La Peste. (fragmento) Albert Camus Rieux llegó al mediodía. A - TopicsExpress



          

La Peste. (fragmento) Albert Camus Rieux llegó al mediodía. A las explicaciones de la señora respondió solamente que Paneloux tenía razón y que debía ser ya demasiado tarde. El Padre le acogió con el mismo aire indiferente. Rieux le reconoció y quedó sorprendido de no encontrar ninguno de los síntomas principales de la peste bubónica o pulmonar, fuera del ahogo y la opresión del pecho. -No tiene usted ninguno de los síntomas principales de la enfermedad - le dijo-, pero en realidad no puedo asegurar nada; tengo que aislarlo. El Padre sonrió extrañamente, como con cortesía, pero se calló. Rieux salió para telefonear y en seguida volvió y se quedó mirando al Padre. -Yo estaré cerca de usted -le dijo con dulzura. El Padre se reanimó un poco y levantó hacia el doctor sus ojos a los que pareció volver una especie de calor. Después articuló tan difícilmente que era imposible saber si lo decía con tristeza o no: -Gracias. Pero los religiosos no tienen amigos. Lo tienen todo puesto en Dios. Pidió el crucifijo que estaba en la cabecera de la cama y cuando se lo dieron se quedó mirándolo. En el hospital, Paneloux no volvió a separar los dientes. Se abandonó como una cosa inerte a todos los tratamientos que le impusieron, pero no soltó el crucifijo. Sin embargo, el caso del Padre seguía siendo ambiguo. La duda persistía en la mente de Rieux. Era la peste y no era la peste. Además, desde hacía algún tiempo parecía que la peste se complacía en despistar los diagnósticos. Pero en el caso del Padre Paneloux la continuación demostró que esta incertidumbre carecía de importancia. La fiebre subió. La tos se hizo cada vez más ronca y torturó al enfermo durante todo el día. Por la noche, al fin, el Padre expectoró aquel algodón que le ahogaba: estaba rojo. En medio de la borrasca de la fiebre, Paneloux permaneció con su mirada indiferente y cuando a la mañana siguiente lo encontraron muerto, medio caído fuera de la cama, sus ojos no expresaban nada. Se inscribió en su ficha: Caso dudoso. La fiesta de Todos los Santos no fue ese año como otras veces. En verdad, el tiempo era de circunstancias: había cambiado bruscamente y los calores tardíos habían cedido la plaza, de golpe, al fresco. Como los otros años un viento frío soplaba continuamente. Grandes nubes corrían de un lado a otro del horizonte, cubriendo de sombras las casas, sobre las que volvía a caer, después que pasaban, la luz fría y dorada del cielo de noviembre. Los primeros impermeables habían hecho su aparición. Pero se notaba que había un número sorprendente de telas cauchutadas y brillantes. Los periódicos habían informado que doscientos años antes, durante las grandes pestes del Mediodía, los médicos se vestían con telas aceitadas para preservarse y los comercios se aprovechaban de esto para colocar un surtido inmenso de trajes pasados de moda, gracias a los cuales cada uno esperaba quedar inmune. Pero todos estos rasgos de la estación no podían hacer olvidar que los cementerios estaban desiertos. Otros años los tranvías iban llenos del olor insulso de los crisantemos, y procesiones de mujeres se encaminaban a los lugares donde los suyos estaban enterrados para poner flores en sus tumbas. Era el día en que se trataba de compensar a los muertos del aislamiento y el olvido en que se les había tenido durante largos meses. Pero este año nadie quería pensar en los muertos, precisamente porque se pensaba demasiado. Ya no se trataba de ir hacia ellos con un poco de nostalgia y melancolía, ya no eran los abandonados ante los que hay que ir a justificarse una vez al año; eran los intrusos que se procura olvidar. Por eso el Día de los Muertos fue ese año, en cierto modo, escamoteado. Según Cottard, en quien Tarrou encontraba un lenguaje cada vez más irónico, todos los días eran el Día de los Muertos. Y realmente los fuegos de la peste ardían con una alegría cada vez más
Posted on: Thu, 28 Nov 2013 00:28:52 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015