LECTURA DEL AÑO BÍBLICO DEL PLAN ENCUENTRO I VIERNES 27 DE - TopicsExpress



          

LECTURA DEL AÑO BÍBLICO DEL PLAN ENCUENTRO I VIERNES 27 DE SEPTIEMBRE DEL 2013 DESEADO DE TODAS LAS GENTES, PÁG. 570-573. "¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que de fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas de dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad." Como la tumba blanqueada y hermosamente decorada ocultaba en su interior restos putrefactos, la santidad externa de los sacerdotes y gobernantes ocultaba iniquidad. Jesús continuó: "¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si fuéramos en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus compañeros en la sangre de los profetas. Así que, testimonio dais a vosotros mismos, que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas." A fin de manifestar su estima por los profetas muertos, los judíos eran muy celosos en hermosear sus tumbas; pero no aprovechaban sus enseñanzas, ni prestaban atención a sus reprensiones. En los días de Cristo, se manifestaba consideración supersticiosa hacia los lugares de descanso de los muertos, y se prodigaban grandes sumas de dinero para adornarlos. A la vista de Dios, esto era idolatría. En su indebida consideración por los muertos, los hombres demostraban que no amaban a Dios sobre todas las cosas ni a su prójimo como a sí mismos. La misma idolatría se lleva a grados extremos hoy. Muchos son culpables de descuidar a la viuda y a los huérfanos, a los enfermos y a los pobres, para edificar costosos monumentos en honor a los muertos. Gastan pródigamente el tiempo, el dinero y el trabajo con este fin, mientras que no cumplen sus deberes para con los vivos, deberes que Cristo ordenó claramente. Los fariseos construían las tumbas de los profetas, adornaban sus sepulcros y se decían unos a otros: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres no habríamos participado con ellos en el derramamiento de la sangre de los siervos de Dios. Al mismo tiempo, se proponían quitar la vida de su Hijo. Esto debiera ser una lección para nosotros. Debiera abrir nuestros ojos acerca del poder que tiene Satanás para engañar el intelecto que se aparta de la luz de la verdad. Muchos siguen en las huellas de los fariseos. Reverencian a aquellos que murieron por su fe. Se admiran de la ceguera de los judíos al rechazar a Cristo. Declaran: Si hubiésemos vivido en su tiempo, habríamos recibido gozosamente sus enseñanzas; nunca habríamos participado en la culpa de aquellos que rechazaron al Salvador. Pero cuando la obediencia a Dios requiere abnegación y humillación, estas mismas personas ahogan sus convicciones y se niegan a obedecer. Así manifiestan el mismo espíritu que los fariseos a quienes Cristo condenó. Poco comprendían los judíos la terrible responsabilidad que entrañaba el rechazar a Cristo. Desde el tiempo en que fue derramada la primera sangre inocente, cuando el justo Abel cayó a manos de Caín, se ha repetido la misma historia, con culpabilidad cada vez mayor. En cada época, los profetas levantaron su voz contra los pecados de reyes, gobernantes y pueblo, pronunciando las palabras que Dios les daba y obedeciendo su voluntad a riesgo de su vida. De generación en generación, se fue acumulando un terrible castigo para los que rechazaban la luz y la verdad. Los enemigos de Cristo estaban ahora atrayendo ese castigo sobre sus cabezas. El pecado de los sacerdotes y gobernantes era mayor que el de cualquier generación precedente. Al rechazar al Salvador se estaban haciendo responsables de la sangre de todos los justos muertos desde Abel hasta Cristo. Estaban por hacer rebosar la copa de su iniquidad. Y pronto sería derramada sobre sus cabezas en justicia retributiva. Jesús se lo advirtió: "Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Barachías, al cual matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación." Los escribas y fariseos que escuchaban a Jesús sabían que sus palabras eran la verdad. Sabían cómo había sido muerto el profeta Zacarías. Mientras las palabras de amonestación de Dios estaban sobre sus labios, una furia satánica se apoderó del rey apóstata, y a su orden se dio muerte al profeta. Su sangre manchó las mismas piedras del