Juzgar por las apariencias ¡Señor! ¡Señor! ¿Cuándo - TopicsExpress



          

Juzgar por las apariencias ¡Señor! ¡Señor! ¿Cuándo llegará el día que pueda dejar este valle de amargura? Tengo miedo de permanecer en la Tierra. El espejismo de las experiencias sociales me oculta los abismos del crimen, y temo caer. Cuando un ser desconocido se postra ante mí, y me cuenta su historia, siento frío en el alma y exclamo con angustia: ¡Otro secreto más! ¡Otra nueva responsabilidad sobre las muchísimas que me abruman! ¿Soy yo acaso perfecto? ¿Tengo más luz que los otros para que así me obliguen a servir de guía a unos cuantos ciegos de entendimiento? ¿Por qué esa distinción? Si yo he sentido como ellos, si yo he tenido mis pasiones más o menos comprimidas, si yo me he visto precisado a huir del contacto del mundo para que mi corazón cesara de latir. ¿Por qué este empeño en querer que la frágil arcilla sea fuerte como las rocas de granito? ¡Pueblos ignorantes que vivís entregados a la voluntad de algunos míseros pecadores! ¡No sé quiénes son más dignos de compasión, si vosotros, que os engañáis creyéndoos grandes, o nosotros, que nos vemos pequeños! ¡Señor! ¡Señor! ¿Por qué habré nacido en la casta sacerdotal? ¿Por qué me has obligado a guiar pobres ovejas si no puedo guiarme a mí mismo?… ¡Señor! ¡Tú debes tener otras moradas, porque en la Tierra se asfixia el alma pensadora al ver tanta miseria, tanta hipocresía! Yo quiero ir por buen camino y en todos los senderos encuentro precipicios para caer en ellos. ¡OH, el sacerdote! El sacerdote debe ser sabio, prudente, observador, recto en su criterio, misericordioso en su justicia, severo y clemente, juez y parte a la vez. ¿Y qué somos en realidad? Hombres falibles, débiles y pequeños. Mis compañeros me abandonan porque no me quiero proclamar como ellos impecable. Dicen que defraudo los intereses de la iglesia. ¿Y acaso la iglesia necesita los bienes de la Tierra? ¿Necesitará la iglesia de Dios los míseros dones de los hijos del pecado? En el templo del Eterno no hacen falta las ofrendas de metales corruptibles. Con el incienso de las buenas obras de las almas grandes, se perfuman los ámbitos inmensos de la Basílica de la Creación. ¡Señor, inspírame! Si voy por mal camino, apiádate de mí, porque mi único deseo es adorarte en la Tierra amando y protegiendo a mis semejantes y seguirte amando en otros mundos donde las almas estén por sus virtudes más cerca de ti. Estoy aturdido, la reprobación general se levanta contra mí. Sólo dos seres me bendicen en esta ocasión. ¡Perdóname, Señor, si he sido culpable! Pero…, ¿a qué dudar? ¡Si tú estás conmigo! ¡Si tú eres la verdad misma! ¿Cómo has de tolerar el error? Tú no quieres templos de piedra, porque tú tienes tu templo en la conciencia del hombre! Por mí no te has erigido una soberbia abadía donde unas cuantas mujeres hubieran rezado por costumbre, y algunas de ellas te hubiesen acusado de injusto porque en tu nombre las había sacrificado en lo más hermoso de su juventud. ¡Conventos!, ¡conventos!, ¡antesalas de los sepulcros! ¡En vuestros claustros se vive sin vivir… y Dios creó la Tierra para todos sus hijos! Yo recuerdo mi infancia, veo en mi mente a los monjes silenciosos, ¡cadáveres galvanizados!, ¡momias insepultas!, y siento frío en el alma, ¡mucho frío!… En los conventos, si se cumple con lo que prescribe la orden monástica, se vive contrariando la ley natural. Y si se quebrantan los votos, ¿a qué engañar al mundo y faltar al juramento contraído? Nunca prometa el hombre más que aquello que racionalmente pueda cumplir. Mi cabeza arde. Las ideas, en violenta ebullición, parece que quieren romper el estrecho molde de mi cerebro. Yo necesito verme, necesito ver trazado en el papel de mi pensamiento, y tú, manuscrito querido, serás mi confidente. Yo te diré por qué sufro, yo te contaré cómo en el retiro de mi aldea me persiguen las luchas de la vida. Hace veinte años me vinieron a buscar para confesar a un noble joven, el opulento barón de G., que estaba próximo a morir. Cuando entré en el aposento del moribundo, una dama ricamente vestida