La Victoriosa Reina del mundo Revelación a SOR MARÍA NATALIA - TopicsExpress



          

La Victoriosa Reina del mundo Revelación a SOR MARÍA NATALIA MAGDOLNA I LA MISIÓN DE SOR NATALIA (Fragmentos de su biografía) La tempestad Todavía no iba yo a la escuela, cuando un día hubo una terrible tempestad. Mi padre me tomó en sus brazos y me llevó a la ventana desde donde yo podía ver, a través del vidrio, el furor de la tempestad que sacudía nuestra casa y los árboles del bosque cercano. Había truenos y relámpagos incesantes. Mi madre, junto con mis hermanos, estaba rezando de rodillas. Yo era demasiado pequeña y no podía participar en la oración. Ni siquiera podía darme cuenta del peligro. Podía ver muy lejos con la luz de los relámpagos que iluminaba el cielo, y me parecía que podía ver hasta el Cielo. Le pregunté a mi padre de dónde venían estos truenos y relámpagos. Mi padre me contestó: –Sabes, hijita mía, la gente se ha vuelto mala y Nuestro Señor está levantando su dedo chiquito y los está advirtiendo. Él nos advierte que debemos ser buenos. Yo le pregunté: –Y ¿qué pasará si Dios levanta su dedo gordo? Mi padre se quedó pensativo, luego contestó: –Entonces, pequeña mía, todos moriremos. Esta fue, quizás, la primera vez que tuve yo un presentimiento de los mensajes que después recibiría del Señor. El coro y el mandil Tenía seis años cuando recibí la Primera Comunión. Ese año me trajo dos cosas, una gran dicha y una gran pena. La razón de mi pena: el cantor de nuestra iglesia había organizado un coro, pero a mí no me habían elegido porque ni mi voz ni mi oído eran lo bastante buenos. Pero antes de mi Primera Comunión el cantor me dijo: –Si lo deseas, Marika, puedes venir mañana. Me puse contentísima y llegué muy puntual. Pero después de dos himnos, me dijo: –Por favor, puedes irte, porque estás muy desentonada. Yo lloré muchísimo. Con mucho cariño mi madre me dijo que las oraciones de mi Primera Comunión serían mi canto. Fui a recibir la santa Comunión con un vestido blanco como la nieve y un mandilito de encaje. Ese día fui la invitada de mi madrina. Su hijo Jano estaba parcialmente sordo. Me ofreció unas cerezas recién cortadas. Cuando comí las cerezas me di cuenta que mi mandilito estaba manchado con el rojo jugo de las cerezas. Empecé a llorar y corrí a decirlo a mi madrina. Ella me consoló: –No llores, Marikita. Cuando acabe de cocinar te lo lavaré. Tomé mi mandilito y lo levanté con mi mano. Poco antes del almuerzo, vino mi madrina y me pidió el mandil. Al verlo me dijo: –Tu mandil está blanco como la nieve, no tiene manchas. Entonces me di cuenta que fue Jesús, el que vino a mí en la sagrada Comunión y limpió mi mandil. Una extraña huésped Empecé a leer la Santa Biblia a escondidas. Lo primero que me llegó a fondo fue: “No juzgues para que no te juzguen y lo que tú hagas por el más pequeño de mis hermanos, Me lo haces a Mí”. Cuando tenía catorce años hice el voto de la Tercera Orden de los Franciscanos, y a los quince se vio claramente que yo no quería casarme. Sólo Jesús me atraía constantemente. Con los ojos de mi alma vi a mi alrededor a reyes y pordioseros. Observé a los unos en su gran pompa pasajera mientras veía a los otros en su tremenda pero también pasajera pobreza. ¿A quién le daría mi amor? Decidí dárselo al que siempre vive y siempre se regocija en mi amor: a Jesús. De mis ocho hermanos, hoy sólo sobrevivimos un hermano y yo. Mi hermana Stephanie, que también fue religiosa, había muerto. Ella me ayudaba mucho cuando aún estábamos en nuestra casa. Los domingos, cuando mi madre nos dejaba limpiando la cocina después de la comida, nos turnábamos haciendo esta tarea. Cuando me tocaba a mí, Stephanie siempre me mandaba a rezar y ella hacía mi tarea, quizás porque nunca me peleaba con ella y porque sabía cómo me gustaba orar. Una tarde de verano, cerca de la puesta del sol, me senté en silencio detrás de la casa, en el primer peldaño de la escalera. Al ver la belleza del cielo, sentí como si mi alma fuera a volar hacia allá. De repente se abrió la reja del jardín y entró una mujer. Yo brinqué y corrí hacia ella. Era hermosa y una felicidad devota y sobrenatural irradiaba de ella. Dijo: –Quizás ésta va a ser la casa donde se me reciba. Me cerraron las puertas en las otras casas a donde llegué. “No hay lugar”, me dijeron. En otras partes me sacaron sin ninguna explicación. Empecé en esta hilera de casas y no me he pasado ninguna desde el gran puente hasta acá. Miré su cara y me di cuenta que era un alma devota y que amaba a Dios. ­–Me gusta la gente de buen corazón –dijo de nuevo–. ¿Me das un lugar para hospedarme? –¡Sí! –le dije. Corrí dentro de la casa hacia mi madre. Rápidamente le describí a la huésped: “Es una Señora hermosa, diferente de nosotros; su falda es oscura y cubre sus tobillos; pide quedarse con nosotros esta noche. Ni siquiera pide una cama, una silla es suficiente o un banco”. Después de esto corrí con mi padre. Él era un hombre serio y preguntó: “¿Quién es esta desconocida?” Yo se la describí con miedo que la despidiera. Pero mi padre estuvo de acuerdo a que