La Necesidad de Reformar la Iglesia Presentada ante la Dieta del - TopicsExpress



          

La Necesidad de Reformar la Iglesia Presentada ante la Dieta del Imperio en Espira por Juan Calvino Objeciones Adicionales Resueltas.- (2da. parte) Final. No ignoro que para defender el primado de la sede romana nuestros adversarios tienen buena razón para trabajar tan tenazmente. Ellos reconocen que tanto ellos como su todo depende en ello. Pero lo que resta de vuestra parte, potentísimo Emperador y vosotros ilustrísimos Príncipes, es en estar alertas a fin de que ellos no os engañen con explicaciones huecas, como suelen engañar a los incautos. Y, en primer lugar, este supuesto primado, aun ellos mismos se ven obligados en admitir que fue establecido no por ninguna autoridad divina, sino por la simple voluntad de los hombres. Al menos, cuando damos prueba de este hecho, aunque ellos no lo admiten abiertamente, no obstante al combatirlo, en cierto modo se ven avergonzados. En efecto, hubo un tiempo cuando ellos audazmente pervirtieron ciertos pasajes de la Escritura para confirmar esta falsedad palpable; pero tan pronto como vino cerca a nuestra consideración, fue fácil arrancar de sus manos los pedazos de caña, que a cierta distancia habían dado el aspecto de ser espadas. Privados, por tanto, de la Palabra de Dios, se refugian buscando ayuda en la antigüedad. Pero aquí, también, sin gran dificultad los deshacemos. Pues tanto los escritos de los santos padres, las actas de los concilios, como toda la historia, ponen en claro que este punto culminante de poder, que los pontífices romanos han poseído ahora durante aproximadamente cuatrocientos años, se obtuvo gradualmente, o mejor dicho se introdujo en parte clandestinamente y en parte se arrebató violentamente. Pero perdonémosles esto, y concedámosles que el primado fue divinamente otorgado a la sede romana, y que ha sido ratificado por el consentimiento uniforme de la Iglesia antigua; con todo, sólo puede haber lugar para este primado bajo la suposición de que Roma tiene tanto una verdadera Iglesia como un verdadero obispo. Porque el honor de la sede no puede permanecer después de que la sede misma ha dejado de existir. Pregunto ¿en qué respeto el Pontífice romano cumple el deber de obispo, para obligarnos a reconocerlo como un obispo? Hay un famoso dicho de San Agustín, «el obispado es el nombre de un oficio, y no un simple título de honor.» Y los sínodos antiguos definen los deberes de un obispo: en alimentar al pueblo por la predicación de la Palabra, en administrar los sacramentos, en regular el clero y el pueblo por una sacrosanta disciplina, y en apartarse (a fin de no ser distraído de estos deberes) de todos los cuidados ordinarios de la vida presente. En todos estos deberes, los presbíteros deben ser los colaboradores del obispo. ¿Cuáles de estas cosas el Papa y su cardenales creen que están haciendo? Que digan, entonces, sobre qué fundamento quieren ser reconocidos como pastores legítimos, entre tanto que ni con su dedo meñique, ni aun de apariencia, tocan parte alguna del deber. Pero concedámosles todo esto —es decir que es obispo aquel que ignora completamente cada parte de su deber, y que es iglesia aquella que carece, tanto del ministerio de la Palabra como la administración pura de los sacramentos; de cualquier modo, ¿qué respuesta dan cuando añadimos no sólo que esto carece, sino que todo lo que existe es contrariamente opuesto? Por varios siglos aquella sede ha mantenido supersticiones impías, abierta idolatría y doctrinas perversas, mientras que aquellas grandes verdades (en las cuales la religión cristiana principalmente consiste) han sido suprimidas. Por la prostitución de los sacramentos al lucro asqueroso, y a otras abominaciones, Cristo ha sido puesto a tal escarnio extremo, que en cierto modo ha sido crucificado de nuevo. ¿Podrá ser la madre de todas las iglesias, aquella que no retiene, no digo sólo la forma, pero ni aún un sólo rasgo de la Iglesia verdadera, y que ha roto todo vínculo de sagrada comunión que une a los creyentes? El Pontífice romano se opone ahora a las doctrinas del Evangelio que están resurgiendo, tal como si su propia cabeza corriera peligro. ¿Acaso no demuestra este mismo hecho que no habrá ninguna seguridad para su sede a menos que él extermine totalmente el reino de Cristo? Vuestra Cesárea Majestad sabe cuan amplio campo de discusión se me abre aquí. Pero para concluir este punto en pocas palabras, yo niego que la sede romana sea apostólica, en la cual no se ve mas que una horrenda apostasía; niego que él sea el vicario de