LOS ULTIMOS DIAS DEL PADRE LIBERTADOR SIMON BOLIVAR: DETALLES MUY - TopicsExpress



          

LOS ULTIMOS DIAS DEL PADRE LIBERTADOR SIMON BOLIVAR: DETALLES MUY INTERESANTES OCURRIDOS ENTRE EL LIBERTADOR Y SU MEDICO DE CABECERA El 1° de diciembre de 1830 desembarcó ya de noche, S. E. el Libertador Simón Bolívar, haciéndole la población de Santa Marta un recibimiento si no pomposo, a lo menos muy simpático, como lo manifestaban las muestras de respeto y las aclamaciones que le acompañaron hasta la casa preparada para su habitación. Esta cordial acogida desvaneció sin duda si él se acordara de ellas, las preocupaciones infundadas que, según dichos, traía contra los samarios antes y en tiempo que en vista de este puerto él transitaba desde Venezuela a bordo de la escuadra a las órdenes de los generales Salón y Clemente (Junio de 1827-. Introducido poco después por el General Mariano Montilla cerca del augusto enfermo, cuyo rostro pálido, enflaquecido, cuya inquietud y agitación contínua en su cama indicaban violentos padecimientos, me sentí fuertemente conmovido, y no me fué difícil conocer a la simple vista lo grave de la enfermedad. Por el rango y prestigio del sujeto se acrecentaban en mi ánimo las dificultades para emprender una cura que me parecía tan asombrosa. Sin embargo me alentó el modo benigno con que me trató el Libertador, diciéndome que por un amigo suyo, el señor Juan Pavageau en Cartagena sabía que podía tener confianza en mi, y que, a pesar de su repugnancia a los auxilios de la medicina, él tenía la esperanza que yo le pondría bueno por ser su cuerpo virgen en remedios (sic). En esta primera conversación que tuvo lugar ya en castellano, ya en francés, me enteré que él había desdeñado la asistencia de los médicos al principio de su enfermedad, que comenzó por un catarro en Cartagena, curándose él mismo como lo acostumbraba, mediante un tratado de higiene que siempre llevaba consigo; y que él había venido embarcado para desocupar su estómago cargado de bilis por medio del mareo, así como lo logró. Error funesto, pues estas violentas contracciones del estómago irritaron y fatigaron su temperamento esencialmente nervioso, aumentando mas bien la flogósis de los pulmones. En la conferencia medical que tuvimos juntos el Dr. Night, cirujano de la goleta de guerra Grampus de los Estados Unidos, que escoltó desde Sabanilla a S. E. el Libertador, de común acuerdo fuimos de parecer que la enfermedad del General Bolívar era un catarro pulmonar crónico. Convenimos entonces del método curativo correspondiente, bien que por mi parte yo no tuviera tanta esperanza como mi colega de la eficacia de los medicamentos recetados. En el curso de mi práctica varias veces he observado (y tal vez lo mismo habrá sucedido a otros facultativos) el optimismo de ciertos profesores que de paso concurren a una junta medical, infundiendo a los dolientes esperanzas de buen éxito en la enfermedad, mientras que el perplejo médico de cabecera, cargando con toda la responsabilidad, queda desalentado y solo para luchar contra unos males incurables. En esta situación me dejó el doctor Night cuando se marchó el día 15 de diciembre con la goleta Grampus. Entonces fué cuando me llamó a su casa el general Montilla, y sin preámbulos me dirigió las palabras siguientes: Tengo el mayor interés de saber de usted, Dr., cuál es su concepto sobre la enfermedad del Libertador; dígame la verdad francamente y sin rodeos. Me recogí un momento para contestar tan imprevista pregunta: Sr. general, con el mas profundo sentimiento participo a V. S. que la enfermedad del Libertador no tiene remedio, pues en mi concepto, como facultativo, la considero como tisis pulmonar llegada en su último grado, y ésta no perdona. Al oir estas palabras el