Inteligencia Legal "Michael Kohlhaas" de Heinrich von Kleist. - TopicsExpress



          

Inteligencia Legal "Michael Kohlhaas" de Heinrich von Kleist. (novela breve) A mediados del siglo XVI vivió en la ribera del Havel un tratante en caballerías llamado Michael Kohlhaas, hijo de maestro de escuela y uno de los hombres más rectos y a la vez más temibles de su tiempo. Hasta los treinta años hubiera podido este singular personaje dar el modelo de buen vecino. Poseía una granja en un lugar que aún lleva su nombre, en donde vivía plácidamente de su trabajo, educando los hijos que su esposa le había dado en el temor de Dios y en el sentido del trabajo y la lealtad; no había entre sus vecinos quien no se hubiera complacido en su bondad o en su rectitud; el mundo habría tenido, en suma, que celebrar su memoria, si no se hubiera él extraviado en el cultivo de una virtud. Mas el sentido de la justicia lo convirtió en bandido y asesino. En cierta ocasión, salía de su tierra brandenburguesa, con una recua de caballos relucientes y bien alimentados. Iba cavilando en qué aplicaría la ganancia que confiaba sacarles en los mercados adonde se dirigía: una parte, a guisa de buen amo, en procurar nuevas ganancias, pero otra también en gozar el presente. En esto llegó al Elba y junto a una majestuosa fortaleza, ya en territorio sajón, halló tendida en el camino una barrera con la que nunca había tropezado en aquella ruta. Se detuvo con los caballos en un instante que la lluvia comenzaba a arreciar, y llamó al guardián, quien a poco asomó por la ventana con cara de pocos amigos. El tratante le pidió que abriera. “¿Qué novedades son estas?” le preguntó, cuando al cabo de un buen rato salió aquél de la casa. “Privilegio de peaje –le contestó el aduanero mientras operaba en el cerrojo–, concedido al Junker Wenzel von Tronka”. “Vaya –dijo Kohlhaas–, ¿Wenzel se llama Junker?, y contempló el castillo, que dominaba el territorio con sus brillantes almenas. “¿Ha muerto el amo?”. “Una apoplejía acabó con él”, respondió el aduanero al alzar la barrera. “¡Pues lo lamento! –Replicó Kohlhaas–. Un anciano digno, que disfrutaba con el trajín y trasiego de las gentes, y ayudó cuanto pudo al comercio. En cierta ocasión que, camino ya del pueblo, se le partiera una pata a una de mis yeguas, llegó a construir él una calzada. ¡Bueno! ¿Cuánto os debo? preguntó, y penosamente extrajo de la capa que el viento azotaba la cantidad que le pidió el aduanero. “Que sí, buen hombre –le comentó aún, cuando el otro comenzó a rezongarle que se aligerara y a maldecir del tiempo–: tanto mejor hubiera sido para mí y para vos que ese tronco no se hubiera movido en el bosque donde estaba”; con lo que le dio el dinero y se dispuso a seguir camino. Pero, apenas había alcanzado la barrera, se oyó el vozarrón de otro hombre –“¡deténgase el chalán!”– desde la torre que quedaba detrás, y vio cómo el alcaide cerraba de golpe una ventana y venía corriendo hacia él. “¿Qué ocurrirá ahora?”, se preguntó Kohlhaas mientras detenía los caballos. Llegó el alcaide abrochándose un chaleco que le cubría un opulento cuerpo y le preguntó, ladeado para resguardarse del aguacero, si llevaba consigo las credenciales. “¿Credenciales?”, preguntó Kohlhaas. Algo perplejo le expresó que, por lo que sabía, no le constaba que llevara tal cosa; pero que, si le describían qué menester del amo era aquello, podía darse que casualmente fuera provisto de ellas. Mirándolo de través, le espetó el alcaide que sin permiso del Príncipe y sin las correspondientes credenciales no podían pasarse caballerías por la frontera. El tratante le aseguró que había atravesado hasta diecisiete veces la frontera sin aquellos papeles; que conocía muy bien todas las disposiciones del Príncipe tocantes a su negocio; que por fuerza había de tratarse de un error de los que hay que parar cuenta, y que tuviera la gentileza de dejar de entretenerlo con futilidades, que le quedaba aún una larga jornada por delante. Pero el alcaide le