se quedara. “Mira, pequeña mía, –me dijo–, de algún modo podemos acomodar a la inesperada huésped; no tenemos muchos espacio, pero déjala que se quede”. La noche estaba fría, por eso hicimos un poco de fuego en la casa. La Señora se sentó en una silla en la cocina y yo me senté a su lado en el suelo. Empezó a hablarme del Cielo. Yo escuchaba todas sus palabras y mi alma se regocijaba de felicidad. Le pregunté si quería comer con nosotros, pero ella sólo pidió un poquito de pan y té. Mientras nosotros comíamos, ella me habló de la vida de los Santos; de san Francisco de Asís. Yo le dije que quería servir muchísimo a Dios y ser religiosa. –Lo serás –dijo, y su voz era firme. –¿De dónde viene? –le pregunté. –Vengo de Viena, de un claustro. –¿De veras? –le dije con alegría–. Por favor, lléveme allí a mí también; no importa que yo sea aún pequeña –le supliqué. –A dónde voy yo ahora, no te puedo llevar. Pero sí, más tarde –me contestó. La campana de la iglesia tocó el Ángelus. La señora estaba absorta en oración, parecía ensimismada, de toda su persona irradiaba majestad y belleza celestiales. Yo estaba asustada, solamente más tarde me di cuenta que era Nuestra Madre Santísima. Era tiempo de ir a la cama. Le dije a la Señora, bajando mis ojos de vergüenza, que nosotros no teníamos una recámara para huéspedes, así que ella tenía que dormir en la mía mientras que mis padres irían a otro cuarto. Ella estuvo de acuerdo con el acomodo. –Nosotras tendremos lugar suficiente –dijo. Mi corazón se alegró. Yo era una muchacha delgada y le dije que podía quitarse su pequeño chal. –No importa –ella dijo sonriendo. Pero se lo quitó igualmente. Su hermoso pelo cayó como un velo, denso y fluido como una cascada. Corrí donde mi padre y le dije: –Papi, yo no sé qué hacer. Le pedí a la señora si quería dormir conmigo. –Está bien, si tú lo quieres. Pero si ella no quiere ir a la cama, déjala dormir en la silla. Yo me acostaré en la banca del otro cuarto; de este modo estaré cerca por si algo pasa. Regresé con la señora. Nos sentamos en la cama sin quitarnos la ropa. Ella me platicó durante toda la noche acerca del Cielo. No pude cerrar los ojos por lo bonito y hermoso de su plática. Por la madrugada le dije que yo iría a misa. Ella quiso ir conmigo. Durante la misa casi no me atreví a moverme. Fuimos juntas a comulgar. Después de la misa un acólito vino a decirme: –El señor cura quiere hablarte. –Voy en seguida, pero déjame acompañar a mi huésped afuera del pueblo. En efecto la señora estaba tomando el camino de Stomfa, un pueblo cercano. Le pregunté si conocía el camino, y le expliqué: –Primero sube usted al cerro, luego bajando verá en seguida las casas del pueblo. Ella me dio las gracias por pasar la noche en mi casa. Una vez más le dije: –Me gustaría ser religiosa. –¡Laudetur Jesus Christus! –me contestó en latín (Alabado sea Jesucristo). Después de haber dado unos pasos, me volteé para verla de nuevo, porque era difícil separarme de ella; y cuál fue mi sorpresa, no la vi por ningún lado. En mi infantil ingenuidad pensé: “Quizás, ¡ni el Señor Jesús la puede alcanzar! Mientras tanto el señor cura me estaba esperando con impaciencia. –¿Quién era esa señora, Marikita? –me preguntó–. ¡Por cierto no era de este mundo! –A mí me dijo que si yo rezo mucho podré ser religiosa –le contesté con un cierto orgullo de niña. El sacerdote estuvo un poco pensativo, después me dijo: –Yo vacilé en darle la comunión. Cuando le ofrecí la sagrada Hostia, su rostro estaba esplendoroso, lleno de luz; y luz también salía de su boca. La sagrada Hostia voló de mis dedos. Ella tomó la comunión en esta luz. Realmente tuve miedo de este fenómeno extraordinario. Ella misma me pareció la eternidad gloriosa. Aun en la sacristía seguí temblando. Muerte pospuesta Cuando tenía treinta y tres años, mis superiores me mandaron a Bélgica. Nuestro convento tenía pocas religiosas que pudieran llevar adelante los trabajos materiales. Aunque yo no era muy fuerte y con frecuencia me enfermaba, me gustaban los trabajos de la casa, como pintar, lavar los trastes, limpiar los baños, acarrear el carbón a las estufas, y hasta el trabajo del establo. Cuando tenía un poco de tiempo, me gustaba leer. Sin embargo, por estos trabajos pesados, me adelgacé muchísimo, hasta quedarme en los huesos. Mi superiora tuvo miedo de que yo no resistiera mucho e hizo saber a la superiora de la Casa Madre de Pozsony (Bratislava) que, humanamente hablando, yo no tenía mucho tiempo de vida. Una noche el Señor me dijo: –Tú me pediste que querías imitarme y que Yo te llevara conmigo cuando tuvieras treinta y tres años. Ha llegado la hora: te estoy llamando. Pero si tú aceptas seguir sufriendo en la tierra para salvar almas, yo puedo prolongar tu vida. Le contesté que yo deseaba sufrir para salvar muchas almas del infierno. Entonces Él me prometió que me dejaría en la tierra para que pudiera salvar las almas inmortales de los hombres; le dije: –Jesús, dame la gracia de poder consolarte hasta que sea una anciana, y cuando muera, déjame llevar almas al Cielo hasta el final de los