La religión toma partido EL 1 DE SEPTIEMBRE de 1939 Alemania - TopicsExpress



          

La religión toma partido EL 1 DE SEPTIEMBRE de 1939 Alemania invadía Polonia, con lo que daba comienzo la II Guerra Mundial. Tres semanas después aparecía el siguiente titular en The New York Times: “Las iglesias alientan a los soldados alemanes”. ¿Apoyaron realmente las iglesias alemanas las guerras de Hitler? Friedrich Heer, católico romano y profesor de Historia en la Universidad de Viena, reconoció que sí lo hicieron: “En la cruda realidad de la historia alemana, la cruz y la esvástica se fueron acercando cada vez más, hasta que la esvástica proclamó el mensaje de la victoria desde las torres de las catedrales alemanas, las banderas con la esvástica aparecieron en los altares, y los teólogos, pastores, clérigos y políticos católicos y protestantes aclamaron la alianza con Hitler”. En efecto, las autoridades eclesiásticas dieron apoyo incondicional al movimiento bélico de Hitler, como escribió el profesor católico romano Gordon Zahn: “Cualquier católico alemán que acudiera a sus superiores religiosos en busca de guía espiritual y dirección respecto a prestar servicio en las guerras de Hitler, recibía prácticamente las mismas respuestas que hubiera recibido del propio dirigente nazi”. Las religiones del bando contrario Ahora bien, ¿qué decían las iglesias de los países que luchaban contra Alemania? The New York Times del 29 de diciembre de 1966 dijo: “En el pasado, las jerarquías católicas locales casi siempre apoyaron las guerras de sus naciones, bendiciendo a las tropas y rezando por la victoria, mientras que un grupo de obispos del bando opuesto rezaban públicamente por el resultado contrario”. ¿Aprobó el Vaticano este apoyo a los ejércitos contrarios? Veamos: El 8 de diciembre de 1939, tan solo tres meses después de haberse declarado la II Guerra Mundial, el papa Pío XII redactó la carta pastoral Asperis Commoti Anxietatibus, dirigida a los capellanes de los ejércitos de las naciones beligerantes. En ella se instaba a los capellanes de ambos bandos a confiar en sus respectivos obispos militares, y se les exhortaba, “como soldados bajo la bandera de su país, a luchar también por la Iglesia”. La religión suele tomar la delantera con entusiasmo en movilizar a los países para la guerra. “Hasta en nuestras iglesias hemos puesto el estandarte de la guerra”, admitió el difunto clérigo protestante Harry Emerson Fosdick. Y con respecto a la I Guerra Mundial, el general de brigada británico Frank P. Crozier dijo: “Las iglesias cristianas son las mejores creadoras de actitudes sanguinarias que tenemos, y nos hemos servido bien de ellas”. No obstante, eso ocurrió en el pasado. ¿Qué puede decirse del papel que desempeña ahora la religión en la guerra de las repúblicas de la anterior Yugoslavia, donde la mayoría de la gente es o católica romana u ortodoxa? La responsabilidad de la religión Un titular aparecido en la revista Asiaweek del 20 de octubre de 1993 rezaba así: “Bosnia es un epicentro de conflictos religiosos”. En el periódico San Antonio Express-News del 13 de junio de 1993, se publicó un artículo titulado “Los caudillos religiosos deberían poner fin a las calamidades bosnias”. Decía: “Las religiones católica romana, ortodoxa oriental y musulmana [...] no pueden eludir su responsabilidad por lo que está sucediendo. Esta vez no, no con el mundo entero viendo todas las noches [las noticias]. Es su guerra. [...] Es obvio que los jefes religiosos comparten la responsabilidad de la guerra. Su misma santurronería la provoca. Lo hacen cuando bendicen a un bando para que venza al otro”. ¿A qué se debe, por ejemplo, que se odien tanto los miembros de la Iglesia Católica Romana y de las Iglesias Ortodoxas Orientales? La culpa la tienen los papas, los patriarcas y demás dirigentes eclesiásticos. Desde que estas religiones se separaron por completo, en 1054, las autoridades eclesiásticas han fomentado el odio y las guerras entre sus fieles. El 20 de septiembre de 1991, el