general se dió una fuerte palmada en la frente echando un formidable taco, al mismo tiempo que las lágrimas se le asomaban a los ojos; en seguida se metió en su aposento, dejándome solo a mis reflexiones. Dos días antes de este suceso hubo una ocurrencia en la habitación del Libertador, de donde se sacará la delicadeza del olfato del General Bolívar, y el caso fue así: Uno de sus mas adictos amigos, el general J. M. Sardá se le presentó para hacer una visita de despedida. Sardá, después de haber saludado, tomó un asiento cerca de la hamaca en donde estaba acostado el Libertador, quien le dijo pausadamente: General, aparte un poco su asiento. Sardá se reculó algo. Un poco más. Así lo hizo. Mas todavía repitió Bolívar. Algo alterado, dijo entonces Sardá: Permítame S. E. que no creo haberme ensuciado. No tal; es que usted hiede a diablos. Cómo a diablos? Quiero decir a cachimba. Sardá, que no se cortaba fácilmente con voz socarrona dijo: ¡Ah! mi General, tiempo hubo en que V. E. no tenía tal repugnancia cuando doña Manuela S........ Sí, otros tiempos eran, amigo mío, contestó Bolívar, ahora me hallo en una situación tan penosa, sin saber lo que es peor, cuando saldré de ella. Ciertamente el ser médico de cabecera del Libertador era un honor muy apetecible, pero también parece que no tan lisonjero cargar con la responsabilidad, pues ninguno de los médicos que habían en Cartagena, vino a tomar parte conmigo en la asistencia, por mas que el general Montilla, a instancias mías, los llamara por varios y repetidos oficios. Poco tiempo después de la defunción del Libertador se apareció el doctor C......excusándose de no haber venido a dar su cooperación en una asistencia que él consideraba inoficiosa, puesto que mis boletines pronosticaban el funesto y próximo término, y además que presenciar el fallecimiento de Bolívar era para él demasiado sensible. Qué se diría entonces del soldado que sacaría el cuerpo al combate por temor que se perdiera la batalla? Con haber llegado a la quinta de San Pedro el Libertador se manifestó muy contento, alucinándose con mas esperanza de recobrar la salud; y sus amigos que le acompañaban participaban de esta ilusión. ¡Cuánto deseaba yo que se hubiera logrado tan favorable éxito! Pero a la par que, así como la mayor parte de los tísicos, él aparentaba confianza en el temperamento mas fresco del campo, yo me desconsolaba con la triste idea que demasiado pronto llegaría la decepción. Como él ignoraba la clase de su enfermedad, había formado el proyecto de trasladarse hacia la Sierra Nevada poco a poco, creo mas bien de rancho en rancho. Así es que se había hecho cargo el general Sardá de levantar una choza en Masinga, pequeña aldea a dos leguas de Santa Marta, por la temperatura mas fresca que la de la costa; pero estaba ya decretado por el Altísimo que no la habitaría el ilustre paciente. Sin embargo, él seguía con sus jovialidades, y de cuando en cuando, me dirigía la palabra en medio de la conversación. Una vez, que estábamos solos de repente me preguntó: Y usted que vino a buscar a estas tierras? La Libertad. Y usted la encontró? Sí, mi General. Usted es mas afortunado que yo, pues todavía no la he encontrado.... Con todo, añadió en tono animado, vuélvase usted a su bella Francia en donde está ya flameando la gloriosa bandera tricolor, pues no se puede vivir aquí en este país, en donde hay muchos canallas (sic). Fué esta la única vez que oí salir de la boca del Libertador palabras mal sonantes contra los conciudadanos pues no se debe admitir como verdadera impresión del pensamiento las incoherencias que profiere el efermo en medio de los ensueños o delirios de la fiebre, así como sucedió una noche que se le escaparon a nuestro enfermo estas entrecortadas palabras: Vámonos! Vámonos!.... esta gente no nos quiere en esta tierra....! Vamos, muchachos!.... lleven mi equipaje a bordo de la fragata. Cada cual puede sacar de eso el significado que se le antoje. En otra ocasión que yo estaba leyendo unos periódicos, me preguntó el Libertador: Qué cosa está usted leyendo? —Noticias de Francia, mi General. Serán acaso referentes a la Revolución de Julio? —Sí, señor. Gustaría usted ir a Francia?