replicó que a la deciochena no se les volvería a escurrir, que con ese objeto acababa de dictarse la orden, y que o se le extendían en el acto las credenciales o tenía que volverse por donde había venido. El tratante, a quien ya le estaba empezando a enojar aquella extorsión, descendió, tras pararse a pensárselo, del caballo, se lo dio a un criado, y dijo que trataría del asunto con el mismo Junker de Tronka. Se dirigió al castillo; el alcaide lo siguió, rezongando todo el tiempo de los codiciosos tacaños y de lo útil que fuera sangrarlos, y, midiéndose mutuamente con la mirada, entraron ambos en la sala. Se dio el caso de que el Junker se encontraba con unos amigos en animada libación, y que un chascarrillo había hecho estallar una interminable risotada, cuando Kohlhaas se le acercó para presentarle su protesta. El Junker le preguntó qué quería; los caballeros callaron cuando advirtieron la presencia del desconocido; pero apenas hubo comenzado éste a exponer lo que sucedía con los caballos, el séquito exclamó: « ¿Caballos?, ¿dónde?», y se abalanzó a la ventana para verlos. No bien hubieron avistado la reluciente reata, se apresuraron todos, siguiendo la invitación del Junker, a bajar al patio. La lluvia había cesado. El alcaide, el mayordomo y los criados se unieron a ellos, y todos examinaron a los animales. El uno no dejaba de celebrar el alazán del lucero, el otro se deleitaba con el potro castaño, el tercero acariciaba al pío de las manchas azafranadas; todos coincidieron en que más parecían ciervos que caballos y que en el país no se criaban mejores. De buen humor, les contestó Kohlhaas que los caballos no habían de ser mejores que los señores que hubieran de montarlos, y les animó a comprar. El Junker, tentado por el alazán, llegó a pedirle el precio. Y el mayordomo le apuntó al amo que Comprara una pareja de caballos negros que, faltando como faltaban caballerías, bien podrían utilizarlos ellos en la hacienda. Pero, cuando el tratante dio los precios, los hallaron los nobles demasiado caros; el Junker incluso le advirtió que si seguía tasando así sus animales, habría de acabar yendo en busca del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda. Kohlhaas había advertido que el alcaide y el mayordomo no habían dejado de cuchichear y lanzar elocuentes miradas a los potros negros y, por una oscura presunción, no escatimó esfuerzos para que se quedaran con ellos. Al Junker le dijo: «Señor, esos potros moros los compré hace seis meses por 25 florines; dadme 30 y son vuestros». El Junker objetó que por el alazán sí estaba dispuesto a gastarse dinero, pero no por los moros, e hizo el ademán de retirarse. Kohlhaas replicó que quizá en otra ocasión en que pasase con caballos sí llegasen a algún trato; le presentó sus respetos y tomó las riendas de su cabalgadura para partir. En aquel momento, salió del grupo el alcaide, para decirle que ya sabía que sin credenciales no podía seguir viaje. Kohlhaas se volvió hacia el Junker y le preguntó si había algo de cierto en aquella disposición que tanto podía trastornar su oficio. Con la mirada turbada, respondió el Junker, mientras se retiraba: «Sí, Kohlhaas, tienes que sacar un pasaporte. Entiéndete con el alcaide y sigue tu camino». Kohlhaas le aseguró que no era su intención faltar a las ordenanzas que pudiera haber sobre tráfico de caballos; le prometió que no dejaría de adquirir la credencial en la cancillería de Dresden, cuando pasara por la ciudad, y le pidió que por esta vez lo dejara marchar, puesto que nada había sabido de aquel requisito. «¡Bien está! –dijo el Junker, puesto que volvía a llover y se estaba calando todo lo magro que era–: dejad pasar al gañán». El alcaide, dirigiéndose al Junker, opuso que como mínimo debería dejar algo en prenda, como garantía de que se procurara las credenciales. El Junker se detuvo en el portal del castillo. Kohlhaas preguntó que a ver a cuánto había de subir, en dinero o en especie, la prenda de los moros. Y entre dientes masculló el