periódico montenegrino Pobeda señaló a ese cisma religioso y sus consecuencias en un artículo sobre las luchas recientes. Bajo el titular “Asesinos en el nombre de Dios”, explicó: “No es una cuestión de política entre [el presidente croata] Tudjman y el [líder serbio] Milosevic, sino, más bien, una guerra religiosa. Debe decirse que ya han pasado mil años desde que el Papa decidió eliminar la competencia de la religión ortodoxa. [...] En 1054 [...] el Papa declaró culpable de la separación a la Iglesia Ortodoxa. [...] En 1900 el primer congreso católico explicó con claridad el proyecto de genocidio de los ortodoxos para el siglo XX. [Dicho] proyecto está en plena ejecución en la actualidad.” Sin embargo, este reciente enfrentamiento no es el primer caso de conflicto religioso en nuestro siglo. Hace cincuenta años, durante la II Guerra Mundial, los católicos romanos trataron de hacer desaparecer la presencia de la Iglesia Ortodoxa en la zona. Con el respaldo del Papa, el movimiento nacionalista croata denominado Ustacha llegó a gobernar el estado independiente de Croacia. The New Encyclopædia Britannica dice que esta gobernación aprobada por el Vaticano empleó “prácticas sumamente brutales, incluidas las ejecuciones de centenares de miles de serbios y judíos”. En el libro The Yugoslav Auschwitz and the Vatican (El Auschwitz yugoslavo y el Vaticano), no solo aparecen documentados estos asesinatos en masa en los que murieron decenas de miles de víctimas, sino también la implicación del Vaticano en ellos. Por otro lado, la Iglesia Ortodoxa ha respaldado a los serbios en su lucha. A cierto dirigente de una unidad militar serbia se le atribuyen estas palabras: ‘El Patriarca es mi comandante’. ¿Qué se podría haber hecho para detener toda esta matanza, que tan solo en Bosnia-Herzegovina ha resultado en la muerte o desaparición de 150.000 personas? Fred Schmidt declaró en el San Antonio Express-News que el Consejo de Seguridad de la ONU debería aprobar “una resolución formal que exhortara al Papa, al patriarca de Constantinopla y [a los demás líderes] de las religiones católica, ortodoxa oriental y musulmana con jurisdicción en Bosnia-Herzegovina a dar por terminada inmediatamente la lucha, y a reunirse para determinar cómo conseguir que sus fieles consideren a los miembros de las otras religiones como su prójimo”. Siguiendo esa misma línea, un comentario publicado en el periódico Progress Tribune, de Scottsdale (Arizona, E.U.A.), llegó a la conclusión de que la guerra “podría detenerse si los líderes religiosos se lo propusieran seriamente”. El artículo sugería que lo hicieran “excomulgando de inmediato a cualquier feligrés que lanzara una granada en Sarajevo”. No promueven realmente la paz Sin embargo, los papas siempre se han negado a excomulgar a los peores criminales de guerra, aun cuando otros católicos han suplicado que se tome tal acción. Por ejemplo, la publicación Catholic Telegraph-Register, de Cincinnati (Ohio, E.U.A.), bajo el titular “Fue criado católico pero viola la fe, dice un cable dirigido al Papa”, comentaba: “Se ha hecho un llamamiento a Pío XII para que excomulgue al Reichsführer Adolph Hitler. [...] ‘Adolph Hitler —decía en parte [el cable]— nació de padres católicos, recibió el bautismo y fue criado y educado como tal’”. Sin embargo, Hitler jamás fue excomulgado. Examinemos también la situación que existe en los lugares de África donde se han librado guerras atroces. Quince obispos católicos romanos de Burundi, Ruanda, Tanzania, Uganda y Zaire confesaron que, a pesar de la presencia de muchos “cristianos” bautizados en la región, los “conflictos internos han resultado en masacres, destrucción y traslados forzosos de personas”. Los obispos admitieron que la raíz del problema “es que la fe cristiana no ha penetrado lo suficiente en la mentalidad del pueblo”. El periódico National Catholic Reporter del 8 de abril de 1994 decía que el “Papa [...] sentía un ‘inmenso dolor’ por las recientes noticias del conflicto existente en la pequeña nación africana [de Burundi], cuya población es predominantemente católica”. El Papa dijo que, en Ruanda, donde alrededor del 70% de la población profesa esta religión, “hasta los católicos son responsables” de la matanza. Sí, católicos de ambos bandos se han matado despiadadamente, tal como hicieron en incontables guerras anteriores. Y, como hemos podido comprobar, otras religiones han hecho lo mismo. ¿Hemos de concluir, entonces, que todas las religiones toman partido en la guerra? ¿Hay alguna religión que promueva realmente la paz? [Fotografía en la página 5] Hitler, a quien se ve aquí con el nuncio apostólico Vassallo di Torregrossa, jamás fue excomulgado [Reconocimiento] Bundesarchiv Koblenz Los cristianos verdaderos y la guerra JESÚS dijo a sus discípulos: “Les doy un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros; así como yo los he amado, que ustedes también se amen los unos a los otros”. (Juan 13:34.) ¿Pueden los verdaderos cristianos mostrarse tal amor mutuo y al mismo tiempo ir a la guerra y matarse entre sí? Examine también la pregunta que formuló el apóstol Pablo: “¿Está dividido Cristo?”. (1 Corintios 1:13, Biblia de Jerusalén.) Pregúntese: ‘¿Pudiera haber mayor división que la que hace que fieles de la misma religión se maten unos a otros?’. En realidad, no debería sorprendernos leer que los primeros cristianos no iban a la guerra. La renombrada Encyclopædia of Religion and Ethics, de Hastings, comenta: “En la Iglesia primitiva prevalecía el concepto de que la guerra es una iniquidad organizada con la que la Iglesia y los seguidores de Cristo no pueden tener nada que ver”. Los primeros cristianos vivían en armonía con el mandato de Jesús de amarse los unos a los otros. El teólogo alemán Peter Meinhold explicó: “Aunque el Nuevo Testamento no dice si los cristianos pueden o no ser soldados o si deben dejar el ejército cuando se convierten al cristianismo, la iglesia antigua adoptó una postura concreta frente a esta cuestión. Ser cristiano y soldado a la vez se consideraba incompatible”. ¿Hay alguien hoy día que adopte una postura como la de “la iglesia antigua”? ¿Existen cristianos verdaderos hoy día? La Encyclopedia Canadiana dice: “La obra de los testigos de Jehová es el reavivamiento y el restablecimiento del cristianismo primitivo practicado por Jesús y sus discípulos durante los siglos primero y segundo de nuestra era. [...] Todos son hermanos”. ¿Qué significa eso en la práctica? “Los testigos de Jehová mantienen una estricta neutralidad en tiempo de guerra”, comenta The Australian Encyclopædia. Aunque personalmente opten por esta postura, no interfieren en la política del gobierno de su país. No apoyaron la guerra de Hitler y, por consiguiente, no se juzgó a ninguno de ellos en los juicios de Nuremberg como criminales de guerra. Un alemán al que se declaró culpable y ejecutó fue Alfred Rosenberg, jefe del Departamento de Asuntos Exteriores del Partido Nacionalsocialista. En defensa de la política nazi de recluir a los testigos de Jehová en campos de concentración, Rosenberg testificó lo siguiente durante su juicio: “Un capellán estadounidense muy amablemente me ha dado en la celda un periódico religioso de Columbus [Ohio]. De él deduzco que Estados Unidos también arrestó a los testigos de Jehová durante la guerra y que hasta diciembre de 1945 aún había 11.000 de ellos detenidos en los campos”. Los testigos de Jehová se han mantenido estrictamente neutrales, sin tomar partido en las disputas políticas. No han derramado la sangre de nadie, ni en la II Guerra Mundial ni en ninguna otra guerra. En Hungría, un escritor dijo lo siguiente sobre los testigos de Jehová en la revista Ring del 4 de noviembre de 1992: “Preferían morir antes que matar a alguien. Por eso estoy seguro de que si en la Tierra solo viviesen testigos de Jehová, no estallaría ninguna guerra”. En la revista The Christian Century, Reo M. Christenson, profesor de Ciencias Políticas, analizó el tema de si un cristiano verdadero podía participar en la guerra, y llegó a la siguiente