Cristo, quien al perseguir furiosamente el Evangelio, por su conducta manifiesta ser el Anticristo; niego que él sea el sucesor de Pedro, quien hace todo lo posible para demoler todo lo que Pedro construyó; y niego que él sea la Cabeza de la Iglesia, quien por su tiranía desgarra y destroza la Iglesia, después separarla de Cristo su verdadera y única Cabeza. Que me desmientan todo esto aquellos que están resueltos a sujetar la jerarquía de la Iglesia a la sede romana, quienes no vacilan en subyugar las doctrinas firmes y manifiestas del Evangelio a la autoridad del Papa. Sí, digo, que desmientan esto; pero entre tanto, potentísimo Emperador y vosotros ilustrísimos Príncipes, sólo considerad, si al pedir esto es justo o injusto. Por lo que se ha dicho, sin duda alguna os será fácil apercibir cuán poca atención merece la calumnia de nuestros adversarios, cuando nos acusan de impío atrevimiento (y en cierta manera de implacable audacia) por haber procurado purificar la Iglesia de corrupción, tanto en doctrina como en ceremonias, sin esperar las órdenes del Pontífice romano. Ellos dicen que hemos hecho lo que personas individuales no tienen ningún derecho hacer. Pero, en cuanto a mejorar la condición de la Iglesia, ¿qué podría esperarse de aquel que demanda que nos sometamos a él 20? Cualquiera que considera cómo Lutero y los otros reformadores actuaron en el principio, y cómo procedieron después, juzgará innecesario pedir defensa a nuestro favor. Cuando las cosas se hallaban todavía intactas, Lutero mismo suplicó humildemente al Pontífice que fuese persuadido en curar los gravísimos males de la Iglesia. ¿Cuál fue el resultado? Los males habiendo aun aumentado, la necesidad del caso (aun cuando Lutero hubiera permanecido callado) debería haber sido suficiente motivo para impulsar al Papa a no demorar más. El mundo cristiano entero claramente demandaba esto de él, y él mismo tenía en sus manos los medios de satisfacer los deseos de todos los piadosos. ¿Hizo él así? Ahora, él sólo habla de impedimentos. Pero si se averigua la fuente de la causa, se verá que desde el principio él ha sido, tanto para él como para otros, el único impedimento. 20 Texto latino, loco cedere oportebat, literalmente «ceder lugar a alguien».↵ Pero, ¿por qué insistir en estos argumentos insignificantes? ¿Acaso no es en sí mismo un argumento de claridad y peso suficiente, que (desde el principio hasta ahora) él no da esperanza alguna de ponernos de acuerdo con él hasta que otra vez sepultemos a Cristo, y volvamos a toda la impiedad que antes existía, a fin de que él la establezca en una base más firme que antes? Esta, indudablemente, es la razón por la cual aún, en el día presente nuestros adversarios prohíben tenazmente que no teníamos ningún derecho de entremeternos con la restauración de la Iglesia —no que no era necesario (esto sería un descaro infame en negarlo), sino porque están deseosos que también la seguridad como la ruina de la Iglesia dependa en el simple mandato y placer del Pontífice romano. Atendamos ahora al único remedio que nos dejan aquellos que piensan que es impío mover tan sólo un dedo, sin importar que tan grandes sean los males por los cuales la Iglesia es oprimida. Ellos nos difieren o aplazan a un concilio universal. ¿Qué? Si la mayor parte, por su obstinación, se apresura sobre su propia destrucción, ¿debemos por esa causa perecer juntamente con ellos, cuando tenemos los medios para tomar consejo para nuestra propia seguridad? Pero ellos dicen que es una cosa horrenda violar la unidad de la Iglesia, y que la unidad se viola si algún partido determina un artículo de fe por sí mismo sin llamar a los demás. Luego, de allí agrandan las inconveniencias a las cuales tal curso podría conducir: que nada podría esperarse, sino una horrenda devastación y una confusión caótica, si cada individuo y nación adoptase para sí mismo su propia forma de creencia. Cosas como estas podrían mencionarse con justicia, y aún apropiadamente para la ocasión, si cualquier miembro de la Iglesia (en desprecio de la unidad) por su propia cuenta se separase a sí mismo de los demás. Pero eso no es ahora el punto en controversia. Desearía, en efecto, si fuese posible que todos los soberanos y estados del mundo cristiano se uniesen en una liga sacrosanta, y que procurasen una enmienda concurrente de los males presentes. Pero como vemos que algunos se muestran contrarios a una condición mejor, y que otros (envueltos con guerras ú ocupados con otros cuidados) no pueden prestar su atención al asunto, ¿cuánto tendremos (mientras que esperamos a otros) que demorar en