tiempos. Concédeme que yo pueda orar ante miles de sagrarios abandonados mientras Tú permanezcas en la tierra en la sagrada Hostia. Jesús me lo prometió. Después me dijo: –¿Qué más deseas pedirme en tus treinta y tres años? –¿Qué más puedes darme, si Tú te das a mí totalmente? –le contesté. –Tienes razón; Yo no puedo dar más que a Mí mismo; pero pídeme algo para ti misma. La profundidad del pozo de mi gracia es infinita. –Mi querido Jesús, puesto que has vivido entre nosotros treinta y tres años, te pido que nos des 33 regalos. –¡Está bien! Yo te daré estos regalos para honrar a mi Madre. Estas 33 promesas se realizarán en los que, con un corazón puro, un deseo sincero y un ferviente amor, consuelen al Inmaculado Corazón de mi Madre. El don de la palabra En los años cuarenta y tantos, estando yo en uno de nuestros conventos, la madre superiora me invitó a dar una plática para unas 150 religiosas de varias partes del país. La Orden se encontraba entonces en una fuerte crisis vocacional y varias religiosas querían salir para casarse. Yo estaba muerta de miedo, y le dije: –Madre, por favor, no me obligue a esto. ¿Cómo puedo yo, sin estudios, dirigirme a esas religiosas, cuando muchas de ellas tienen diplomas y son maestras? Yo nunca he hablado así en público y mis nervios me impedirían pronunciar una sola palabra. Pero mis excusas no me sirvieron de nada y la madre superiora, por obediencia, me ordenó dar la plática. Ya no podía insistir más, sólo le pedí que me diera un poco de tiempo para consultarlo con Nuestro Señor. Así pues, le dije a Jesús que yo no era nada, solamente una pobretona, y que no podía cumplir con la obediencia si Él no me fortalecía con su gracia. Entonces oí la voz confortante de Jesús: –No tengas miedo, no vas a hablar tú, sino Yo hablaré por ti a las Hermanas, tú serás solamente mi instrumento. Yo necesito que alguien se me entregue en alma y corazón. Las palabras de Jesús fueron muy consoladoras y hermosas, pero yo seguía atemorizada y le dije que prefería hacer cualquier otro trabajo, aunque fuera de los más bajos, que dar una plática. Entonces oí otra vez la voz de Jesús: –Te dije: ¡No tengas miedo! ¡Yo hablaré! Dile a la madre superiora que estás lista para dar la plática. Me abandoné completamente a Jesús y llegué a la capilla puntualmente. Se me ocurrió que, mientras las personas sabias preparan sus notas antes de dar una plática, yo hablaría improvisando, casi al aire. Di un vistazo al sagrario y una felicidad sobrenatural me invadió. Oí otra vez su voz: “¡Tú eres solamente un instrumento. Yo hablaré!”. Me senté a la mesa. No me atreví a mirar a nadie; solamente empecé a hablar. Fui como un instrumento musical en las manos de mi Señor Jesús; tal vez un violín, cada sonido, cada palabra, todos los acordes rápidos de la escala llegaban a tiempo a mi alma. Todo esto era la voz de Jesús. La pequeña capilla del convento se convirtió en un bosque encendido; todo estaba encendido e irradiaba una extraña luz. Me convertí en una vasija de dulce bebida y yo fui la primera en gustarla. Yo fui la primera en oír y guardar esas palabras. Fui la discípula, como los apóstoles en el sermón de la montaña. Yo estaba absolutamente segura de que alguien estaba hablando en mí de cosas que yo nunca había pensado antes. ¿De qué estaba hablando Jesús? El oro de sus palabras brilla aún en mi alma. Habló de las religiosas, de las que quieren dejar la Orden, de las que quieren casarse, del descontento, de la desobediencia, de la falta de respeto y obediencia a las superioras, de la crítica a sus órdenes. Habló del proceso de desintegración que se encuentra en casi todos los conventos. Yo estaba tan llena de gozo que no podía ni siquiera oír mi propia voz y no sentía que mis labios se movían. No fue una plática que Jesús dio, fue una música sobrenatural que inundó la pequeña capilla y todas cantamos con Él. Estábamos llenas del alegre espíritu de la pobreza evangélica, de la obediencia y de la castidad. A medida que Jesús hablaba, yo iba desapareciendo completamente. Hablé cerca de dos horas. No cerré mi boca ni por un momento. Estaba llena de gracia sobrenatural y no supe cómo terminé la plática. Después, desaparecí rápidamente corriendo por la escalera a mi cuarto. Pero las religiosas me siguieron también muy rápidas y me alcanzaron. Estaban asombradas de lo que yo había dicho. Después la superiora me informó que muchas de las que querían dejar la Orden prometieron ser fieles a sus votos. –¿Ves, Natalia? –dijo–. Yo tenía razón en insistir que tú les hablaras. Yo le dije que no fui yo, sino Jesús mismo quien les habló; que yo misma aprendí mucho porque su voz salía de mí; yo solamente oía su divina melodía que resuena aún en mí: “Sólo mi gracia te mantiene viva, mi misericordia vive en tu corazón”. Me quedé en la luz de sus pensamientos. La vocación de Sor Natalia Así me dijo el Señor: –Hija mía, dile a tu confesor: “Si yo encuentro un alma, pura y pronta a hacer sacrificios, a través de ella yo puedo salvar no solamente un millar de almas, sino naciones enteras”. –Te has olvidado, Señor mío, quién soy