LA POLACA Gracias a los buenos oficios de mi querida amiga - TopicsExpress



          

LA POLACA Gracias a los buenos oficios de mi querida amiga Ainhoa, he pasado la Semana Grande de Bilbao con la polaca. La polaca, que no necesita nombre (lo tiene impronunciable e inescribible), es un ángel que me ha caído del cielo a destiempo. Pero yo agradezco este destiempo que me desaloja de edades y cansancios. Que, uno, ya es lo único que tiene con algo de valor, y, por eso, la polaca me revaloriza. BILBAO no parece Bilbao con una polaca al lado. En Bilbao, mirando a los ojos de una polaca, parece como que uno está en Varsovia, por ejemplo. Y, si te asomas a la Ría, sólo ves el Vístula y no la desaparecida negritud antaña de óxidos y demás residuos ferreos. Bilbao, quiero decir, ya no es Bilbao habiendo una polaca de por medio. Antes, las que paseaban la Ría, eran las de Santurce, bajando las sardinas por entre astilleros y hombres metalúrgicos. De aquellas ya sólo nos queda la Carola. Hoy, a parte de las locales, claro, a las que no se puede ni debe desmerecer, sólo hay británicas, francesas, alguna japonesa de siempre y la polaca que ha venido a perfeccionar, mira tú por dónde, mi español. Ninguna trae sardinas, obviamente, pero sí sus cámaras, sus ojos azules, sus sonrisas, sus ganas de ver y mirar y aprehender, sus raros apellidos, su propio estilo foráneo y su saber caminar sobre tacones de vértigo. Tacones finísimos como agujas de coser pasiones. Lo cual que ya empienzan a provocar desde el suelo mismo. LA HISTORIA de la polaca es la historia de su país, sólo que al revés. Porque es ella la que ha venido a invadir, a invadirme con todas sus armas de mujer, que son muchas y sublimes. La polaca, además, me certifica historia, la de su país, y me la enseña como dándome una pátina de brillo cultural sobre mi oxidada ignorancia. Nunca es tarde para aprender (o recordar) por qué los alemanes invadieron Polonia. Una noche con la polaca equivale a todos los libros de historia que uno ha leído sobre la invasión, que, por otra parte, tampoco han sido tantos. Amando a la polaca, entiendes el porqué de la atración de Polonia sobre los alemanes. Y es que ocurre que en Polonia, lo que mayormente hay, son polacas. Los alemanes, como cualquiera con dos dedos de frente y ojos en la cara, tuvieron claro dónde poner la semilla de su ansiada raza aria. Ahora yo, con mi polaca bebiendo zuritos, entiendo a la perfección a los germanos, cuando lo único que hicieron no fue más que un enamorarse de la belleza, pero por el peor camino. ES MÉDICA esta varsoviana que el azar ha traído hasta mi pobre persona para devolverme las ansias de amar y ser amado, y resulta que se está especializando en cosas del corazón. En cardiólogía, quiero decir. Con lo que cualquier día podría tenerla de médica de cabecera y sustituir a la que ahora tengo, que me pone mala cara cuando le digo que viajaré a Copenague para visitar a Ingrid, por ejemplo. Y es que mi cardióloga nunca ha visto una verrea y no sabe de alianzas entre civilizaciones. Supongo que, llegado el momento, la polaca sabría darme la dosis adecuada sin necesidad de negármela ni de decirme que lleve vida hawaiana. LAS PIERNAS de la polaca son, cómo diría yo, como columnas barrocas estlizadas y torneadas a la perfección por el tiempo, que a ella es que sí la perdona y, además, la mima. El tiempo, digo. Ya quisiera para sí el baldaquino del Vaticano, tener dos pares de columnas, como las piernas de la polaca, para sostener la cúpula. Las piernas de la polaca acaban en punta, en dos, para ser más exacto; un extremo está formado por sus dedos y el otro por el tacón, como ya expliqué más arriba. La polaca nació con los tacones puestos, de ahí su perfecto y natural ritmo cadencioso al andar. Aunque la polaca no camina, sino que se va elevando sobre sus pasos y, cuando uno se da cuenta, resulta que tiene que sujetarla por los tacones para que no se vaya al cielo de donde vino. Es un todo perfecto y armonioso el que conforman pierna, pie y tacón. La polaca es de paso esbelto y firme. La polaca sin tacones ya no es la polaca. AMAR a la polaca, físicamente, implica una ascensión lenta y delicada desde la planta de su pie hasta la mitad misma de los muslos, y ahí es donde uno se detiene, se acuna y se apasiona, estableciendo su campo base, campo donde uno ya aspira el aroma íntimo y virgen de su feminidad. El territorio que se domina desde ese enclave es blanco, como ya sugirió el poeta, y siempre virgen. Siempre. La polaca repite su virginidad a diario como en un volver a empezar impoluto y libre de pecado. Cuando el despertador suena cada mañana, lo que hace es recordarnos su siemprevirgen virginidad. Desde el campo base, como decía, hacia arriba, ya sólo existe el cielo y la pureza del oxígeno, que, ¡ay!, purifica mi alma y mis sentidos. El terreno es ondulante y despejado hasta decir basta. Ascendiendo con extrema lentitud se alcanza la dulce virginidad de la que hablaba