propio mayordomo que bien podría dejar los mismos caballos en prenda. «Desde luego –dijo el alcaide–, es lo más razonable; y una vez en posesión del pasaporte podrá llevárselos cuando guste.» Kohlhaas, confundido por lo insolente de la pretensión, le dijo al Junker, quien se había alzado aterido los tiros de la cota, que su propósito era precisamente vender los caballos. El de Tronka, para poner fin al asunto le gritó a su gente: «Si no quiere desprenderse de los caballos me lo volvéis a poner al otro lado de la barrera»; y se fue. El tratante, quien no dejó de ver que no le quedaba más remedio que ceder al atropello, decidió cumplir con lo que se le exigía. (...). No bien hubo llegado a Dresden, en cuyas afueras poseía una quinta desde donde llevaba su negocio a los pequeños mercados del lugar, se dirigió a la cancillería. Allí se enteró por los consejeros de lo que de sobra le había venido barruntando desde el principio: que la historia de las credenciales era pura invención. Kohlhaas, que pidió y obtuvo de los disgustados consejeros un documento que certificaba el desafuero, rió para sus adentros de la ocurrencia del magro Junker, aunque sin acabar de vislumbrar qué pretendiera. Y semanas más tarde, una vez vendida la partida que había llevado, regresó al castillo de Tronka. El alcaide dio la callada por respuesta a la vista del certificado de la cancillería y se limitó a decirle que bajara hasta donde estaban los caballos y se los llevara. Al atravesar el patio, empero, tuvo ya el disgusto de enterarse que a su criado le habían medido las costillas en aquel sitio y lo habían acabado expulsando del castillo a los pocos días de dejarlo allí, a causa de lo improcedente de sus modales, según decían. Al muchacho que le estaba informando le preguntó qué había hecho el otro y quién había cuidado mientras de los caballos, a lo que aquél sólo respondió que no Sabía. Acto seguido, y mientras el corazón comenzaba a anunciarle los peores presagios, le franqueó el establo donde tenía los animales. Cuál no sería su sorpresa cuando en lugar de los potros moros, lustrosos y robustos, halló un par de jamelgos secos y tristes; en la osamenta hubiera podido colgarse de todo, como en una espetera; las crines y el pelo, sin atención ni cuidados, estaban hechas un amasijo: ¡la vera efigie de la miseria en el reino animal! Los caballos le dedicaron lastimosamente un débil relincho y Kohlhaas, estremecido, preguntó qué les había sucedido. El muchacho que llevaba a su lado, contestó que no les había sucedido nada de particular; que los habían empleado un poco en el campo, porque habían faltado animales de tiro. Kohlhaas comenzó a renegar de aquel abuso ruin y abominable, pero, sabedor de su impotencia, se contuvo la ira y, como no cabía otro remedio, dio instrucciones para irse cuanto antes con los caballos de aquella cueva de ladrones, cuando en éstas apareció el alcaide, atraído por la discusión, para preguntar qué pasaba allí. « ¿Que qué pasa? – Respondió Kohlhaas–, ¿quién les ha dado permiso ni al Junker de Tronka ni a su gente para sacar al campo los caballos que yo le había dejado aquí?» Que a ver si lo que habían hecho era siquiera humano, añadió, e intentó espabilar a los extenuados animales de un fustazo, para demostrarle que no podían ni moverse. Después de contemplarlo con insolencia, respondió el alcaide: « ¡Hete el deslenguado! Como si no tuviera el granuja que darle gracias a Dios por haberse encontrado vivos los jamelgos» Novela breve del más singular romántico alemán es la mejor que se ha escrito sobre el espíritu de la ley y la sed de justicia. Basada en una historia verídica del siglo XVI y aparecida en 1811, Kafka dijo que no podía recordarla sin que le saltaran las lágrimas. sus páginas iniciales se consideran inaugurales del expresionismo y la modernidad; doscientos años después de escritas mantienen su actualidad y urgencia.
Posted on: Sun, 21 Jul 2013 02:24:23 +0000

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