tomar consejo para nosotros mismos? Y para explicar más libremente la fuente de todos nuestros males, vemos que el Pontífice romano (si él puede impedirlo) nunca permitirá en absoluto a todas las iglesias a unirse, no digo en un asesoramiento debido [para buscar reforma], pero en reunir un concilio. Él, ciertamente (tan a menudo como se le pide) va a dar promesas abundantes, siempre y cuando él vea todas las avenidas cerradas, y todas las entradas impedidas, mientras que él tenga en su mano obstáculos que pueda arrojar de vez en cuando, sin faltarle pretextos para enredar y confundir. Con unas pocas excepciones, todos los cardenales, obispos y superiores están de acuerdo entre ellos mismos en esto, ya que su único pensamiento es cómo retener la posesión de su usurpada tiranía. En cuanto al bienestar o la destrucción de la Iglesia, no les da el menor cuidado. No tengo miedo, potentísimo Emperador é ilustrísimos príncipes, que mi declaración parecerá increíble, o que será difícil persuadiros de su verdad. No, antes bien apelo a las conciencias de todos vosotros, si he declarado algo que vuestra propia experiencia no confirma. Mientras tanto, la Iglesia yace en la situación crítica mas baja: un número infinito de almas, sin saber qué dirección tomar, se hallan miserablemente perplejas; muchos aún (a quienes la muerte se les adelanta, si el Señor no los salva milagrosamente) perecen; diferentes sectas se levantan; muchos —cuya impiedad yacía antes oculta— asumen, por las disensiones presentes, una libertad para no creer nada en absoluto; por otra parte, muchas mentes no inclinadas a la malicia, comienzan a abandonar sus convicciones religiosas. No hay ninguna disciplina para detener estos males; entre nosotros que nos gloriamos solamente en el nombre de Cristo, y que tenemos el mismo bautismo, no hay más acuerdo que si profesáramos religiones completamente diferentes. Y la cosa más miserable de todas es, que a la vuelta (más bien casi a la vista) se ve un desmoronamiento de toda la Iglesia, para la cual, después de que esto haya ocurrido, será en vano buscar remedios. Por lo tanto, ya que al traer ayuda a la Iglesia en su gran angustia y peligro extremo, ninguna prontitud puede ser demasiado rápida, ¿qué hacen aquellos que nos remiten a un concilio general (del cual no se ve ninguna posibilidad) sino insultar tanto a Dios como a los hombres? Los alemanes deben por lo tanto someterse a este juicio: o que deseen mejor ver tranquilamente a la Iglesia de Dios perecer de su nación, cuando ellos pueden remediar sus desórdenes, o que se despierten al instante a sí mismos para la tarea. Aunque no adoptarán esta segunda alternativa tan rápido que el que ahora mismo sean condenados por haber tardado tanto. Pero aquellas personas (quienquiera que sean) que bajo pretexto de demandar un concilio general, interponen retrasos, claramente no tienen ningún otro fin en mente, que por este artificio alargar el tiempo. Por consiguiente no deben ser más escuchados que si confesasen con palabras lo que en realidad con hechos demuestran —a saber, que están dispuestos en procurar su propio beneficio a cambio de la destrucción de la Iglesia. Pero se dice que sería algo sin precedentes para los alemanes emprender por sí solos esta reforma; que en ningún caso, cuando controversias han surgido sobre doctrinas de religión, se ha oído alguna vez que una sola provincia haya emprendido su investigación y decisión. ¿Qué es lo que oigo? ¿Acaso piensan que por esta simple afirmación persuadirán al mundo en creer lo que las historias de todos los tiempos refutan? Tan a menudo como una nueva herejía surgía, o la Iglesia era abrumada por alguna disputa, ¿no era la costumbre común de convocar inmediatamente un sínodo provincial para poner fin al disturbio? Nunca fue la costumbre de recurrir a un concilio general sin antes haber tratado aquel otro remedio. Antes de que los obispos de toda la comunidad cristiana se reuniesen en Nicea para refutar a Arrio, ya varios sínodos se habían llevado a cabo en el Oriente con aquel propósito. Por razón a la brevedad, dejo a un lado otros ejemplos. Pero lo que nuestros enemigos rechazan como extraño es comprobado por los escritos de los antiguos, que ésta era la práctica común. Déjese, pues, este pretexto mentiroso de novedad. Si los obispos africanos hubieran alimentado esta idea supersticiosa, hubiera sido demasiado tarde haber confrontado a los donatistas y pelagianos. Los donatistas ya habían arrastrado a su partido una gran parte de África, y ni siquiera un lugar se hallaba del todo libre del contagio. Esto fue una