conclusión: “¿Puede alguien imaginarse a Jesús lanzando granadas de mano contra sus enemigos, disparando una ametralladora o un lanzallamas, arrojando bombas nucleares o un ICBM [misil balístico intercontinental] que matarían o dejarían lisiados a millares de madres y niños? La pregunta es tan absurda que ni siquiera merece una respuesta. Si Jesús no hubiera podido hacerlo sin traicionarse a sí mismo, ¿cómo podemos hacerlo nosotros sin traicionarlo a él?” Esta es una pregunta que induce a la reflexión. Sin embargo, las religiones del mundo continúan tomando partido en la guerra. Los católicos siguen matando a los católicos, y los de otras religiones matan a personas de su propia fe o de otras creencias. Seguir las enseñanzas de Jesucristo requiere firme convicción y valor, como lo revela la siguiente historia de la vida real. [Fotografía en la página 7] ¿Puede alguien imaginarse a Jesús disparando una ametralladora en una guerra? [Reconocimiento] Foto de U.S. National Archives Nosotros no apoyamos la guerra de Hitler RELATADO POR FRANZ WOHLFAHRT MI PADRE, Gregor Wohlfahrt, sirvió en el ejército austriaco durante la I Guerra Mundial (1914-1918) y luchó contra Italia. En total, murieron centenares de miles de austriacos e italianos. Los horrores de aquel conflicto cambiaron por completo su opinión de la religión y la guerra. Al ver a sacerdotes austriacos bendecir a las tropas y enterarse de que en el bando opuesto los sacerdotes italianos hacían lo mismo, mi padre preguntaba: “¿Por qué se insta a los soldados católicos a matar a otros católicos? ¿Deben los cristianos luchar entre sí?”. Los sacerdotes no tenían respuestas satisfactorias. Respuestas a las preguntas de mi padre Una vez acabada la guerra, mi padre se casó y se estableció en las montañas de Austria, cerca de la frontera con Italia y Yugoslavia. Allí nací yo en 1920, el primogénito de seis hijos. Cuando tenía 6 años, nos mudamos unos kilómetros más hacia el este, a St. Martin, junto a la turística ciudad de Pörtschach. En aquella población, unos ministros de los testigos de Jehová (llamados entonces Estudiantes de la Biblia) visitaron a mis padres. En 1929 les dejaron el folleto Prosperidad Segura, el cual contestó muchas de las preguntas de mi padre. Mostraba con la Biblia que un gobernante invisible llamado Diablo y Satanás controlaba el mundo (Juan 12:31; 2 Corintios 4:4; Revelación 12:9), y su influencia en la religión, la política y el comercio era la causa de los horrores que él había visto durante la I Guerra Mundial. Por fin había encontrado las respuestas que tanto había buscado. Ministerio celoso Mi padre encargó varias publicaciones de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract y empezó a distribuirlas entre sus parientes y luego de casa en casa. Pronto, Hans Stossier, un vecino de tan solo 20 años, se le unió en el ministerio de casa en casa. Poco después, cinco parientes nuestros también se hicieron Testigos: Franz (hermano de mi padre), su esposa, Anna, y, posteriormente, su hijo Anton; Maria (hermana de mi padre) y su marido, Hermann. Esto provocó bastante revuelo en el pequeño pueblo de St. Martin. En la escuela, una estudiante le preguntó al maestro de Religión: “Padre Loigge, ¿quién es el nuevo dios Jehová que Wohlfahrt adora?”. “No, no, niños —respondió el sacerdote—. No es un nuevo dios. Jehová es el Padre de Jesucristo. Si ellos están difundiendo el mensaje por amor a ese Dios, está muy bien que lo hagan.” Recuerdo que muchas veces mi padre salía de casa a la una de la madrugada cargado con publicaciones bíblicas y un emparedado. Seis o siete horas después llegaba al punto más lejano de su territorio de predicación, cerca de la frontera italiana. Yo le acompañaba en los viajes más cortos. A pesar de su ministerio público, mi padre no desatendía las necesidades espirituales de su propia familia. Cuando yo tenía unos 10 años, empezó a estudiar la Biblia todas las semanas con los seis hijos, utilizando el libro El Arpa de Dios. En otras ocasiones, la casa se llenaba