estaba arrodillada al pie del lecho. El enfermo, al verme, dijo con voz imperiosa: -Salid, señora. Y cuando quedamos solos descargó su conciencia, diciéndome finalmente: -No lo puedo jurar, pero estoy casi seguro de que muero envenenado, y creo que mi mujer es la autora del crimen. Dejo una hija, que no sé si es mi hija, pero…, lo hecho, hecho está. No quiero escándalos después de mi muerte, porque en todo caso Dios me vengará, ni quiero desheredar a una criatura que no sé si algún lazo la une a mí, y que de un modo u otro es inocente. ¡Dios tenga misericordia de la víctima y de los asesinos! Y expiró en mis brazos aquel desgraciado, que murió dudando, sin atreverse a condenar. Su joven viuda demostró un dolor extremado, y gastó cuantiosas sumas en lujosos y repetidos funerales. Algún tiempo después contrajo nuevas nupcias, sin que por esto dejase de celebrar todos los años exequias en memoria de su primer esposo. Venía con frecuencia a oír la misa que yo celebraba, cuando los pájaros dicen ¡glorificado sea el Señor!, y se quedaba sola rezando con fervorosa devoción. En particular, en el verano no faltaba ni un solo día a la misa de alba, pues vivía cerca de mi aldea, en una quinta magnífica. Su hija mayor recibió de mis manos, por primera vez, el pan de la vida. Y siempre que veía a aquella niña me acordaba de la confesión de su padre. La inocente Raquel me daba lástima, porque en sus infantiles confesiones se quejaba de que su madre no le demostraba ningún cariño, y ella, ofendida, tampoco la podía querer. Yo, que siempre he sido opuesto a recibir la confesión de nadie, de la madre de Raquel, de la baronesa de G…, deseaba escuchar su historia. Mi corazón presentía algo terrible en aquella mujer. Para el mundo era un modelo de virtudes, y poco a poco llegó a hacerse tan devota, que pasaba horas y horas en la iglesia de mi aldea. Raquel fue creciendo, y la pobre joven vivía completamente sola. La infeliz se lamentaba de que su madre no la quería, y que había momentos que al reñirla le decía que la odiaba, y sus hermanos, siguiendo su ejemplo, también la trataban mal. Y sólo el esposo de su madre era el único que se mostraba cariñoso con ella. Pero era un hombre de carácter débil, dominado en absoluto por su esposa, y Raquel era en resumen la víctima de todos ellos. Mas como para todos los seres hay un día de sol, Raquel vino un día a decirme que amaba y era amada. Un joven escultor le había pedido que se uniese a él con el lazo del matrimonio. Mas ella temblaba de que su madre se enterase, pues según tenía entendido, la destinaban para ser esposa de Dios, y ella prefería la muerte antes que entrar en el claustro. Que me pedía amparo para no ser sacrificada, y que su fortuna la cedería a su madre con tal de que la dejasen unirse al elegido de su corazón. Es obligación del más fuerte ser protector del más débil, y yo le prometí a Raquel salvarla de la celada que según ella le estaban preparando. No eran infundadas sus sospechas. Pronto cundió la voz de que la ejemplar baronesa de G… iba a reedificar una antiquísima abadía, y una de las novicias de la nueva comunidad sería la primogénita de la devotísima fundadora. Al saber la noticia, escribí a la baronesa pidiéndole una entrevista en la rectoría, y ella acudió prontamente a ver lo que yo deseaba. Quizá por vez primera miré fijamente a una mujer, pero a ella la miré para leer en sus ojos lo que pasaba en su corazón. Su extremada devoción, no la creía que fuese resultado de un gran fervor religioso, y desgraciadamente no me equivoqué. Cuando llegó a la iglesia la hice subir a mi despacho, la invité a sentarse, me senté frente a ella, y le dije: -Siempre he huido de recibir confesiones de nadie. Pero la fuerza de las circunstancias me obligan hoy a pediros en nombre de la religión que profeso, en nombre del Crucificado, que hagáis conmigo una confesión. -No vengo preparada para semejante acto -contestó la baronesa con cierta turbación-, puesto que no he hecho examen de conciencia. -No es necesario, señora, ésas son puras fórmulas: para que un pecador diga lo que siente, no