—De todo corazón. Pues, bien, póngame Ud. bueno, doctor, e iremos juntos a Francia. Es un bello país, que además de la tranquilidad que tanto necesita mi espíritu, me ofrece muchas comodidades propias para que yo descanse de esta vida de soldado que llevo hace tanto tiempo. ¡Ay de mí! la fortuna adversa burló nuestros deseos, y estos halagüeños proyectos se volvieron castillos en el aire! Aunque la enfermedad no presentase signos de dolor físico, el paciente solía a veces dar unos quejidos cuando estaba soñoliento; me acercaba entonces a su cama y le preguntaba si sentía algún dolor. No, contestaba muy sosegado. — Cómo es que se queja V. E.? —Es una manía, nada siento y me va muy bien. ¡Cosa singular! el mal hacía progresos a medida que el enfermo aparentaba seguir bueno; pues la fiebre iba creciendo, complicándose con delirios fugaces, el hipo, la supresión de la expectoración, etc. Este conjunto de síntomas alarmantes formaba para mí un presagio funesto. Enterado de la situación el general Montilla, me dijo: Ya que el Libertador está en peligro, sería menester que usted le avisase de su mal estado, para que arreglase sus cosas espirituales y temporales. Sírvase señor general, dispensarme; si yo hiciera tal cosa, ni un momento me quedara aquí; eso no es asunto del médico mas bien del sacerdote. Qué haremos, pues?....lo mejor para salir del apuro será llamar al señor Obispo de Santa Marta; ahí tiene usted el caballo del Libertador, en un salto avise al doctor Estéves, a fin de que se sirva llegarse para acá lo mas pronto posible. Sobre la marcha vino el ilustre prelado, que sin tardar se puso a conferenciar a solas con el Libertador, y a poco rato salió de su aposento. Entonces dirigiéndose a mí S.E., me dijo: Qué es esto, estaré tan malo para que se me hable de testamento y de confesarme? No hay tal cosa, señor, tranquilícese.... varias veces he visto enfermos de gravedad practicar estas diligencias y después ponerse buenos. Por mi parte confío que después de haber cumplido V. E. con estos deberes de cristiano cobrará mas tranquilidad y confianza, a la par que allanará las tareas del módico. Lo único que dijo fué: ¡Cómo saldré yo de este laberinto! No fué el lance tan apretado cuando por la noche de este mismo día se le administró los sacramentos. Por más tiempo que viva nunca se meolvidará lo solemne y patético de lo que presencié. El cura de la aldea de Mamatoco, cerca de San Pedro, acompañado de sus acólitos y unos pobres indígenas, vino de noche a pié, llevando el viático a Simón Bolívar. ¡Qué contraste! un humilde sacerdote y de casta ínfima a quien realzaba solo su carácter de ministro de Dios, sin séquito y aparatos pomposos propios a las ceremonias de la Iglesia, llegase con los consuelos de la religión al primer hombre de Sur América, al ilustre Libertador y Fundador de Colombia! ¡Qué lección para confundir las vanidades de este mundo! Estábamos todos los circunstantes impresionados por la gravedad de tan imponente acto. Acabada la ceremonia religiosa, luego se puso el escribano notario Catalino Noguera en medio del círculo formado por los generales Mariano Montilla, José María Carreño, Laurencio Silva, militares de alto rango; los señores Joaquín de Mier, Manuel Ujueta y varias personas de respetabilidad, para leer la alocución dirigida por Bolívar a los Colombianos. Apenas pudo