de vecinos y familiares interesados en oír el mensaje. En poco tiempo se formó en el pueblo una congregación de 26 proclamadores del Reino. Hitler asciende al poder Hitler ascendió al poder en Alemania en el año 1933, y poco después empezó a endurecerse la persecución de los testigos de Jehová en ese país. En 1937 mi padre viajó a una asamblea en Praga (Checoslovaquia), en la que se advirtió a los asistentes de las pruebas que se avecinaban, de modo que a su regreso nos animó a todos a prepararnos para la persecución. Mientras tanto, cuando cumplí 16 años, empecé a trabajar de aprendiz de pintor de brocha gorda. Vivía con un maestro pintor y asistía a una escuela de artes y oficios. Un sacerdote bastante mayor que había huido de Alemania para escapar del régimen nazi daba clases de religión en la escuela. Cuando los estudiantes le saludaron con un “Heil Hitler!”, mostró su desagrado y preguntó: “¿Qué pasa con nuestra fe?”. Yo aproveché la oportunidad para preguntarle por qué los católicos usaban títulos como “Su Eminencia” y “Santo Padre”, ya que Jesús había dicho que todos sus seguidores eran hermanos. (Mateo 23:8-10.) El sacerdote reconoció que aquello no era correcto y que él mismo estaba en problemas por no querer inclinarse ante el obispo y besarle la mano. Entonces le pregunté: “¿Cómo se puede matar a compañeros de creencia católicos con la bendición de la Iglesia?”. El sacerdote exclamó: “¡Esta es la más grande de las vergüenzas! No debería volver a suceder jamás. Somos cristianos, y la Iglesia no debería participar en la guerra”. El 12 de marzo de 1938, Hitler entró sin resistencia en Austria y enseguida la anexionó a Alemania. Las iglesias se pusieron rápidamente de su parte. En menos de una semana, los seis obispos austriacos, incluido el cardenal Theodore Innitzer, firmaron una entusiasta “declaración solemne”, en la que decían que en las siguientes elecciones ‘era esencial y un deber cívico como alemanes que los obispos votaran por el Reich alemán’. (Véase la página 9.) Se organizó una gran recepción en Viena, y el cardenal Innitzer fue de los primeros en dar la bienvenida a Hitler con el saludo nazi. El cardenal ordenó a todas las iglesias de Austria que ondearan la bandera con la esvástica, tocaran las campanas y oraran por el dictador nazi. En Austria, la situación política pareció cambiar de la noche a la mañana. Por todas partes aparecieron soldados de asalto con sus uniformes marrones y brazaletes con la esvástica. El sacerdote que antes había dicho que la Iglesia no debería participar en la guerra fue uno de los pocos clérigos que se negaron a decir “Heil Hitler!”. A la semana siguiente lo reemplazaron por otro sacerdote. Lo primero que hizo este al entrar en clase fue dar un taconazo, levantar el brazo en forma de saludo y decir: “Heil Hitler!”. Presión para someter a la gente Todos sufrimos la presión de los nazis. Cuando yo saludaba a la gente con un “Guten Tag” (buenos días) en lugar de “Heil Hitler”, se enfadaban. Me denunciaron a la Gestapo unas doce veces. En cierta ocasión, unos soldados de asalto le dijeron al pintor con el que vivía que me enviarían a un campo de concentración si no saludaba y me afiliaba a las Juventudes Hitlerianas. El pintor simpatizaba con los nazis y les pidió que fueran pacientes conmigo, pues estaba seguro de que con el tiempo cambiaría. Les explicó que no quería perderme porque era un buen trabajador. Tras la toma del poder nazi, había grandes marchas hasta bien entrada la noche, y la gente gritaba consignas fanáticamente. Las emisoras de radio emitían todos los días discursos de Hitler, Goebbels y otros. La sumisión de la Iglesia Católica a Hitler era cada vez mayor, y los sacerdotes acostumbraban a orar por Hitler y bendecirlo. Mi padre me recordó la necesidad de adoptar una postura firme y dedicar mi vida a Jehová y bautizarme. También me habló de Maria Stossier, la hermana menor de nuestro vecino Hans, que se había puesto de parte de la verdad bíblica. Maria y yo nos habíamos prometido en matrimonio, y