atrio del templo, y no pudo ser borrada; permaneció como testimonio contra el Israel apóstata. Mientras subsistiese el templo, allí estaría la mancha de aquella sangre justa, clamando por venganza a Dios. Cuando Jesús se refirió a estos terribles pecados, una conmoción de horror sacudió a la multitud. Mirando hacia adelante, Jesús declaró que la impenitencia de los judíos y su intolerancia para con los siervos de Dios, sería en lo futuro la misma que en lo pasado: "Por tanto, he aquí, yo envío a vosotros profetas, y sabios, y escribas: y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros de ellos azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad." Profetas y sabios, llenos de fe y del Espíritu Santo —Esteban, Santiago y muchos otros,— iban a ser condenados y muertos. Con la mano alzada hacia el cielo, y mientras una luz divina rodeaba su persona, Cristo habló como juez a los que estaban delante de él. Su voz, que se había oído frecuentemente en amables tonos de súplica, se oía ahora en reprensión y condenación. Los oyentes se estremecieron. Nunca había de borrarse la impresión hecha por sus palabras y su mirada. La indignación de Cristo iba dirigida contra la hipocresía, los groseros pecados por los cuales los hombres destruían su alma, engañaban a la gente y deshonraban a Dios. En el raciocinio especioso y seductor de los sacerdotes y gobernantes, él discernió la obra de los agentes satánicos. Aguda y escudriñadora había sido su denuncia del pecado; pero no habló palabras de represalias. Sentía una santa ira contra el príncipe de las tinieblas; pero no manifestó irritación. Así también el cristiano que vive en armonía con Dios, y posee los suaves atributos del amor y la misericordia, sentirá una justa indignación contra el pecado; pero no le incitará la pasión a vilipendiar a los que le vilipendien. Aun al hacer frente a aquellos que, movidos por un poder infernal, sostienen la mentira, conservará en Cristo la serenidad y el dominio propio. La compasión divina se leía en el semblante del Hijo de Dios mientras dirigía una última mirada al templo y luego a sus oyentes. Con voz ahogada por la profunda angustia de su corazón y amargas lágrimas, exclamó: "¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas, y apedreas a los que son enviados a ti! ¡cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no quisiste!" Esta es la lucha de la separación. En el lamento de Cristo, se exhala el anhelo del corazón de Dios. Es la misteriosa despedida del amor longánime de la Divinidad. Los fariseos y saduceos quedaron todos callados. Jesús reunió a sus discípulos y se dispuso a abandonar el templo, no como quien estuviese derrotado y obligado a huir de la presencia de sus enemigos, sino como quien ha terminado su obra. Se retiró vencedor de la contienda. Las gemas de verdad que cayeron de los labios de Cristo en aquel día memorable, fueron atesoradas en muchos corazones. Hicieron brotar a la vida nuevos pensamientos, despertaron nuevas aspiraciones y crearon una nueva historia. Después de la crucifixión y la resurrección de Cristo, estas personas se adelantaron y cumplieron su comisión divina con una sabiduría y un celo correspondientes a la grandeza de la obra. Dieron un mensaje que impresionaba el corazón de los hombres, debilitando las antiguas supersticiones que habían empequeñecido durante tanto tiempo la vida de millares. Ante su testimonio, las teorías y las filosofías humanas llegaron a ser como fábulas ociosas. Grandes fueron los resultados de las palabras del Salvador a esta muchedumbre llena de asombro y pavor en el templo de Jerusalén. Pero Israel como nación se había divorciado de Dios. Las ramas naturales del olivo estaban quebradas. Mirando por última vez al interior del templo, Jesús dijo con tono patético y lastimoso: "He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor." Hasta aquí había llamado al templo casa de su Padre; pero ahora, al salir el Hijo de Dios de entre sus murallas, la presencia de Dios se iba a retirar para siempre del templo construido para su gloria. Desde entonces sus ceremonias no tendrían significado, sus ritos serían una mofa.
Posted on: Fri, 27 Sep 2013 03:27:26 +0000

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