y, superándola, uno llega al vientre fertil y poético de la amada, de la polaca, de esta varsoviana esencial. Su vientre huele a ella misma, aunque ésto ella no lo sabe. Esto sólo lo sé yo, que para eso soy el que vivaquea noche tras noche en su seno de Venus. Su vientre, como el de toda mujer, claro, es sagrado. Es el Cáliz que, Arturo, tanto buscaba. Sólo que él jugaba al despiste porque sabía que el Santo Grial era el vientre de Ginebra, su polaca, y no quería que nadie se lo quitara. Ni siquiera su Rey. Ese era y es el Vaso de Vida que los ignorantes estúpidos tanto buscan (o juegan a buscar, que todo hay que decirlo) y anhelan en su incesante deseo de posesión. Algo muy habitual en el reino de la ignorancia, donde, con extrema facilidad, se confunden churras con merinas. Algunos pensamos que cada hombre tiene que merecer el vientre de su amada, su Santo Grial, su Cáliz, su Vaso de Vida, su Luna Llena, su Poesía. Cosa que nada tiene que ver con tesoros terrenales y demás zarandajas, claro. Ahora, mientras dialogo con esta hoja, que ya no está en blanco, la polaca duerme y descansa, y yo pierdo la noción de lo que llevo escrito. Sólo pienso en volver a su seno a releer. A releer a la polaca, digo. LOS OJOS de la polaca parece que se hubieran criado frente al Cantábrico. Son hermosos, azules, verdes y grises. Son poéticos y elegantes, místicos y sugerentes, y reúnen todos los elementos para encandilar. Uno, sin ir más lejos, está encandilado. En estos escasos días que llevo impregnándome de Polonia he podido comprobar cómo ríen, lloran y duermen los ojos de una varsoviana. No practico el sadismo, pero algo en mi interior se despierta y crece cuando veo llorar a la polaca. Los enormes ojos azules de la polaca sobresalen de entre el agitado oleaje de sus lágrimas como si fueran faros señalándole al marino, que soy yo, que la costa está cercana. ¡Cuidado! -parecen decir. Y uno, experto en nadar a contracorriente, se zambulle entre sus lágrimas para ver si, por fin, zozobra en el Vistula, que, además, suena de lo más romántico. Las lágrimas de la polaca son saladas, como todas las lágrimas, pero éstas edulcoran mi alma hasta tal extremo que ya es que me tomo los cafés sin azucarillo. LA POESÍA, en polaco, que me lee la polaca, entra por los poros de mi piel, avejentada ya, e impregna todos mis sentidos. Uno no se entera de nada, claro, pero la musicalidad es lo que tiene, que lo comprendes todo en un Do. Lo importante está en la música porque me lo han dicho todos mis amigos poetas y yo así lo he comprobado. La música trae todo lo demás. Uno no se entera de nada cuando escucha la novena del sordo, pero, percibiendo su sonido, uno se eleva sobre sí mismo y alcanza a rozar el manto de la excelencia. Esto es así. Sin más. Es lo mismo que ocurre cuando la polaca me lee esa poesía en polaco de la que yo no entiendo ni papa. La polaca, de vez en cuando, levanta su mirada del libro para penetrarme (las mujeres es como penetran) con sus ojos de polaca y es entonces cuando yo más deseo tener descendencia con ella. A veces, a la polaca se le saltan las lágrimas mientras me lee, y yo, impotente de abstenerme, salto sobre ella y la desalinizo. LOS LABIOS con los que me ama la de Varsovia están preñados de poesía polaca y carnosa. Sobre todo el inferior. En el labio inferior se encuentran todos los poemas amatorios. En el superior toda la prosa lírica que uno pueda soñar. Uno, hasta ahora, sabía cómo besan las mujeres, pero no cómo besa la poesía. Y menos aún la poesía polaca a través de una varsoviana. Algo que jamás hubiera sabido imaginar ni en el más agitado de mis delirios. Dice la canción que, la española cuando besa, es que besa de verdad. Ahora tengo la certeza de que ésta es sólo una afirmación patria, y que las mujeres, todas, cuando besan, sólo besan de verdad, sea cual sea su origen. Los labios carnosos y afrutados de la polaca, cuando me besan, no me besan, me absorben. Me dejan sin aliento, cuando yo creía, equivocado, que poseía todo el amor del mundo para darlo a manos llenas. Ahora viene una mujer desde su nacimiento y, con el único gesto de aprisionar mis labios entre los suyos, en segundos, es capaz de hacerse con todo mi inmenso amor. Es una polaca ladrona. Y yo, que soy débil, me dejo robar. PERO la Semana Grande de Bilbao se acaba y la polaca se marcha a su región llevándose todo mi mar, que, para mí, lo es todo. Se lleva entre sus delicadas manos todas mis miradas ausentes y todos mis estruendosos silencios, mis grandes abrazos y mis estenuantes besos. Se lleva todo lo mío y me deja, tan sólo, mi nada de siempre. La nada que me he construído a pulso y a medida. La nada que nadie quiere ni comprende. La polaca se va, y Bilbao ya no será Varsovia ni yo volveré a pasear junto a la polaca por las orillas del Vístula. Ya sólo me quedará mi mar interior. ¡Mar, mi Mar! De donde nunca debí salir.
Posted on: Wed, 28 Aug 2013 15:24:15 +0000

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