yo. –Verdaderamente tú no eres nada ni nadie; lo único que tienes que hacer es transmitir mis mensajes, tal como yo te diré. Esto me dio paz; de esta manera puedo permanecer en mi insignificancia. En otra ocasión me quejé con el Señor de que yo no hablaba la lengua húngara muy bien y por eso yo esperaba que Él me libraría de esta ardua tarea. Él contestó: –Tú no sabes nada, creatura torpe. ¿Para qué crees que Yo te he dado a tu confesor y a tu maestra de novicias? Ellos estarán a tu lado y te ayudarán. Le pregunté a Jesús cuáles eran sus intenciones para mí. Él me contestó: –Hija mía, a través del amor y del sufrimiento, serás víctima por los sacerdotes, por los pecadores y por las almas del purgatorio. Sé pronta para toda clase de sufrimientos por ellos. Cuando Yo pida un sacrificio, tú deberás comunicarlo a tus superioras y a tu confesor. Si ellos no aceptan, Yo te daré sufrimientos internos. Por esto ellos sabrán que soy Yo el que te pide este sacrificio. Lo que me dijo ocurrió. Los sufrimientos en mi alma fueron tan tremendos que yo preferiría mejor cualquier dolor físico. Un día, Jesús me atrajo hacia Él con tal fuerza que perdí completamente el control de mis sentidos y no pude decir mis oraciones vocales. Cuando recobré el conocimiento, estaba avergonzada porque había interrumpido la oración de la comunidad. Sufrí mucho porque Jesús me mostró las catástrofes que sobrevendrían sobre el mundo y la perdición de las almas. Mis superioras me ordenaron que le pidiera a Jesús que me enviara sus regalos sin signos sensacionales externos, de otra manera no podría participar en la oración comunitaria ni tampoco quedarme en la comunidad de las Hermanas de santa Ma. Magdalena. Comuniqué esto a Jesús que me contestó: –Muy bien. En el futuro tú recibirás mis gracias sin signos visibles. Yo viviré y actuaré en ti como lo hice cuando vivía entre los hombres. Yo viví, oré y trabajé como cualquier otro hombre. Mientras pasaba el tiempo con mi Padre en éxtasis, el mundo no se percataba. La misión que yo recibí de Jesús me causó mucho sufrimiento. Cuando yo me quejé con Jesús, Él dijo: –¡Hija mía! Yo salvé al mundo en la cruz. Yo di mi sangre por ti; tu confesor y tu maestra de novicias todavía no han derramado su sangre. No olvides que los sufrimientos son el precio de la tierra en la que Yo estoy preparando un futuro más feliz para tu país y para todo el mundo. En 1940, cuando yo tuve dudas acerca de la autenticidad de los mensajes que recibía, Jesús me habló: –¡No tengas miedo! Yo fui el que te habló; Yo, el Amor duradero y la Verdad duradera. Mi deseo y voluntad son que el mundo reconozca a mi Madre Inmaculada como Reina del Mundo. Este mensaje debe llegar a los sacerdotes. Mi Corazón no puede descansar hasta que mi Madre Inmaculada haya subido públicamente al trono del mundo como Reina del Mundo. Tímidamente le contesté: –Yo no puedo decir esto a los sacerdotes, porque mi húngaro es pobre, y hay peligro que no pueda transmitir tus mensajes correctamente. Al oír esto, el Señor me consoló diciendo: –Yo soy el Dios del poder; Yo soy pequeño con los pequeños, pero soy grande con los grandes. No vaciles, solamente dile todo a tu confesor. Él no malentenderá ni mi voluntad ni mi divina intención. Algunos días después, Jesús me urgió así: –¡Si Yo hablo, tú debes hablar también. Siempre y cuando Yo esté callado, ¡tú debes estar callada también! ¿Por qué tienes miedo? Tú no fracasarás. ¡Mi Madre Inmaculada recibirá los honores que Ella merece! ¡Esta es la última vez que Yo te confío algo! ¡Ve y has lo que te ordené que hicieras! ¡Tú no debes retrasar el gozo que mi Corazón quiere realizar por medio tuyo y completar contigo! En una visión me di cuenta que mi querido país no sería una excepción en la catástrofe que se avecinaba y pensé que sería inútil escribir y comunicar todo esto. Jesús me reprendió dulcemente: –¿Qué? ¿Yo corrí y dejé mi misión cuando vi mi cruz y mi muerte? ¡Tú debes hacer lo mismo que Yo! ¡Tú debes continuar escribiendo aunque mueras mañana y todo se perdiera! Yo soy el Único que da la orden sobre mi proyecto; nadie puede pedirme cuentas. ¡Nadie puede entrometerse en lo que Yo hago! –¿Y si mi confesor me prohíbe escribir? –le pregunté. –¡Entonces no escribirás! ¡La palabra de tu confesor es la Mía! Conserva tus escritos cuidadosamente porque se necesitarán después de la guerra (Segunda Guerra Mundial). El padre Gologi continuará mi trabajo como mi apóstol. En otra ocasión Jesús me consoló: –Tú tienes que recibir mis órdenes divinas con paz en tu corazón. Tú encontrarás esta paz interior solamente si enfocas tus pensamientos sólo en Mí. Yo quiero que digas mis mensajes a tu confesor. Tú eres el instrumento con el cual Yo quiero abrir la puerta y alcanzar a mis sacerdotes. –¡Oh Jesús, buen Pastor! ¿Qué es lo que has hecho? ¿Qué es lo que estás pensando, escogiéndome a mí y rebajándote tanto? Es imposible para mí resistir los deseos de Jesús; yo quiero obedecer cada uno de sus deseos mientras que Él así lo quiera para que todo esto le glorifique en todo porque Él lo es Todo y yo soy nada. La