necesita más que buena voluntad. Tiene cada cual suficiente memoria para acordarse de todos los desaciertos que ha cometido en su vida. La baronesa palideció, ahogó un suspiro y no me contestó, y yo proseguí diciendo: -Sé que vais a reedificar la arruinada abadía de Santa Isabel. -Es cierto -contestó ella-. Quiero que la juventud tenga un nuevo albergue para huir de las tentaciones del mundo. -Y dicen que vuestra hija Raquel será una de las novicias de la nueva comunidad. -Sí, porque en ninguna parte estará mejor que allí. -¿Y habéis consultado su voluntad? -Los hijos bien educados tienen la obligación de querer lo que quieren sus padres. -Siempre que no se contraríen sus inclinaciones particulares, y que su organismo y su temperamento puedan adaptarse al género de vida que se le quiere imponer. Y lo que es Raquel, niña débil y enfermiza, si se la encierra en un convento pronto entregará su alma al Creador. -¿Usted lo cree así? No me parece que sea tan delicada, y crea usted que le hace falta la sujeción de un convento. -Pues yo creo que Raquel es una sensitiva, y por esto he querido hablar con usted, porque tengo obligación sagrada de velar por ella: que si usted es madre de su cuerpo, yo soy el guía de su alma. Yo puse en sus labios el pan de la vida espiritual, yo le he hablado de Dios, y soy el confidente de sus angelicales secretos, y sé que el alma de esa niña no sirve para la clausura. -Pues yo, se puede decir -replicó la baronesa con acento contrariado-, que desde que ella nació hice voto que no fuera para el mundo, y el voto que se hace es necesario cumplirlo. -Pero ese voto no es válido, señora. Usted le prometió a Dios un ser que no le pertenecía, porque usted no sabía lo que mañana pensaría su hija, y Dios no quiere el sacrificio de sus hijos. Dios quiere únicamente su felicidad. -¿Y qué más felicidad que servirle y amarle? -¿Y no se le puede servir y amar en todos los parajes de la Tierra, sin esclavizar a una pobre joven que necesita, como las flores, el sol y el aire para vivir? -No parece usted sacerdote-replicó ella con cierto enojo.-¿Por qué no parezco sacerdote? ¿Porque no trato de explotar la devoción de usted y me opongo a que levante la abadía, y principalmente a que Raquel forme parte de la comunidad? Porque sé muy bien que el alma de esa niña no ha nacido para la aridez de un claustro. Es dulce, es cariñosa, es expansiva, es un ser que Dios ha destinado para ser un modelo entre las madres de familia. -Pues yo la consagraré a Dios, y a Dios sólo servirá. En aquel momento no sé que pasó por mí: me sentí crecer, me sentí revestido de cierto poder espiritual, me creí en aquellos instantes un enviado de Dios, no sé qué ángel me inspiró. Pero una fuerza extraña, una potencia desconocida transfiguró mi ser. Dejé de ser en aquellos instantes el paciente y sufrido pastor que sonreía siempre al ver las travesuras de sus ovejas. Sentí latir mis sienes con violencia inusitada. Parecía que una mano de fuego se apoyaba en mi frente. En mis oídos zumbaban mil palabras confusas e incoherentes. Extendí mi diestra, me levanté poseído de un terror y un espanto inexplicable, me pareció ver sombras de novicias que huían a la desbandada. Me acerqué a la baronesa, apoyé mi mano en su hombro, y con una voz hueca que parecía el eco del sepulcro, le dije: -Escuchad a un ministro de Dios, y, ¡ay de vos si os atrevéis a mentir! Ella me miró, y no sé qué leería en mis ojos que tuvo que bajar los suyos, diciendo con voz turbada: -¿Qué queréis? ¡Me causáis miedo!… Y la infeliz pecadora comenzó a temblar. -No temáis-le dije-.Yo no quiero más que vuestro bien, o mejor dicho, no sé quién lo quiere. Porque alguien murmura a mi oído lo que os voy a decir. Vuestra devoción, vuestro misticismo, vuestro fervor religioso, tiene una base. ¿Sabéis cuál es? -¿Cuál? -dijo ella con voz ahogada. -¡El remordimiento! -¿Qué decís? -balbuceó temblando. -Lo repito-repliqué con voz profundamente intencionada-. La causa de vuestro fanatismo religioso es el remordimiento. Hace veinte años recibí la última confesión de vuestro esposo, y vuestro esposo, escuchadme bien, señora, no perdáis ni un acento de mis palabras, el moribundo me confió el nombre de un asesino. ¿Me entendéis? ¡Lo sabía todo!