 51.49% (2,189), le sigue la protestante con el 39.26% (1,669), según informe del DCR), viabiliza otras dimensiones del negocio carcelario y su programa rehabilitador. Mediante el adoctrinamiento de la población confinada en los preceptos de la fe cristiana, por ejemplo, se posibilita más que el arrepentimiento y la conversión espiritual de los reos, su constitución en peones serviles, amansados y adiestrados para ser explotada su fuerza laboral a cambio de remuneraciones económicas de carácter simbólico. No por casualidad, las empresas de ánimo lucrativo (estatales y privadas), incluyendo las religiosas, insisten en que el trabajo para los presos es una experiencia rehabilitadora (curadora y sanadora).7 Moraleja La preservación y anunciada proliferación de sectores sociales que subsisten económicamente en torno a las instituciones penales está condicionada, no solo por la aceptación irreflexiva de sus fundamentos sino, además, por mezquina conveniencia. El delito no tiene origen en el sujeto singular, sino en las definiciones estatales de lo criminal. Sabido es que la práctica de la abogacía –por ejemplo-, además de conferir un cierto “status social” es, sobre todo, un buen negocio. Y es que la delincuencia es una práctica social generalizada que, por demás, se ha convertido en ingreso financiero seguro de un sector poblacional creciente (profesionales de la conducta –psicólogos, criminólogos, trabajadores sociales, sociólogos; jueces, fiscales y demás personal judicial y penitenciario; policías, legisladores y funcionarios de gobierno, personas asociadas al inmenso mercado de tecnologías de vigilancia y seguridad; armas, rejas, candados, perros entrenados y entrenadores; o el enorme complejo de los medios de comunicación-mercadeo-publicidad de prejuicios y miedos; periodistas, escritores, profesores universitarios, etc.). No porque sean delincuentes, sino precisamente porque si el Estado no siguiera inventando delincuencias ¿de qué viviría toda esta gente? En fin, el crimen es un producto mercadeable, es manipulable como objeto de atención pública, consumidora de soluciones imaginarias así como de miedos reales y sus respectivas exageraciones. El negocio de la delincuencia resulta, pues, más lucrativo para estos sectores de la sociedad civil en la “libre comunidad” que para los propios delincuentes. A pesar de todo, quizás no exista un afuera absoluto de los dominios imperiales de la Ley. En tal caso, hágase, pues, una ley que imponga severas restricciones a la producción legislativa de penas carcelarias y elimínense del Código Penal sus absurdos, incoherencias y vicios; declárese inconstitucional el enjaulamiento caprichoso, insensible e insensato de seres humanos. Advertido el carácter fraudulento del negocio rehabilitador, condénese como persona non grata a sus promotores y beneficiarios; y reconocida la inutilidad social y obsolescencia de las instituciones carcelarias, declárense como estorbo público y clausúrense… ¿Cómo empezar a hacerlo? Ingeniándonosla para -como reza el epígrafe de Nietzsche- extirpar del mundo la idea del castigo y resistir las locuras que la animan.
Posted on: Fri, 15 Nov 2013 21:23:07 +0000

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