La cooperación, la esencia fundamental de la especie humana Ya - TopicsExpress



          

La cooperación, la esencia fundamental de la especie humana Ya desde las investigaciones de Cooley, de Mead o de Vygotsky, se sabe que el ser humano es ante todo un ser social y que todas sus propiedades son construidas socialmente a través de la interacción. Adoptar este enfoque interaccionista, además de ser altamente fértil, facilita el que vayamos construyendo una psicología social ajustada a su objeto de estudio, pues, como hace unos años escribieran Torregrosa y Jiménez Burillo (1991: 9), “la noción de interacción invita a mirar el comportamiento humano como algo distinto al mero resultado de resortes neurofisiológicos o a la mecánica ejecución de las prescripciones normativas de roles institucionalizados. La interacción social no es sólo el escenario en que todo ello ha de manifestarse, es igualmente, en su mismo discurrir, elemento constitutivo de la subjetividad individual y colectiva”. Y existen dos principales tipos de interacción: la interacción cooperativa y la interacción conflictiva y cada una de ellas irá construyendo un diferente tipo de subjetividad y un diferente tipo de colectivo social (véase Gergen, 1996, 1999; Gergen y Davis, 1985). Es evidente que, siempre que pueda utilizarse, es mucho más eficaz la primera que la segunda. Pero no sólo es que sea más eficaz, es que la cooperación constituye la esencia de la naturaleza humana. Y si no, preguntémonos cómo fue posible que la especie humana subsistiera en la selva entre todas las especies animales e incluso que llegara a dominar a todas las demás, para bien y para mal, si no era ni la más fuerte, ni la más veloz, ni la más fiera. La respuesta es sencillamente la siguiente: porque era la más cooperativa. Y, como mostró Kropotkin (1902/1988), el ser humano fue, durante miles de años, ante todo un animal cooperativo (véase Ovejero, 2005). Más en concreto, aunque adhiriéndose al evolucionismo darwiniano, que él consideraba la última palabra de la ciencia moderna, Kropotkin mostró profusa y convincentemente el lado olvidado del evolucionismo, el de la importancia de la cooperación en la supervivencia y en la evolución de las especies animales y particularmente en la humana. Es en este sentido en el que Peter Singer (2000), profesor de bioética de Princeton, afirma que uno de los pocos universales biológicos de la especie humana es justamente nuestra disposición a crear relaciones cooperativas. También el antropólogo A.H. Harcourt (1995) coloca la cooperación en el centro de la evolución. En resumidas cuentas, la conclusión de Kropotkin es rotunda (1988: 100): “Por fortuna, la competencia no constituye regla general ni para el mundo animal ni para la humanidad. Se limita, entre los animales, a períodos determinados. Mejores condiciones para la selección progresiva son creadas por medio de la eliminación de la competición, por medio de la ayuda mutua y del apoyo mutuo”. Sin embargo, y a pesar de lo dicho, es evidente que los hombres y mujeres occidentales somos actualmente más competitivos y menos cooperativos que en épocas anteriores. Pero lo que no puede decirse en absoluto es que ello se deba a su biología ni a su naturaleza, porque, como decía Ortega y Gasset, el hombre no tiene naturaleza, tiene historia (Ovejero, 2000a). E históricamente, la cooperación fue durante miles de años la identidad de la especie humana y la principal razón de su éxito. Pero ha sido el Estado el que de muy diferentes formas ha pretendido reducir esa, para él, peligrosa “manía cooperadora” de sus súbditos. Para entender esto mejor veamos un ejemplo extraído de Lizcano (1995: 13-14): “En los países andinos existe una forma comunal de trabajo, la minga, donde amigos y vecinos abandonan, de mutuo acuerdo, sus faenas habituales para poner mano comúnen un trabajo de interés común: abrir un camino, levantar la escuela, edificar nuevas viviendas o construir un canal. No recurren para ello a los ‘organismos oficiales pertinentes’ ni a ninguna forma ‘normal’ de contrato laboral. Basta que la comunidad sienta determinada necesidad, para que ella misma ponga en juego las fuerzas y habilidades de sus miembros y sus propias riquezas naturales. Hasta las mujeres, ancianos y niños saben hacerse útiles. La minga es una fiesta. En ella, la comunidad crea y se re-crea; edificando el objeto de su necesidad, a sí misma se edifica; se re-encuentra y consolida. Los que para cualquier observador exterior no serían sino ‘pobres indios’ (pues incurren en todos los criterios de pobreza al uso) no carecen de nada, pues saben, quieren y pueden poner los medios para atender la falta que ellos mismos acusaron. Un pequeño valle de la sierra ecuatoriana fue el lugar elegido por una ‘institución benéfica’ para extender la fronteras de su lucha contra la pobreza. ¡Esos pobres indios trabajando todo el día sin el menor ingreso ni salario! Y resuelta a que de su mano les llegara ese ‘derecho natural’ a una ‘remuneración suficiente’ por el trabajo, decidió establecer ‘gratuitamente’ un ‘salario digno’ para cada uno de los participantes en la minga. Los pobres indios (sin saberlo, ahora sí que empezaban a serlo), siempre tan agradecidos, fueron cobrando su salario... e identificándolo con la gratificación debida por su labor (ya no co-laboración) en la minga. Cuando tan generosa ayuda dejó de prestarle (prescindamos ahora de las causas, incluso de la posible premeditación de tal medida), ningún indio quiso ya volver a ninguna minga que no respetara su ‘derecho a un salario’. La escuela se quedó sin acabar de construir y cada nueva vivienda pide ya su precio en jornales. La esclavitud al salario, la irresponsabilidad y la miseria reinaban ya donde una sabia y ancestral estructura comunal había sabido conjurarlas”. Como hemos podido constatar en este ejemplo, las diferentes comunidades fueron construyendo sus propias formas concretas de cooperación y apoyo mutuo que, posteriormente, la “civilización” y el Estado se fueron encargando de combatir y paulatinamente eliminar, sobre todo desde que el capitalismo fue teniendo un enorme éxito como forma dominante de vida. Pero el cinismo de esta larga y profunda operación consistió en afirmar luego, una vez eliminada la mayor parte de esa “cultura de la cooperación”, que el ser humano, al igual que las demás especies animales, es intrínsecamente competitivo por naturaleza. Así, olvidado ya, en gran medida, el cooperativismo, esencia de la especie humana a la vez que elemento constitutivo y constituyente de nosotros mismos, y asentado, al parecer para mucho tiempo, el nuevo contexto individualista y esencialmente competitivo en que ahora debemos desarrollarnos, los principales problemas humanos adquieren una nueva dimensión. De hecho, tanto el racismo y la xenofobia, como la violencia escolar hunden sus raíces, en gran medida, en este nuevo contexto individualista y competitivo, que viene de atrás, pero que en las últimas décadas está siendo cada vez más dominante y hasta hegemónico.
Posted on: Mon, 05 Aug 2013 09:08:45 +0000

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