…, ¡todo!, ¡hasta el menor detalle! Ella me miró, leyó en mis ojos su nombre y perdió el sentido, pero mi diestra tocó su frente, y mi voz profética (en aquellos instantes), le dijo con vigorosa entonación: “¡Despierta!” Y aquella desgraciada abrió los ojos con espanto y quiso postrarse a mis pies, pero yo la detuve, diciendo: -Escucha. Sé tu historia, y he seguido paso a paso la espinosa senda de tu vida. Te casaste más tarde con el cómplice de tu crimen. Raquel, como fruto de tu primera falta, te ha recordado constantemente una parte de tus desaciertos. Tus otros hijos, nacidos en legítimo matrimonio, no te han causado remordimiento, pero esa pobre niña que lleva un apellido (que no es suyo) te atormenta sin duda, quizá ves la sombra del muerto que te persigue donde quiera, y piensas aplacar su ira mandando celebrar misas a su memoria, y ahora quieres levantar un convento con la dote usurpada de Raquel, y quieres encerrar lejos de ti a esa niña inocente, para no ver constantemente el fruto de tu primera falta. ¿Y crees que con esos actos de falsa devoción Dios te perdonará? No, podrás engañar a los hombres de la Tierra, podrán los ilusos tenerte por santa, pero para Dios no sirven las comedias religiosas. No cometas un nuevo sacrilegio, no sacrifiques a Raquel. Ella ama y es amada, déjala ser la esposa de un hombre, que Dios ya tiene por esposa a la Creación. Ella quiso hablar, pero yo la detuve, diciendo: -No te sinceres, todo es inútil. Leo tu vida pasada en el libro de tus ojos. No hay más que verte para sentir por ti una profunda compasión. Tienes cuanto hace falta para ser di choza. Y sin embargo, una vejez prematura afea tu cuerpo, y siempre que te he visto arrodillada en el templo te he compadecido, porque por un momento de extravío llevas una vida de martirio. Cada día quieres ser más devota, sin duda porque cada día te reconoces más culpable. Haz lo que Dios te ordena, accede al casamiento de Raquel, y su pingüe fortuna empléala en levantar un hospital y en socorrer a un centenar de familias pobres. Ella te la cederá gustosamente, y así harás dos buenas obras. Emplearás a un ser inocente que no tiene más delito que recordarte tu primera caída. Ella me miró y no supo qué contestar. Se levantó y volvió a caer en su asiento, queriendo ahogar sus sollozos, pero yo le dije: -¡Llora, pobre mujer! ¡Llora! Que con lágrimas rezan los que como tú olvidaron el quinto mandamiento. Entonces aquella mujer dio rienda suelta a su llanto, y yo la dejé llorar libremente, diciendo al fin: -Juradme que haréis lo que os he pedido. -Juradme vos que rogaréis por mí -replicó ella con abatimiento -Vuestras buenas obras serán la mejor oración, señora. Pero hablad, no temáis. Habéis callado veinte años y vuestro silencio es vuestro verdugo. ¿No es verdad que sufrís? ¿No es verdad que vuestras oraciones no consiguen llevar la calma a vuestro corazón? -No, padre, no. Cuanto habéis dicho me sucede. Él vive conmigo. Raquel me asesina. Ella, cuando nació, me inspiró lo que no quiero recordar. Cuando él la acariciaba, y de pronto la apartaba de sí, no sé lo que yo entonces sufría, y cuando él la miraba con íntima ternura, entonces…, sufría más todavía. Y cuán cierto es que la mujer caída sólo se levanta para caer de nuevo, y caí…, al abismo del crimen… Después, cuando la bendición del sacerdote me unió a mi nuevo esposo, creí que descansaría, pero he esperado en vano, y si he de ceros franca, en nada creo, porque la religión no me consuela. Pero tengo miedo, y me pierdo en el caos de la duda. -Y pasáis por ser la más devota de esta comarca. ¡Lo que es juzgar por las apariencias! Os lo repito, no consuméis vuestra inicua obra sacrificando a un ser inocente. -Pensad, padre, que Raquel es hija del pecado. -Si a esto vamos, todos vuestros hijos lo son, señora. ¿Pensáis que vuestro matrimonio es válido ante Dios? Si habéis recibido por pura fórmula la bendición de un hombre, las uniones sacrílegas nunca las