llegar a la mitad, su conmoción no le permitió continuar y le fué preciso ceder el puesto al doctor Manuel Recuero, a la sazón auditor de guerra, quien pudo concluir la lectura; pero al acabar de pronunciar las últimas palabras yo bajaré tranquilo al sepulcro, fué cuando Bolívar desde su butaca, en donde estaba sentado dijo con voz ronca: —Sí, al sepulcro. ... es lo que me han proporcionado mis conciudadanos.... pero les perdono. ¡Ojalá yo pudiera llevar conmigo el consuelo de que permanezcan unidos. Al oir estas palabras que parecían salir de la tumba, se me cubrió el corazón; y al ver la consternación pintada en el rostro de los circunstantes a cuyos ojos asomaban las lágrimas, tuve que apartarme del círculo para ocultar las mías, que no me habían arrancado otros cuadros más patéticos. Dicen, sin embargo, que los médicos carecen de sensibilidad. Por mas que el facultativo y las personas que rodeaban al Libertador disimulasen su tristeza y desánimo bajo un semblante sereno y halagüeño, me pareció que el Beneral Bolívar está interiormente algo desconfiado en el buen éxito de su enfermedad, pues no era tan expansivo como antes y se resistía a veces a tomar las medicinas, que casi siempre eran calmantes suaves. Sucedió, pues una noche que su edecán Andrés Ibarra vino a avisarme que el General se negaba absolutamente a tomar la bebida preparada. En un instnte estuve cerca de la cama del augusto enfermo, a quien presenté yo mismo el brevaje; y como me dijo que ya estaba aburrido con los remedios y que no quería tomar mas.... —Entonces le dije respetuosamente, si V. E. se resiste a tomar las medicinas, para qué sirve tener el médico a su lado, quien viendo despreciados su esmero y sus empeños para lograr su restablecimienti, desesperará de contnuar una asistencia infructuosa?— Viendo que esta reflexón había producido alguna impresión, aproveché el momento apra ponerle en la mano la cucharada, y como él quedaba todavía suspenso a tomarla: —Permita V. E. una advertencia: a veces sucede que a consecuencia de unas incomodidades, impaciencias, etc., se atrasan los progresos a mejorar su salud, y este daño que V. E. se hace a sí mismo, lo lamentamos. —Diga pues que no ande el sol. echándome una de aquellas ojeadas fulgurantes. Mi incliné admirado, y sin darme lugar a contestar, añadió: Yo he notado que también se arisca usted, doctor, con una inflexión marcada sobre esta última palabra. Es la verdad, lo confieso; pero cuando se trata de la buena asistencia con su persona, mi General, no reparo siempre en los medios, esta es mi disculpa; y con eso volví a encarecerle que tomara la cucharada de la poción que él tenía todavía en la mano. Y esta cucharada será la última por esta noche? —Sí, señor. Después de haberla tomado nos dijo: —Ahora está bién, ustedes pueden retirarse a dormir. Debo explicar lo que dió lugar a que el Libertador me echara en cara mi poca moderación. Uno o dos días antes tuve una fuerte incomodidad por haber notado faltas en el servicio y apatía de parte de los que me ayudaban en la asistencia para con el Libertador, y máxime cuando estaba oyendo decir: —Para qué molestar mas al enfermo con medicinas, ya que no tiene remedio y que no puede salvarle,— y otras expresiones que lastimaban mi amor propio. Pronto se armó una bulla de voces en la antesala, y acudiendo el general L. Silva, sin saber de qué se trataba, probó amedrentarme, como si yo fuera alguno de la servidumbre, o si yo estuviera debajo de su mando. Pronto fué su desengaño cuando le dije: —Sepa usted, general, que estoy aquí solamente para asistir como médico al Libertador, no en clase de mercenario, sino por mi propia voluntad. Seguía el altercado cuando afortunadamente se apareció el coronel D. Juan Glenque nos puso en paz. A su