mi padre me instó a que fuese una fuente de ánimo espiritual para ella. Su hermano Hans nos bautizó a los dos en agosto de 1939. La integridad ejemplar de mi padre Al día siguiente llamaron a mi padre para el servicio militar. Aunque de todos modos lo hubieran declarado no apto por su mala salud a consecuencia de las penurias que había sufrido durante la I Guerra Mundial, dijo a los entrevistadores que, en su calidad de cristiano, no volvería jamás a pelear en una guerra como lo había hecho cuando era católico. Por este comentario lo detuvieron para indagar más. Una semana después, cuando Alemania invadió Polonia, dando así comienzo la II Guerra Mundial, se lo llevaron a Viena. Mientras lo tenían allí detenido, el alcalde de nuestro distrito escribió diciendo que mi padre era el responsable de que otros Testigos hubiesen rehusado apoyar a Hitler y que, por lo tanto, debía ser ejecutado. Como resultado, lo enviaron a Berlín, y poco después lo sentenciaron a morir decapitado. Permaneció encadenado día y noche en la cárcel de Moabit. Entretanto le escribí a mi padre en nombre de la familia y le dije que estábamos determinados a seguir su fiel ejemplo. Aunque no era un hombre emocional, percibimos cómo se sentía cuando vimos la última carta que nos escribió manchada de lágrimas. Estaba muy feliz de que entendiéramos su postura. Nos escribió palabras alentadoras, mencionándonos a cada uno por nombre e instándonos a mantenernos fieles. Su esperanza en la resurrección era firme. Junto con él, había unos veinticuatro Testigos más recluidos en la prisión de Moabit. Algunos oficiales de alta graduación de Hitler trataron de persuadirlos infructuosamente para que renegaran de su fe. En diciembre de 1939 fueron ejecutados unos veinticinco Testigos. Cuando mi madre se enteró de que habían ajusticiado a mi padre, dijo que estaba muy agradecida a Jehová por haberle dado a él las fuerzas necesarias para permanecer fiel hasta la muerte. Empiezan mis pruebas Unas semanas después me llamaron para trabajar, pero enseguida me percaté de que el trabajo consistía esencialmente en recibir instrucción militar. Expliqué que no serviría en el ejército, pero que estaba dispuesto a desempeñar otro trabajo. Sin embargo, cuando me negué a cantar las canciones de combate nazis, los oficiales se enfurecieron. A la mañana siguiente me presenté vestido de civil en lugar de llevar el uniforme militar que nos habían entregado. El oficial a cargo dijo que no tenía más remedio que encerrarme en el calabozo. Allí subsistí a base de pan y agua. Posteriormente me dijeron que se iba a celebrar una ceremonia de saludo a la bandera y que me fusilarían si me negaba a participar. En el campamento de instrucción había 300 reclutas y los oficiales militares. Me ordenaron que desfilara ante los oficiales y la bandera de la esvástica e hiciera el saludo hitleriano. Sacando fuerzas espirituales del relato bíblico de los tres hebreos, me limité a decir “Guten Tag” (buenos días) al pasar. (Daniel 3:1-30.) Me ordenaron que volviera a desfilar. Esta vez no dije nada; solo sonreí. Los cuatro oficiales que me llevaron de vuelta al calabozo dijeron que estaban temblando porque pensaban que me iban a fusilar. “¿Cómo es posible —preguntaron— que tú estuvieras sonriendo y nosotros tan nerviosos?” Dijeron que habrían deseado tener mi valor. Unos días después llegó al campamento el Dr. Almendinger, un oficial de alta graduación procedente del cuartel general de Hitler, en Berlín. Me ordenaron presentarme ante él. Me explicó que las leyes eran mucho más severas. “No tienes ni idea de lo que te espera”, dijo. “Por supuesto que sí —respondí—. A mi padre lo decapitaron por la misma razón hace solo unas semanas.” Quedó estupefacto y no dijo nada más. Más adelante llegó de Berlín otro alto oficial, y de nuevo intentaron hacerme cambiar de opinión. Tras oír mis razones para no quebrantar las leyes de Dios, me tomó de la mano, y con los ojos anegados en lágrimas, dijo: “¡Quiero salvarte la vida!”