Victoriosa Reina del mundo Revelación a SOR MARÍA NATALIA MAGDOLNA I LA MISIÓN DE SOR NATALIA (Fragmentos de su biografía) La tempestad Todavía no iba yo a la escuela, cuando un día hubo una terrible tempestad. Mi padre me tomó en sus brazos y me llevó a la ventana desde donde yo podía ver, a través del vidrio, el furor de la tempestad que sacudía nuestra casa y los árboles del bosque cercano. Había truenos y relámpagos incesantes. Mi madre, junto con mis hermanos, estaba rezando de rodillas. Yo era demasiado pequeña y no podía participar en la oración. Ni siquiera podía darme cuenta del peligro. Podía ver muy lejos con la luz de los relámpagos que iluminaba el cielo, y me parecía que podía ver hasta el Cielo. Le pregunté a mi padre de dónde venían estos truenos y relámpagos. Mi padre me contestó: –Sabes, hijita mía, la gente se ha vuelto mala y Nuestro Señor está levantando su dedo chiquito y los está advirtiendo. Él nos advierte que debemos ser buenos. Yo le pregunté: –Y ¿qué pasará si Dios levanta su dedo gordo? Mi padre se quedó pensativo, luego contestó: –Entonces, pequeña mía, todos moriremos. Esta fue, quizás, la primera vez que tuve yo un presentimiento de los mensajes que después recibiría del Señor. El coro y el mandil Tenía seis años cuando recibí la Primera Comunión. Ese año me trajo dos cosas, una gran dicha y una gran pena. La razón de mi pena: el cantor de nuestra iglesia había organizado un coro, pero a mí no me habían elegido porque ni mi voz ni mi oído eran lo bastante buenos. Pero antes de mi Primera Comunión el cantor me dijo: –Si lo deseas, Marika, puedes venir mañana. Me puse contentísima y llegué muy puntual. Pero después de dos himnos, me dijo: –Por favor, puedes irte, porque estás muy desentonada. Yo lloré muchísimo. Con mucho cariño mi madre me dijo que las oraciones de mi Primera Comunión serían mi canto. Fui a recibir la santa Comunión con un vestido blanco como la nieve y un mandilito de encaje. Ese día fui la invitada de mi madrina. Su hijo Jano estaba parcialmente sordo. Me ofreció unas cerezas recién cortadas. Cuando comí las cerezas me di cuenta que mi mandilito estaba manchado con el rojo jugo de las cerezas. Empecé a llorar y corrí a decirlo a mi madrina. Ella me consoló: –No llores, Marikita. Cuando acabe de cocinar te lo lavaré. Tomé mi mandilito y lo levanté con mi mano. Poco antes del almuerzo, vino mi madrina y me pidió el mandil. Al verlo me dijo: –Tu mandil está blanco como la nieve, no tiene manchas. Entonces me di cuenta que fue Jesús, el que vino a mí en la sagrada Comunión y limpió mi mandil. Una extraña huésped Empecé a leer la Santa Biblia a escondidas. Lo primero que me llegó a fondo fue: “No juzgues para que no te juzguen y lo que tú hagas por el más pequeño de mis hermanos, Me lo haces a Mí”. Cuando tenía catorce años hice el voto de la Tercera Orden de los Franciscanos, y a los quince se vio claramente que yo no quería casarme. Sólo Jesús me atraía constantemente. Con los ojos de mi alma vi a mi alrededor a reyes y pordioseros. Observé a los unos en su gran pompa pasajera mientras veía a los otros en su tremenda pero también pasajera pobreza. ¿A quién le daría mi amor? Decidí dárselo al que siempre vive y siempre se regocija en mi amor: a Jesús. De mis ocho hermanos, hoy sólo sobrevivimos un hermano y yo. Mi hermana Stephanie, que también fue religiosa, había muerto. Ella me ayudaba mucho cuando aún estábamos en nuestra casa. Los domingos, cuando mi madre nos dejaba limpiando la cocina después de la comida, nos turnábamos haciendo esta tarea. Cuando me tocaba a mí, Stephanie siempre me mandaba a rezar y ella hacía mi tarea, quizás porque nunca me peleaba con ella y porque sabía cómo me gustaba orar. Una tarde de verano, cerca de la puesta del sol, me senté en silencio detrás de la casa, en el primer peldaño de la escalera. Al ver la belleza del cielo, sentí como si mi alma fuera a volar hacia allá. De repente se abrió la reja del jardín y entró una mujer. Yo brinqué y corrí hacia ella. Era hermosa y una felicidad devota y sobrenatural irradiaba de ella. Dijo: –Quizás ésta va a ser la casa donde se me reciba. Me cerraron las puertas en las otras casas a donde llegué. “No hay lugar”, me dijeron. En otras partes me sacaron sin ninguna explicación. Empecé en esta hilera de casas y no me he pasado ninguna desde el gran puente hasta acá. Miré su cara y me di cuenta que era un alma devota y que amaba a Dios. ­–Me gusta la gente de buen corazón –dijo de nuevo–. ¿Me das un lugar para hospedarme? –¡Sí! –le dije. Corrí dentro de la casa hacia mi madre. Rápidamente le describí a la huésped: “Es una Señora hermosa, diferente de nosotros; su falda es oscura y cubre sus tobillos; pide quedarse con nosotros esta noche. Ni siquiera pide una cama, una silla es suficiente o un banco”. Después de esto corrí con mi padre. Él era un hombre serio y preguntó: “¿Quién es esta desconocida?” Yo se la describí con miedo que la despidiera. Pero mi padre estuvo de acuerdo a que se quedara. “Mira, pequeña mía, –me dijo–, de algún modo podemos acomodar a la inesperada