bendice Dios. -Los libros sagrados dicen que las faltas de los padres caerán sobre los hijos hasta la cuarta y quinta generación. -Y la razón natural también comprende que el ser inocente está libre de la herencia del pecado. Dejad a vuestros pobres hijos que cada uno escriba su historia, y no aumentéis vuestra culpa sacrificando a Raquel. Ella me prometió que cumpliría mi deseo y lo cumplió. Con la condición que Raquel cediera su fortuna en beneficio de los pobres en caso de no querer profesar. Raquel, aconsejada por mí, accedió contentísima, y sonriendo de felicidad me presentó al amado de su alma, diciéndome dulcemente: -¡Bendecidnos, señor! Yo les bendije con toda mi fe, y con todo mi amor, y estreché contra mi corazón a la joven pareja que por un milagro pude salvar de una desgracia cierta. La baronesa repartió la dote de su hija entre levantar un pequeño hospital y auxiliar a cien familias. Este rasgo la santificó a -.los ojos del mundo. Todos dicen que es una santa, pasa más tiempo en la iglesia que en su casa, y como las palabras vuelan, dicen que yo la hice desistir del plan de levantar la abadía, y que yo apadriné la unión de Raquel con el amado de su corazón. Y que por lo tanto yo le he quitado a la iglesia una casa de salvación, y si ayer me odiaban algunos de mis compañeros, hoy…, si me pudieran hacer desaparecer me harían emprender un viaje a la eternidad. Y las recriminaciones llueven sobre mí, y me dicen qué soy un mal sacerdote, que pienso más en las cosas de la Tierra que en los intereses del cielo. Que soy un pastor descuidado, que dejo que se descarríen mis ovejas. Y yo, Señor, hay momentos que dudo de mí mismo, pero luego reflexiono y digo: ¿Qué hubiera sido mejor, levantar el convento y hacer entrar en él a una pobre niña que ha vivido muriendo, y en el momento de sonreír, en el bendito instante de ser dichosa, arrebatarle violentamente su felicidad y enterrarla en un claustro donde hubiera acabado de morir maldiciendo una religión que le había condenado al martirio, y le había dicho: muere porque esta es mi voluntad? ¿Qué será mejor, repito, destruir las creencias de mi alma joven y confiada, o cooperar a su dicha uniéndola al hombre que la adoraba creando una familia feliz? ¡Bastantes casas de reclusión hay ya! ¡Muchas, innumerables son las víctimas de las tiranías religiosas! ¡Feliz yo si he podido arrebatar una mártir del lugar del sacrificio! No me importa que me señalen con el dedo, y que digan que mis consejos apartan de la buena senda a los siervos del Señor. Si en Dios todo es verdad, no le debemos ofrecer mentidas adoraciones. Conságrese a la penitencia el alma lacerada que verdaderamente necesite del aislamiento para pensar en Dios. Pero la mujer joven, la que ama y es amada, forme el sagrado altar de la familia y enseñe a sus tiernos hijos a bendecir a Dios. ¡Señor! ¡Señor! Dicen que he quitado una casa a tu iglesia, pero yo creo que he aumentado tu propiedad, porque ha entrado tu gracia en las chozas de los infelices que han recibido una cuantiosa limosna en tu nombre. Y los enfermos, y los cansados caminantes, y los pobres niños que se encuentren rendidos de fatiga, y al llegar a esta aldea hallen piadosa hospitalidad en el benéfico asilo de los desamparados, ¿no es ésta tu verdadera casa, Señor? Tu casa es donde el hambriento y el sediento calman su hambre y su sed. Donde el desnudo encuentra abrigo. Donde el atribulado halla consuelo. Donde el espíritu errante recibe útil consejo. Esta es la verdadera casa del Señor, donde se haga el bien por el bien mismo. No hace falta levantar casas para rezar rutinariamente. Que para rezar con el alma todos los parajes son buenos, siempre que el hombre eleve su pensamiento a Dios. ¡Perdóname, Señor! Tú lees en mi mente, ¡todos me acusan! En el tribunal de la Tierra soy juzgado como un mal sacerdote. Mas tú eres la verdad misma, y yo quiero que los hombres te adoren en espíritu y en verdad. Extraído del libro ” Memoria del Padre German” Amalia Domingo Soler
Posted on: Thu, 24 Oct 2013 13:48:27 +0000

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