controversia de la mayor importancia que trataba de la unidad de la Iglesia y de la administración correcta del bautismo. Según la nueva sabiduría de nuestros adversarios, los obispos ortodoxos deberían haber mandado el asunto a un concilio general, a fin de no separarse de los demás miembros de la Iglesia. ¿Es esto lo que hicieron? Al contrario, sabiendo que para apagar un incendio actual ningún tiempo debe perderse, ellos importunaban y seguían de cerca a los donatistas, ahora convocándolos a un sínodo, ahora, como si fuese, entrar en combate con ellos en argumentación. Que nuestros enemigos condenen de separación impía de la Iglesia a San Agustín y a los otros santos varones de aquella época que concurrieron con él. Pues, por autoridad imperial obligaron a los donatistas a entrar en debate con ellos sin reunir un concilio general, y no titubearon tratar en un sínodo provincial la controversia más difícil y peligrosa. Allí, también, Pelagio levantó su cresta [mostró su soberbia]; al instante un sínodo se llevó a cabo para reprimir su atrevimiento. Cuando (después de fingir arrepentimiento durante un corto tiempo) había vuelto a su vómito, con el estigma que se le había fijado por su impiedad en África se dirigió él mismo a Roma, donde fue recibido con abundante generosidad. ¿Qué curso tomaron los piadosos obispos? ¿Alegaron que se consideraban tan solo miembros particulares de la Iglesia, y que deberían aguardar la ayuda de un concilio general? Al contrario, ellos mismos se reunieron en la primera oportunidad; y una y otra vez anatematizaron el dogma impío por el cual ya muchos habían sido infectados, pronunciando y definiendo libremente el parecer que se debería sostener en cuanto al pecado original y a la gracia regeneradora. Después, ciertamente, enviaron a Roma una copia de sus procedimientos: en parte, para que por medio de una autoridad y consentimiento común, ellos pudiesen aplastar más eficazmente la contumacia de los herejes, y en parte para que pudiesen amonestar a otros de un peligro, contra el cual todos deberían estar de pie en guardia. Los aduladores del Pontífice romano distorsionan esto en otra dirección, como si los obispos hubieran suspendido su decisión hasta que los procedimientos fuesen ratificados por Inocente V, quién entonces presidía sobre la Iglesia de Roma. Pero esta desvergüenza más que suficiente es refutada por las palabras de los santos padres. Ya que ellos no pidieron consejo de Inocente V en lo que deberían hacer, o se lo enviaron para su decisión, o aguardaron sus órdenes o su autoridad; sino que ellos relatan que ya se habían informado de la causa y habían llegado a una decisión, condenando tanto al hombre [Pelagio] como a la doctrina, a fin de que Inocente V, también imitase su ejemplo, si él deseara no faltar en su deber. Estas cosas se hicieron entre tanto que las iglesias estaban de acuerdo unas con las otras en la sana doctrina. Ahora bien, cuando todo amenaza con la ruina, a menos que se halle socorro rápido, ¿por qué esperar el consentimiento de aquellos que no dejan ni una piedra sin voltear para estorbar la verdad (que ellos mismos han derrocado) de Dios, y que vuelva otra vez a levantarse? Ambrosio, en su día, tuvo una controversia con Auxencio [obispo arriano] sobre el artículo principal de nuestra fe, es decir, sobre la deidad de Cristo. El emperador dio apoyo a la opinión de Auxencio. Sin embargo, Ambrosio no apela a un concilio general, como si una causa tan importante fuese decidida de otra manera. Él sólo exige que, siendo un asunto de fe, se tratase en la Iglesia en presencia del pueblo. Y ¿cuál era el propósito de los sínodos provinciales, que se llevaban a cabo con regularidad dos veces al año, sino para que los obispos consultasen juntos en circunstancias urgentes? Así lo explica el canon diecinueve del Concilio de Calcedonia. Una promulgación antigua manda que los obispos de cada provincia se reúnan dos veces al año. El Concilio de Calcedonia nos da la razón: para que se pueda corregir cualquier error que haya surgido. Nuestros adversarios (contrario a lo que todos saben) niegan lo legítimo de tratar la corrupción de doctrina o conducta, hasta que se haya presentado delante de un concilio general. Antes bien, por esta misma escapatoria los arrianos, Paladio y Secundiniano, repudiaron el Concilio de Aquilea, porque no era un concilio entero ni general, estando ausentes todos los obispos del Oriente, y pocos aun del Occidente se presentaron. Y ciertamente apenas la mitad de los italianos se habían reunido. El obispo romano no había venido en persona, o enviado a alguno