huésped; no tenemos muchos espacio, pero déjala que se quede”. La noche estaba fría, por eso hicimos un poco de fuego en la casa. La Señora se sentó en una silla en la cocina y yo me senté a su lado en el suelo. Empezó a hablarme del Cielo. Yo escuchaba todas sus palabras y mi alma se regocijaba de felicidad. Le pregunté si quería comer con nosotros, pero ella sólo pidió un poquito de pan y té. Mientras nosotros comíamos, ella me habló de la vida de los Santos; de san Francisco de Asís. Yo le dije que quería servir muchísimo a Dios y ser religiosa. –Lo serás –dijo, y su voz era firme. –¿De dónde viene? –le pregunté. –Vengo de Viena, de un claustro. –¿De veras? –le dije con alegría–. Por favor, lléveme allí a mí también; no importa que yo sea aún pequeña –le supliqué. –A dónde voy yo ahora, no te puedo llevar. Pero sí, más tarde –me contestó. La campana de la iglesia tocó el Ángelus. La señora estaba absorta en oración, parecía ensimismada, de toda su persona irradiaba majestad y belleza celestiales. Yo estaba asustada, solamente más tarde me di cuenta que era Nuestra Madre Santísima. Era tiempo de ir a la cama. Le dije a la Señora, bajando mis ojos de vergüenza, que nosotros no teníamos una recámara para huéspedes, así que ella tenía que dormir en la mía mientras que mis padres irían a otro cuarto. Ella estuvo de acuerdo con el acomodo. –Nosotras tendremos lugar suficiente –dijo. Mi corazón se alegró. Yo era una muchacha delgada y le dije que podía quitarse su pequeño chal. –No importa –ella dijo sonriendo. Pero se lo quitó igualmente. Su hermoso pelo cayó como un velo, denso y fluido como una cascada. Corrí donde mi padre y le dije: –Papi, yo no sé qué hacer. Le pedí a la señora si quería dormir conmigo. –Está bien, si tú lo quieres. Pero si ella no quiere ir a la cama, déjala dormir en la silla. Yo me acostaré en la banca del otro cuarto; de este modo estaré cerca por si algo pasa. Regresé con la señora. Nos sentamos en la cama sin quitarnos la ropa. Ella me platicó durante toda la noche acerca del Cielo. No pude cerrar los ojos por lo bonito y hermoso de su plática. Por la madrugada le dije que yo iría a misa. Ella quiso ir conmigo. Durante la misa casi no me atreví a moverme. Fuimos juntas a comulgar. Después de la misa un acólito vino a decirme: –El señor cura quiere hablarte. –Voy en seguida, pero déjame acompañar a mi huésped afuera del pueblo. En efecto la señora estaba tomando el camino de Stomfa, un pueblo cercano. Le pregunté si conocía el camino, y le expliqué: –Primero sube usted al cerro, luego bajando verá en seguida las casas del pueblo. Ella me dio las gracias por pasar la noche en mi casa. Una vez más le dije: –Me gustaría ser religiosa. –¡Laudetur Jesus Christus! –me contestó en latín (Alabado sea Jesucristo). Después de haber dado unos pasos, me volteé para verla de nuevo, porque era difícil separarme de ella; y cuál fue mi sorpresa, no la vi por ningún lado. En mi infantil ingenuidad pensé: “Quizás, ¡ni el Señor Jesús la puede alcanzar! Mientras tanto el señor cura me estaba esperando con impaciencia. –¿Quién era esa señora, Marikita? –me preguntó–. ¡Por cierto no era de este mundo! –A mí me dijo que si yo rezo mucho podré ser religiosa –le contesté con un cierto orgullo de niña. El sacerdote estuvo un poco pensativo, después me dijo: –Yo vacilé en darle la comunión. Cuando le ofrecí la sagrada Hostia, su rostro estaba esplendoroso, lleno de luz; y luz también salía de su boca. La sagrada Hostia voló de mis dedos. Ella tomó la comunión en esta luz. Realmente tuve miedo de este fenómeno extraordinario. Ella misma me pareció la eternidad gloriosa. Aun en la sacristía seguí temblando. Muerte pospuesta Cuando tenía treinta y tres años, mis superiores me mandaron a Bélgica. Nuestro convento tenía pocas religiosas que pudieran llevar adelante los trabajos materiales. Aunque yo no era muy fuerte y con frecuencia me enfermaba, me gustaban los trabajos de la casa, como pintar, lavar los trastes, limpiar los baños, acarrear el carbón a las estufas, y hasta el trabajo del establo. Cuando tenía un poco de tiempo, me gustaba leer. Sin embargo, por estos trabajos pesados, me adelgacé muchísimo, hasta quedarme en los huesos. Mi superiora tuvo miedo de que yo no resistiera mucho e hizo saber a la superiora de la Casa Madre de Pozsony (Bratislava) que, humanamente hablando, yo no tenía mucho tiempo de vida. Una noche el Señor me dijo: –Tú me pediste que querías imitarme y que Yo te llevara conmigo cuando tuvieras treinta y tres años. Ha llegado la hora: te estoy llamando. Pero si tú aceptas seguir sufriendo en la tierra para salvar almas, yo puedo prolongar tu vida. Le contesté que yo deseaba sufrir para salvar muchas almas del infierno. Entonces Él me prometió que me dejaría en la tierra para que pudiera salvar las almas inmortales de los hombres; le dije: –Jesús, dame la gracia de poder consolarte hasta que sea una anciana, y cuando muera, déjame llevar almas al Cielo hasta el final de los tiempos. Concédeme que yo pueda orar ante miles de sagrarios abandonados mientras Tú permanezcas en la