tiempo se sacará de esa explicación uno de los motivos por qué no quise aceptar una recompensa pecuniaria. Ya se aproximaba el día en que iba a desaparecer para siempre él Héroe Colombiano; me manifestó la antevíspera del fatal acontecimiento el deseo de descansar en su hamaca, y como vi que su mayordomo José Palacios ni nadie parecía por mas que yo llamase, me ofrecí entonces al Libertador diciéndole: Si me lo permite V. E., yo le pondré en la hamaca. —Y usted podrá conmigo? —Me parece que sí. —Con predaución le cogí en mis brazos, y creyendo al levantarle sin reparar su grande flacura, que yo iba a suspender un peso considerable, hice tal esfuerzo que por poco me voy de espaldas con un cuerpo que tal vez no pesaba arriba de dos arrobas; la fortuna que me sujetó algo la hamaca tendida al través del aposento Por la ya referida ocurrencia entre el Libertador y Sardá se conoce cuanta era la delicadeza de su olfato y solía manifestar esta suceptibilidad cada vez que yo me arrimaba a su cama, pidiendo su frasco de agua colonia y diciéndome: Usted huele a hospital; sus vestidos, parece que estén impregnados de miasmas que exhalan los enfermos. Se excusó de recibir a su boticario, quien desde Santa Marta vino a empeñarse conmigo para que fuese admitido a presentar sus respetos al Libertador, diciéndome: Agradezco mil veces al señor Tomasín todas las cosas buenas que compuso para mí, pero él viene cargado con tántos olores de su botica que no me hallo capaz de aguantar todas estas pestilencias. Procure pues, doctor, hacer que me dispense si no puedo recibirle. Arrevle usted en fin este negocio de modo que él no se resiente, pues vuelvo a darle las gracias por las preparaciones y sobre todo las sabrosas gelatinas que él me compuso en su oficina. Tomasín no podía consolarse por mas que yo le dijera que todos estábamos expuestos a sufrir estos mismos desaires, y que debía lo mismo a nosotros, compadecerle esta especie de manía. Llegó por fin el día enlutado, 17 de diciembre de 1830, en que iba a terminar su vida el ilustre Caudillo Colombiano, el Gran Bolívar. Eran las nueve de la mañana cuando me preguntó el general Montilla por el estado del Libertador. Le contesté que a mi parecer no pasaría el día. —Es que yo recibí una esquela dándome aviso que el señor obispo está algo malo, y quisiera que usted fuera a verle. —Disponga usted, mi general. —Y el moribundo aguantará hasta que usted esté de vuelta? —Creo que sí, con tal que no haya demoras en esta diligencia. —Entonces aquí está el mismo caballo del Libertador. —A todo escape ida y vuelta; ya usted sabe, no hay momento que perder. —En efecto, cuando volví conocí que se iba aproximando la hora fatal. Me senté en la cabecera teniendo en mi mano la del Libertador, que ya no hablaba sino de un modo confuso. Sus facciones expresaban una perfecta serenidad; ningún dolor o seña de padecimiento se reflejaban sobre su noble rostro. Cuando advertí que ya la respiración se ponía estertorosa, el pulso de trémulo casi insensible y que la muerte era inminente, me asomé a la puerta del aposento, y llamando a los generales, edecanes y los demás que componían el séquito de Bolívar: —Señores, exclamé, si queréis presenciar los últimos momentos y postrer aliento del Libertador, ya es tiempo. —Inmediatamente fué rodeado el lecho del ilustre enfermo, y a pocos minutos exhaló su último suspiro Simón Bolívar, el ilustre Campeón de la libertad sud-americana, cuya defunción cubrió de luto a su patria, tan bien pintado cuando en su proclama el general Ignacio Luque exclamaba: —¡Ya murió el Sol de Colombia! Yo iba a dejar la pluma, pero debo explicaciones en obsequio de la verdad y justicia sobre algunos elogios que se me han dirigido con respecto a mi abnegación en la asistencia