de sus presbíteros para representarlo. A todas estas objeciones Ambrosio responde: que no era una cosa nueva para los obispos occidentales tener un sínodo, ya que la práctica era común entre los orientales. Los emperadores piadosos que convocaron el concilio habían actuado sabiamente en dar a todos la libertad de venir, sin obligación alguna; y, como resultado, todos lo que creían conveniente venir, vinieron, sin que nadie se le prohibiese. Aunque los herejes continuaban con sus objeciones evasivas, no por eso los santos padres abandonaron su objetivo. Después de tales ejemplos, sin duda, vuestra Cesárea Majestad no debe verse impedido para usar los medios dentro de su alcance para devolver el cuerpo del Imperio a una concordia sacrosanta. Aunque (como ya se ha observado) nuestros enemigos, que aconsejan dilación, en fin, lo hacen no con el propósito de considerar más tarde el bienestar de la Iglesia sino sólo para ganar tiempo con la tardanza. Creen que, si ellos logran relegarnos a un concilio general, la dilación será lo suficientemente larga. Bien, sin embargo, supongamos que no hay ningún obstáculo para convocar inmediatamente un concilio general; también supongamos que ha sido convocado en serio, que el día de reunión está a la mano, y que todo está preparado. El Pontífice romano presidirá, por supuesto; o si él rehúsa venir, enviará a uno de sus cardenales, como embajador para presidir en su lugar, y seleccionará indudablemente aquél que él cree ser más fiel a sus intereses. El resto de los cardenales tomarán sus asientos, y a un lado de ellos los obispos y abades. Los asientos de más abajo serán ocupados por miembros ordinarios que (en su mayor parte) serán seleccionados como vasallos para vociferar las opiniones de aquellos de más arriba. En efecto, resultará que algunos pocos hombres honestos tendrán asientos entre ellos, pero serán despreciados por la pequeñez de su número; y debilitados por el miedo, o desanimados por la desesperanza de hacer algún bien, serán callados. Si por ventura, alguno de ellos intenta hablar, al instante será anegado por el ruido y el clamor. Pero la multitud estará más presta a sufrir cualquier cosa antes que permitir que la Iglesia sea restaurada a una mejor condición. En cuanto a la doctrina no diré nada. ¡Ojala se acercasen a la causa con un ánimo honesto y dócil! Pero es tan cierto como la misma certeza, que la única determinación de todas será no escuchar nada que se diga, o razones que respalden, sin importar lo que sea. Al contrario, no sólo llenarán sus oídos con terquedad y obstinación (para no obedecer la verdad), pero también se armarán con ferocidad para resistirla. Y ¿por qué? ¿Es posible que aquellos que no admiten ninguna mención en sus oídos de la sana doctrina, retiren espontáneamente su oposición, tan pronto como cuando venga a ser una materia para poner en práctica de inmediato? ¿Podemos esperar que aquellos que conspiran constantemente para prevenir que el reino de Cristo que se halla derribado vuelva a elevarse otra vez en el mundo, echen mano para levantarlo y extenderlo? ¿Por ventura aquellos que ahora, con fuego y espada, proceden con furor contra la verdad, y hacen todo lo que pueden para excitar e inflamar la crueldad de otros, se mostrarán moderados y clementes? De hecho si no hubiese más, lo dejo a vuestra prudencia, potentísimo Emperador e ilustrísimos Príncipes, de considerar si es para el interés propio del Pontífice romano y de todo su partido, que la Iglesia se restaure a un verdadero orden, y que su condición más corrupta sea reformada según la norma estricta del Evangelio. ¡Cuánto acontece generalmente olvidar el bienestar propio y disponer el corazón y el alma para promover el bienestar común, lo habréis descubierto por experiencia cierta! Vuestra Majestad, ¿abandonará la Iglesia en las manos de ellos, para que la reformen según su propia voluntad, o mejor dicho según su propio capricho? ¿Permanecerá indeciso aguardando las órdenes de ellos, determinado a nunca consultar por el bien de la Iglesia hasta que ellos consientan? Si ellos saben que ésta es su intención, ellos se desenredarán por un proceso fácil. Ellos decidirán que las cosas deben permanecer como están. Pero supongamos que de tal manera serán vencidos, ya sea por un sentido de vergüenza, o por la autoridad de vuestra Majestad y de los demás Príncipes, como para poner algún aspecto de moderación y ceder un poco de su poder, ¿van aceptar, de su propia voluntad, el ser obligadamente reducidos a un orden para que el reino de Cristo pueda ser levantado? Pero si no lo hacen, ¿con qué fin