Justin I Todos están hablando de Justin Bieber. El sábado, - TopicsExpress



          

Justin I Todos están hablando de Justin Bieber. El sábado, cuando viajaba de mi casa a la terminal de Lobos Bus, el taxista me contó que había llevado a una mamá con su hija, a River, a las siete de la mañana. Iban a acampar, me dijo después. Yo agradecí para adentro huir de Buenos Aires con tanto evento en la ciudad. Justin Bieber, Creamfields, y algo más que el taxista sumó a la lista pero ya no me acuerdo. El viernes, había evitado ir a cobrar cerca del Faena, solamente para no toparme con las Believers. Pobres, las Believers. Creyentes. Feligresas del Dios Justin Bieber. Es fea la situación, fea de muchas maneras. Me da bastante pena. Me da pena él, porque no hace falta ser brillante ni militante del psicoanálisis (ni siquiera de la interpretación fácil), para entender que es un chico con problemas. Problemas obvios y sencillos de comprender. Vacío y lleno a la vez. Dicen que la otra cara del vacío es el exceso. La turba desbocada de chicas y chicos, las Believers, que sienten esa marabunta de sensaciones orgásmicas ante la sola posibilidad de verlo asomarse por una ventanita, en miniatura, encapuchado y con los ojos en cualquier lugar, también me da pena. No podría explicar por qué. Lejos de darme gracia, me angustia ese sinsentido. Hace algunos meses, frené un zapping frenético en un documental de Justin Bieber. Me sorprendió la necesidad de vender, además de todo lo que se vende en su nombre, un homenaje en vida de un chico de apenas dieciséis años. La película iba dirigida al público emotivo y tenía todos los ingredientes y estímulos necesarios para hacerlo llorar. Yo pertenezco a ese tipo de público, el público del llanto fácil. El germen de la lágrima empieza a gestarse cuando la pantalla muestra al nenito de cuatro o cinco años percutiendo objetos en la cocina de su casa; pero haciendo música, cantando, no jugando. Se macera entre idas y vueltas de Canadá a Estados Unidos, con rechazos descorazonadores de productores mala pata que no supieron verlo venir. Y estalla en llanto con la gran pegada en el país de las grandes pegadas. El chico va creciendo con un objetivo claro y único: pegarla. Hasta que, casi mágicamente, por obra y gracia de un aparato diseñado y construido para la gran pegada, se produce el salto. No, de ninguna manera, fue obra y gracia de la cara angelical del nenito que ya tendría unos doce o trece y rasgos perfectos. Entonces salta, y sale a girar por el país que lo hizo saltar, y le grita al mundo NEVER SAY NEVER. Al mundo y, especialmente, a los productores mala pata que no supieron verlo venir. El chico no para, no descansa, se siente Dios. Pero como el señor que pensó en el documental perfecto, entendió que es muy pretencioso venderlo como un Dios, se ocupó de mostrarlo enfermo, estresado, con la voz cascada por el cansancio, a punto de cancelar el show más importante, pero respetuoso de los doctores que lo cuidaban con devoción. Entonces, otra vez, la mística: la voz intacta, el estadio venido abajo y el nene cantando y bailando como nunca. Pero el director se descuidó. Mientras el chico lloraba de emoción al final del show, la cámara paseaba por el perchero exclusivo de trajecitos composé, todos iguales, pero de distintos colores. Muchos de cada uno. Confieso: quise tener un perchero así. Con todo lo muy lindo repetido en diferentes colores. El sector de las gorritas con visera merecería un párrafo aparte, pero no lo voy a escribir porque no me quiero desviar. Lo del estrés es lo único que me creo. Lo del chico llorando porque no quería defraudar a su público también, las Beleavers, la masa de creyentes que construyen al mito, al Santo, a fuerza de entretejer suspiros, lágrimas y gritos. La única parte que no me cierra, que nunca cierra, es la preocupación del entorno, el falso cuidado. Y hace unos días, el chico, ya con diecinueve años pero chico al fin, intentó la proeza de salir ileso de la noche porteña. Pasaron varios años desde el NEVER SAY NEVERA, tantos que el chico ya no confía en su propio eslogan. Pero el entorno, el que no se preocupa por él como sí se preocupa por no parar la máquina que, sólo el chico, gastado, muy gastado, puede pedalear, lo conecta a una bolsita de suero y medicinas durante seis horas para desintoxicarlo. Y lo empuja al escenario de River con la química del cuerpo en cualquier lugar, como sus ojos, cuando mira a las Beleavers a través de una ventanita, en miniatura. Puedo imaginarme a un pibito ahogado por un pulpo hecho de productores, managers, sponsors, papá y mamá, fans, guardaespaldas, fotógrafos, paparazzis, él mismo. Trato de fantasear en una salida y sólo se me ocurre un cohete espacial. El cohete Justin I.
Posted on: Wed, 13 Nov 2013 01:32:51 +0000

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