que dí al Libertador. He aquí la verdad: Después de los funerales el general Montilla me llamó, y en presencia del coronel Pedro Rodrígutz me dijo: que yo presentase la cuenta, como médico, de mi asistencia al General Bolívar, y le contesté en estos términos: —Nunca pensé, ni pienso sacar una recompensa pecuniaria de mi asistencia al Libertador. Qué mas premio que el honor insigne de haber sido su médico? Además de eso se me haría un escrúpulo aceptar retribución al recordarme ciertas expresiones proferidas en el altercado que anteriormente tuve con el general Laurencio Silva, quien por escrito me pidió amistosamente la misma cuenta antes que usted. Hice pues lo que me pareció decoroso, y no me arrepiento de haberlo hecho. Sin embargo insistió el general Montilla en sus ofrecimientos, y viendo que no podía persuadirme sobre este particular, me dijo: —Aceptaría usted el despacho de cirujano mayor del ejército? —Mil gracias, mi general y dispenseme si rehuso; prefiero mi libertad a todo empleo asalariado. Se quedó un rato admirado, pero no tardó en decirme en tono algo jovial: —Ahora sí, aceptará usted siendo ad honorem el despacho? —De esta manera nada tengo que objetar, mi general. —No tenga usted cuidado que a vuelta de correo tendrá usted el despacho ofrecido. Efectivamente, supe indirectamente que el dichoso, me equivoco, el desdichado despacho había llegado a Cartagena para tomar razón en las oficinas de la intendencia. Pero estaba escrito que no llegaría a mis manos el tal despacho; pues el general Montilla, después de la defunción del Libertador, hostilizado por una reacción política, fué sitiado en la misma Cartagena y tuvo que salir para Jamaica, después de haber capitulado. Entonces fué cuando vino de Bogotá el coronel Montoya, quien echando mano al archivo da le intendencia, aniquiló todos los papeles o documentos que procedían del gobierno del general Rafael Urdaneta, llamado intruso; y sin duda mi pobre despacho participó de la suerte infausta de los demás papeles tildados de ilegalidad. Teniendo la certeza que había existido el consabido despacho, pues los señores doctor Ignacio Carreño y J. A. Cepeda, secretario en el Despacho de la intendencia, lo habían visto en la gobernación de Cartagena, me pareció muy natural reclamarlo, aguardando una oportunidad. Estando pues de Presidente el general Tomás C. Mosquera en el año 1845, irigí una representación al gobierno para que se me otorgara, si no el despacho, a lo menos un documento donde constate que se había expedido a mi favor, a principios del año 1831, el despacho de cirujano mayor de ejército ad honorem, bien que dimanado del gobierno llamado intruso del general Rafael Urdaneta; como que la política no debía tener ingerencia en los servicios privados prestados al General Simón Bolívar por su médico de cabecera. Esta solicitud mía fué negada con términos lisonjeros para mí, es verdad, pero esa negación me fué algo perjudicial en circunstancias que yo hubiera utilizado si hubiese poseído aquel título. Lo mismo sucedió con una representación hecha por mí en 1846 al gobierno de Venezuela, siendo Presidente el general Carlos Sublette, bien que fuese apoyada por varios notables venezolanos y aún por el ministro francés Sr. David, con la diferencia que la repulsa no fué tan almibarada como la del gobierno granadino. A pesar de estos desaires, a los cuales no quedé insensible, creo haberle logrado el único objeto de esta digresión, y es dar a conocer el carácter noble y generoso del finado benemérito general Mariano Montilla, que no excusó medio alguno para que un testimonio de gratitud fuese dado al último médico del Libertador Simón Bolívarñ.
Posted on: Sun, 01 Dec 2013 21:08:15 +0000

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