se les confía el cuidado de reformar la Iglesia, si no es para exponer las ovejas a los lobos? Si no hay ninguna otra alternativa, sería preferible abandonar la Iglesia y perder toda esperanza de ayuda alguna, que dejarla caer en manos de tales médicos. Ciertamente, hubiera sido digno de aquellos que tienen el nombre y que sostienen el oficio de pastores ser los primeros para acudir a su ayuda. Confieso que les hubiera sido digno el presentarse como líderes, y unir a los príncipes con ellos, como compañeros y colaboradores en este sagrado trabajo. Pero, ¿qué si ellos mismos rehúsan hacerlo? ¿Qué si no están dispuestos que sea hecho por otros? ¿Qué si no dejan piedra sin voltear a fin de prevenirlo? ¿Acaso debemos seguir tomándolos en cuenta? ¿Acaso ningún hombre debe moverse hasta que ellos den la señal? ¿Debemos seguir escuchando su solemne cantinela, «Nada debe procurarse hasta que el Papa lo haya aprobado»? Por consiguiente, vuestra Majestad, y también vosotros ilustrísimos príncipes y varones distinguidos, tened en mente, como un hecho cierto, que la Iglesia (no sólo traicionada, abandonada, y desahuciada por sus pastores, pero también afligida, abrumada con calamidades, y condenada a la destrucción) recurre a vuestra clemencia y protección. Antes bien, miradlo de esta manera: Dios ahora os ha proporcionado con una ocasión propicia para dar una prueba segura e incuestionable de vuestra fidelidad hacia Él. No hay nada en que todos los hombres deberían sentir el más profundo interés; nada en que Dios desea que manifestemos un celo más intenso, que en procurar que la gloria de Su nombre permanezca inmaculada, que su reino sea avanzado, y que aquella doctrina pura (que solo puede dirigirnos a la adoración verdadera) prospere en un vigor pleno. Cuánto más, por consiguiente, los príncipes deben cuidar en atender, desempeñar y llevar a una culminación estas cosas, viendo que Dios se ha dignado de comunicarles de Su nombre, para que ellos puedan ser en la tierra los guardianes y defensores de su gloria. Os suplico que no prestéis oído a hombres impíos, ya sea que os lisonjeen con una apariencia falsa de ofrecer consejo, a fin de que la Iglesia no reciba ningún alivio de vuestra mano, o ya sea que debiliten la causa —aunque sea la mayor de todas las causas— para que vosotros seáis más negligentes en asumir el cargo de ella, o a impulsaros a métodos violentos para proceder en ella. Hasta ahora han perdido su trabajo, vuestra Cesárea Majestad, al procurar encender vuestro furor, y en cierto modo, vestiros con las armas. Ciertamente, vuestra Majestad, transmitirá a la posteridad la alabanza distinguida, tanto de magnanimidad como de prudencia, en no haberse dejado ser movido de la moderación por consejos turbulentos con que habéis sido hostigados tan fuertemente y tan a menudo. Guardaos siempre que esta alabanza no os sea arrancada por la importunidad de nuestros enemigos. Agustín reconoce ser mala la disciplina que aterroriza a los herejes, pero no los instruye. Si los herejes, que (por su furor y sin causa justa) perturban la Iglesia, deben ser tratados con apacibilidad, procurando que la instrucción preceda siempre al castigo, ¿cuánto más debe emplearse humanidad en esta causa, en la cual testificamos a Dios y a los hombres que buscamos solamente un consentimiento sincero de ambos lados a la doctrina pura de Dios? Que el Pontífice romano y sus seguidores respiren solamente sangre y matanza, vuestra Majestad es el mejor testigo. Si hubieseis cedido a su furia, ya desde mucho tiempo Alemania se hallara inundada con su propia sangre. Vosotros, también, ilustrísimos príncipes, sabéis bien el hecho. ¿Acaso es el Espíritu de Dios quien los guía precipitadamente a tanta crueldad? Pero así es; el desenfreno, que por mucho tiempo ha andado acechando sin impedimento alguno, apenas se siente refrenado cuando estalla en locura. Si hay algunos (además de aquellos que desean vernos aplastados por violencia y armas) que se ven agitados por el aliento de otros, o instigados por sí mismos de un celo desconsiderado, aborrecen una causa que desconocen. Porque de aquello que Tertuliano se queja en su Apología (como le aconteció a la Iglesia cuando al principio se levantó) también nos ha sobrevenido en el día presente: pues somos condenados simplemente por la repugnancia que sienten de nuestro nombre, sin inquirir sobre nuestra causa. Y ¿para qué contendemos ahora, sino es por nuestra causa, que después de obtener un conocimiento legítimo de ella, finalmente pueda ser decidida, según la verdad y equidad, y no según alguna opinión falsamente