tierra en la sagrada Hostia. Jesús me lo prometió. Después me dijo: –¿Qué más deseas pedirme en tus treinta y tres años? –¿Qué más puedes darme, si Tú te das a mí totalmente? –le contesté. –Tienes razón; Yo no puedo dar más que a Mí mismo; pero pídeme algo para ti misma. La profundidad del pozo de mi gracia es infinita. –Mi querido Jesús, puesto que has vivido entre nosotros treinta y tres años, te pido que nos des 33 regalos. –¡Está bien! Yo te daré estos regalos para honrar a mi Madre. Estas 33 promesas se realizarán en los que, con un corazón puro, un deseo sincero y un ferviente amor, consuelen al Inmaculado Corazón de mi Madre. El don de la palabra En los años cuarenta y tantos, estando yo en uno de nuestros conventos, la madre superiora me invitó a dar una plática para unas 150 religiosas de varias partes del país. La Orden se encontraba entonces en una fuerte crisis vocacional y varias religiosas querían salir para casarse. Yo estaba muerta de miedo, y le dije: –Madre, por favor, no me obligue a esto. ¿Cómo puedo yo, sin estudios, dirigirme a esas religiosas, cuando muchas de ellas tienen diplomas y son maestras? Yo nunca he hablado así en público y mis nervios me impedirían pronunciar una sola palabra. Pero mis excusas no me sirvieron de nada y la madre superiora, por obediencia, me ordenó dar la plática. Ya no podía insistir más, sólo le pedí que me diera un poco de tiempo para consultarlo con Nuestro Señor. Así pues, le dije a Jesús que yo no era nada, solamente una pobretona, y que no podía cumplir con la obediencia si Él no me fortalecía con su gracia. Entonces oí la voz confortante de Jesús: –No tengas miedo, no vas a hablar tú, sino Yo hablaré por ti a las Hermanas, tú serás solamente mi instrumento. Yo necesito que alguien se me entregue en alma y corazón. Las palabras de Jesús fueron muy consoladoras y hermosas, pero yo seguía atemorizada y le dije que prefería hacer cualquier otro trabajo, aunque fuera de los más bajos, que dar una plática. Entonces oí otra vez la voz de Jesús: –Te dije: ¡No tengas miedo! ¡Yo hablaré! Dile a la madre superiora que estás lista para dar la plática. Me abandoné completamente a Jesús y llegué a la capilla puntualmente. Se me ocurrió que, mientras las personas sabias preparan sus notas antes de dar una plática, yo hablaría improvisando, casi al aire. Di un vistazo al sagrario y una felicidad sobrenatural me invadió. Oí otra vez su voz: “¡Tú eres solamente un instrumento. Yo hablaré!”. Me senté a la mesa. No me atreví a mirar a nadie; solamente empecé a hablar. Fui como un instrumento musical en las manos de mi Señor Jesús; tal vez un violín, cada sonido, cada palabra, todos los acordes rápidos de la escala llegaban a tiempo a mi alma. Todo esto era la voz de Jesús. La pequeña capilla del convento se convirtió en un bosque encendido; todo estaba encendido e irradiaba una extraña luz. Me convertí en una vasija de dulce bebida y yo fui la primera en gustarla. Yo fui la primera en oír y guardar esas palabras. Fui la discípula, como los apóstoles en el sermón de la montaña. Yo estaba absolutamente segura de que alguien estaba hablando en mí de cosas que yo nunca había pensado antes. ¿De qué estaba hablando Jesús? El oro de sus palabras brilla aún en mi alma. Habló de las religiosas, de las que quieren dejar la Orden, de las que quieren casarse, del descontento, de la desobediencia, de la falta de respeto y obediencia a las superioras, de la crítica a sus órdenes. Habló del proceso de desintegración que se encuentra en casi todos los conventos. Yo estaba tan llena de gozo que no podía ni siquiera oír mi propia voz y no sentía que mis labios se movían. No fue una plática que Jesús dio, fue una música sobrenatural que inundó la pequeña capilla y todas cantamos con Él. Estábamos llenas del alegre espíritu de la pobreza evangélica, de la obediencia y de la castidad. A medida que Jesús hablaba, yo iba desapareciendo completamente. Hablé cerca de dos horas. No cerré mi boca ni por un momento. Estaba llena de gracia sobrenatural y no supe cómo terminé la plática. Después, desaparecí rápidamente corriendo por la escalera a mi cuarto. Pero las religiosas me siguieron también muy rápidas y me alcanzaron. Estaban asombradas de lo que yo había dicho. Después la superiora me informó que muchas de las que querían dejar la Orden prometieron ser fieles a sus votos. –¿Ves, Natalia? –dijo–. Yo tenía razón en insistir que tú les hablaras. Yo le dije que no fui yo, sino Jesús mismo quien les habló; que yo misma aprendí mucho porque su voz salía de mí; yo solamente oía su divina melodía que resuena aún en mí: “Sólo mi gracia te mantiene viva, mi misericordia vive en tu corazón”. Me quedé en la luz de sus pensamientos. La vocación de Sor Natalia Así me dijo el Señor: –Hija mía, dile a tu confesor: “Si yo encuentro un alma, pura y pronta a hacer sacrificios, a través de ella yo puedo salvar no solamente un millar de almas, sino naciones enteras”. –Te has olvidado, Señor mío, quién soy yo. –Verdaderamente tú no eres nada ni nadie; lo único que tienes que hacer es transmitir mis