preconcebida? Vuestra Majestad, ciertamente es una prueba noble de vuestra humanidad y de sabiduría única que habéis resistido hasta ahora el furor con que nuestros enemigos han procurado arrastraros a una severidad injusta. En segundo lugar, la mejor cosa es no ceder a los consejos perniciosos de aquellos que (bajo pretextos engañosos por la dilación) por mucho tiempo han estorbado este trabajo sacrosanto (quiero decir la reforma de la Iglesia); y lo que es peor, procuran prevenirlo totalmente. Tal vez, hay una dificultad restante que os impida comenzar el trabajo. Muchos, no por que estén indispuestos, se desaniman en emprender esta tarea sacrosanta, simplemente porque (previamente a sus intentos) perdieron la esperanza de su éxito. Pero hay dos cosas que deberían ser consideradas: la una, que la dificultad no es tan grande como pareciera ser; y la otra, que (sin importar tan grande que sea) no hay nada en ello que debiera abatiros, si consideráis que la causa es de Dios; y que mientras que Él la gobierne, nuestras esperanzas pueden ser superadas y nuestras opiniones ser halladas erróneas. La primera de éstas no es mi intención presente explicar; ya habrá lugar para una oportunidad más adecuada, una vez que el asunto se haya tomado en una consideración seria. Esto sólo diré, que su ejecución será más rápida, y de menos dificultad de lo que comúnmente se supone, a condición de que haya suficiente valor para llevarlo a cabo. Sin embargo, considerando, según el sentir del bien conocido y viejo proverbio, que no hay nada ilustre que también no sea difícil y arduo, ¿nos sorprendemos si en la mayor y en la más excelente de todas las causas debemos abrir nuestro camino por medio de muchas dificultades? Como ya he dicho, si no queremos gravemente ofender a Dios, conviene que nuestro ánimo se eleve más alto. Sin duda, estamos midiendo el poder de Dios por el grado de nuestra inteligencia, si no esperamos mayor reparación de la Iglesia que la de la situación presente parece ofrecernos. Sin importar cuán insignificante sea la esperanza de éxito, Dios nos manda tener buen ánimo y arrojar lejos todo temor, a fin de ceñirnos con energía para la obra. Hasta ahora, por lo menos, rindámosle honor. Confiando en su poder omnipotente, no rehusemos hacer el intento sin importar el resultado que le plazca concedernos. En la condición presente del Imperio, vuestra Majestad Imperial, y vosotros ilustrísimos príncipes, rodeados por necesidad de varios cuidados, y distraídos por una multiplicidad de negocios, sois agitados, y en cierta manera sacudidos por la tempestad. Pero tened siempre por seguro, que esto indudablemente tiene precedencia aparte de todo lo demás. Puedo apercibir qué vigor, qué seriedad, qué urgencia, qué ardor, qué tratamiento este asunto requiere. Y estoy consciente que habrá quien no exprese su sorpresa, que en un asunto tan noble y tan ilustre yo parezca tan indiferente. Pero ¿qué podría yo hacer? Sucumbo bajo su peso y magnitud. Por esta razón nada veo mejor más que presentar el asunto en la manera más sencilla, sin adorno de palabras, ante vuestra consideración para que lo examinéis. Primero, traed a vuestra memoria las horrendas calamidades de la Iglesia, que podrían mover aun mentes de hierro a la compasión. Más bien, poned delante de vuestros propios ojos su condición agotada y deforme, y la triste ruina que por doquiera se ve. ¿Hasta cuándo permitiréis que la prometida de Cristo, la madre de todos vosotros, permanezca así postrada y afligida —mayormente cuando ella os implora vuestra protección, y cuando los medios de alivio están en vuestra mano? Luego, considerad cuantas calamidades peores amenazan. La destrucción final no está lejos, a menos que intervengáis tan rápido como podáis. Cristo, ciertamente, va a proteger su Iglesia milagrosamente en la manera que le parezca mejor, y más allá de lo que los hombres puedan concebir; pero esto, digo, que los resultados de mayor dilación de vuestra parte será que ni aun en Alemania tendremos por lo menos la forma de una Iglesia. Mirad alrededor, y ved cuántos indicios pronostican aquella ruina (que vuestro deber es prevenir) y anuncian que está a las puertas. Estas cosas hablan tan elocuente, aun cuando yo permaneciese callado. Tales indicios, sin embargo, no sólo deberían despertarnos por su aspecto actual; sino que también deberían recordarnos de la venganza divina. Mientras que el culto divino es corrompido por tantas opiniones falsas, y pervertido por tantas supersticiones impías y abominables, la majestad sagrada de Dios es ultrajada con insultos atroces, su sagrado