mensajes, tal como yo te diré. Esto me dio paz; de esta manera puedo permanecer en mi insignificancia. En otra ocasión me quejé con el Señor de que yo no hablaba la lengua húngara muy bien y por eso yo esperaba que Él me libraría de esta ardua tarea. Él contestó: –Tú no sabes nada, creatura torpe. ¿Para qué crees que Yo te he dado a tu confesor y a tu maestra de novicias? Ellos estarán a tu lado y te ayudarán. Le pregunté a Jesús cuáles eran sus intenciones para mí. Él me contestó: –Hija mía, a través del amor y del sufrimiento, serás víctima por los sacerdotes, por los pecadores y por las almas del purgatorio. Sé pronta para toda clase de sufrimientos por ellos. Cuando Yo pida un sacrificio, tú deberás comunicarlo a tus superioras y a tu confesor. Si ellos no aceptan, Yo te daré sufrimientos internos. Por esto ellos sabrán que soy Yo el que te pide este sacrificio. Lo que me dijo ocurrió. Los sufrimientos en mi alma fueron tan tremendos que yo preferiría mejor cualquier dolor físico. Un día, Jesús me atrajo hacia Él con tal fuerza que perdí completamente el control de mis sentidos y no pude decir mis oraciones vocales. Cuando recobré el conocimiento, estaba avergonzada porque había interrumpido la oración de la comunidad. Sufrí mucho porque Jesús me mostró las catástrofes que sobrevendrían sobre el mundo y la perdición de las almas. Mis superioras me ordenaron que le pidiera a Jesús que me enviara sus regalos sin signos sensacionales externos, de otra manera no podría participar en la oración comunitaria ni tampoco quedarme en la comunidad de las Hermanas de santa Ma. Magdalena. Comuniqué esto a Jesús que me contestó: –Muy bien. En el futuro tú recibirás mis gracias sin signos visibles. Yo viviré y actuaré en ti como lo hice cuando vivía entre los hombres. Yo viví, oré y trabajé como cualquier otro hombre. Mientras pasaba el tiempo con mi Padre en éxtasis, el mundo no se percataba. La misión que yo recibí de Jesús me causó mucho sufrimiento. Cuando yo me quejé con Jesús, Él dijo: –¡Hija mía! Yo salvé al mundo en la cruz. Yo di mi sangre por ti; tu confesor y tu maestra de novicias todavía no han derramado su sangre. No olvides que los sufrimientos son el precio de la tierra en la que Yo estoy preparando un futuro más feliz para tu país y para todo el mundo. En 1940, cuando yo tuve dudas acerca de la autenticidad de los mensajes que recibía, Jesús me habló: –¡No tengas miedo! Yo fui el que te habló; Yo, el Amor duradero y la Verdad duradera. Mi deseo y voluntad son que el mundo reconozca a mi Madre Inmaculada como Reina del Mundo. Este mensaje debe llegar a los sacerdotes. Mi Corazón no puede descansar hasta que mi Madre Inmaculada haya subido públicamente al trono del mundo como Reina del Mundo. Tímidamente le contesté: –Yo no puedo decir esto a los sacerdotes, porque mi húngaro es pobre, y hay peligro que no pueda transmitir tus mensajes correctamente. Al oír esto, el Señor me consoló diciendo: –Yo soy el Dios del poder; Yo soy pequeño con los pequeños, pero soy grande con los grandes. No vaciles, solamente dile todo a tu confesor. Él no malentenderá ni mi voluntad ni mi divina intención. Algunos días después, Jesús me urgió así: –¡Si Yo hablo, tú debes hablar también. Siempre y cuando Yo esté callado, ¡tú debes estar callada también! ¿Por qué tienes miedo? Tú no fracasarás. ¡Mi Madre Inmaculada recibirá los honores que Ella merece! ¡Esta es la última vez que Yo te confío algo! ¡Ve y has lo que te ordené que hicieras! ¡Tú no debes retrasar el gozo que mi Corazón quiere realizar por medio tuyo y completar contigo! En una visión me di cuenta que mi querido país no sería una excepción en la catástrofe que se avecinaba y pensé que sería inútil escribir y comunicar todo esto. Jesús me reprendió dulcemente: –¿Qué? ¿Yo corrí y dejé mi misión cuando vi mi cruz y mi muerte? ¡Tú debes hacer lo mismo que Yo! ¡Tú debes continuar escribiendo aunque mueras mañana y todo se perdiera! Yo soy el Único que da la orden sobre mi proyecto; nadie puede pedirme cuentas. ¡Nadie puede entrometerse en lo que Yo hago! –¿Y si mi confesor me prohíbe escribir? –le pregunté. –¡Entonces no escribirás! ¡La palabra de tu confesor es la Mía! Conserva tus escritos cuidadosamente porque se necesitarán después de la guerra (Segunda Guerra Mundial). El padre Gologi continuará mi trabajo como mi apóstol. En otra ocasión Jesús me consoló: –Tú tienes que recibir mis órdenes divinas con paz en tu corazón. Tú encontrarás esta paz interior solamente si enfocas tus pensamientos sólo en Mí. Yo quiero que digas mis mensajes a tu confesor. Tú eres el instrumento con el cual Yo quiero abrir la puerta y alcanzar a mis sacerdotes. –¡Oh Jesús, buen Pastor! ¿Qué es lo que has hecho? ¿Qué es lo que estás pensando, escogiéndome a mí y rebajándote tanto? Es imposible para mí resistir los deseos de Jesús; yo quiero obedecer cada uno de sus deseos mientras que Él así lo quiera para que todo esto le glorifique en todo porque Él lo es Todo y yo soy nada.
Posted on: Wed, 07 Aug 2013 06:30:18 +0000

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