Nombre es profanado, su gloria pisoteada no tanto con los pies. Antes bien, mientras que todo el mundo cristiano es abiertamente contaminado con idolatría, los hombres en vez de adorar a Dios, adoran sus propias invenciones. Miles de supersticiones reinan —supersticiones que son sólo tantos insultos abiertos contra él. El poder de Cristo ha sido casi borrado de las mentes de hombres, la esperanza de la salvación ha sido transferida de Él mismo a ceremonias huecas, frívolas e insignificantes; mientras que existe una contaminación de los sacramentos digna no menos que ser maldecida. El bautismo ha sido deformado por numerosas añadiduras, la Santa Cena ha sido prostituida con toda clase de ignominias; la religión entera se ha degenerado en algo totalmente diferente. Si somos negligentes en remediar estos males, Dios sin duda no se olvidará de Sí mismo. El que declara que no sufrirá que Su honor de ninguna manera sea rebajado, ¿cómo podría tener en poco cuando es atropellado y destruido? El que amenaza con destrucción a todas las naciones en donde la profecía fracasó [en enmendarlas], ¿cómo dará lugar a nuestro desprecio abierto y contumaz de las profecías sin ser castigado? El que castigó una mancha leve en su Santa Cena con tanta severidad en los corintios, ¿cómo nos perdonará si nos atrevemos a contaminarla con tantas blasfemias indecibles? El que, por boca de todos sus profetas, declara y proclama armarse con venganza contra la idolatría, ¿cómo nos dejará intactos con tanta monstruosa idolatría? Ciertamente no la dejará así; pues vemos como, con espada en mano, nos constriñe y nos persigue. La guerra de los turcos ahora ocupa las mentes de todos, y llena de alarma. Bien puede hacerlo. Resoluciones se llevan a cabo para preparar los medios de resistencia. Esto, también, se hace necesaria y prudentemente. Todos dan voces que hay necesidad de una urgencia extraordinaria. Confieso que no puede haber demasiada urgencia, a condición de que la resolución que debería ocupar el primer lugar sea la resolución de como restaurar la Iglesia a su estado adecuado, y tal que no sea ignorada, ni postergada. Aplazamientos más que suficientes ya han sido interpuestos. El combustible de la guerra turca se halla por dentro, encerrado en nuestras entrañas, y debe ser desarraigado primero, si deseamos ahuyentar con éxito la guerra misma. Por lo cual, cuantas veces oigáis en el futuro los gritos de mal agüero —«el asunto de reformar la Iglesia debe hacerse a un lado por el momento; ya habrá tiempo suficiente para llevarlo a cabo después de que otros asuntos se hayan concluido» —recordad, potentísimo Emperador, y vosotros ilustrísimos príncipes, que el asunto sobre el cual debéis decidir es, si dejaréis a vuestra posteridad algún Imperio o ninguno. Pero, ¿por qué hablo de la posteridad? Incluso ahora, mientras vuestros propios ojos contemplan, se halla medio arruinado, y está punto de su devastación final. En cuanto a nosotros, independientemente de lo que venga, esto siempre sostendrá nuestra consciencia ante los ojos de Dios, que hemos procurado tanto promover Su gloria como el progreso de Su Iglesia; que hemos trabajado fielmente para ese fin; en una palabra, que hemos hecho lo que estaba a nuestro alcance. Pues en todos nuestros deseos, y en todos nuestros esfuerzos, no hemos tenido ningún otro objetivo. Y esto hemos determinado como lo principal, por elocuente testimonio que confirma el hecho. Y, ciertamente, entre tanto que nos sentimos seguros que amamos y hacemos la obra del Señor, también confiamos que Él mismo no descuidará lo que es suyo. Pero sea cual fuere el resultado, nunca nos arrepentiremos de haber comenzado, y de haber llegado hasta aquí. El Espíritu Santo es un testigo fiel e infalible de nuestra doctrina. Sabemos, digo, que es la verdad eterna de Dios que predicamos. Ciertamente, deseamos (como debería ser) que nuestro ministerio fuese de provecho al mundo; pero para que esto suceda le pertenece a Dios, no a nosotros. Si (para castigar, en parte la ingratitud, y en parte la terquedad de aquellos a quienes deseamos hacerles bien) se pierde toda esperanza, y todo se va a la ruina, diré lo que a un hombre cristiano conviene decir, y lo que cualquiera que de esta santa profesión confirmaría —moriremos. Pero en la muerte también seremos vencedores, no sólo porque por ella tendremos un traslado seguro a una mejor vida, pero porque sabemos que nuestra sangre será como semilla para propagar la verdad divina que los hombres ahora desprecian.
Posted on: Tue, 10 Sep 2013 13:43:27 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015