. Los oficiales que presenciaron la escena quedaron sumamente conmovidos. Me devolvieron al calabozo, donde pasé un total de treinta y tres días. Proceso y encarcelamiento En abril de 1940 me trasladaron a una cárcel de la ciudad de Fürstenfeld. A los pocos días recibí la visita de mi novia, Maria, y mi hermano Gregor. Él solo era un año y medio menor que yo, y había adoptado una actitud firme a favor de la verdad de la Biblia en la escuela. Recuerdo que instaba a nuestros hermanos menores a estar preparados para la persecución diciendo que solo había un camino: servir a Jehová. Aquella preciada hora que pasamos animándonos el uno al otro fue la última vez que lo vi con vida. Posteriormente, en la ciudad de Graz me sentenciaron a cinco años de trabajos forzados. En el otoño de 1940 me metieron en un tren con destino a un campo de trabajos forzados en Checoslovaquia, pero me retuvieron en Viena y me encerraron en prisión. Allí las condiciones eran horribles. No solo pasé hambre, sino que durante las noches me picaban enormes insectos que me dejaban heridas sangrantes en la piel y un terrible escozor. Por razones que entonces desconocía, me devolvieron a la cárcel de Graz. Mi caso había despertado interés porque la Gestapo decía que los testigos de Jehová eran mártires fanáticos que deseaban la sentencia de muerte para recibir una recompensa celestial. Por esa causa tuve la magnífica oportunidad de hablar durante dos días a un profesor y ocho estudiantes de la Universidad de Graz y explicarles que solo 144.000 personas serían llevadas al cielo para gobernar con Cristo. (Revelación 14:1-3.) Dije que mi esperanza era gozar de una vida eterna en condiciones paradisíacas en la Tierra. (Salmo 37:29; Revelación 21:3, 4.) Tras dos días de interrogatorio, el profesor dijo: “He llegado a la conclusión de que tienes los pies en el suelo. No deseas morir ni ir al cielo”. Expresó que lamentaba la persecución de que estaban siendo objeto los testigos de Jehová y me deseó lo mejor. A principios de 1941 me encontré en un tren con destino al campo de trabajos forzados de Rollwald, en Alemania. La dura vida del campo Rollwald, donde había 5.000 prisioneros, estaba ubicado entre las ciudades de Frankfurt y Darmstadt. El día empezaba a las cinco de la mañana con la señal de pasar lista, un proceso que se dilataba por unas dos horas, pues los oficiales actualizaban la lista de prisioneros con mucha calma. Se nos exigía mantenernos en pie sin movernos, y muchos prisioneros recibían fuertes palizas por no permanecer totalmente inmóviles. El desayuno consistía en pan hecho de harina, serrín y patatas, a menudo podridas. A continuación íbamos a una ciénaga a abrir zanjas para desecar el terreno a fin de usarlo con fines agrícolas. Después de trabajar en ella todo el día sin calzado adecuado, se nos hinchaban los pies como esponjas. Un día se me pusieron como si estuviesen gangrenados y temí que tuvieran que amputármelos. Al mediodía nos servían allí mismo un brebaje experimental al que llamaban sopa. Llevaba algo de nabo o col y a veces contenía los cadáveres molidos de animales enfermos. Notábamos una sensación de ardor en la boca y la garganta, y a muchos nos salieron enormes diviesos. Por la noche recibíamos más “sopa”. Muchos prisioneros perdieron los dientes; pero como a mí me habían enseñado la importancia de utilizarlos, masticaba trocitos de madera de pino o ramitas de avellano y nunca los perdí. Me mantuve espiritualmente fuerte Con el objeto de quebrantar mi fe, los guardas me aislaron para que no tuviera contacto con otros Testigos. Puesto que no contaba con publicaciones bíblicas, recordaba textos que había memorizado, como Proverbios 3:5, 6, que nos insta a ‘confiar en Jehová con todo nuestro corazón’, y 1 Corintios 10:13, donde se promete que Jehová no ‘dejará que seamos tentados más allá de lo que podamos soportar’. Repasar mentalmente pasajes como esos y buscar el apoyo de Jehová en oración me fortaleció. A veces logré ver a algún Testigo que estaba en tránsito de un campo a otro. Si no teníamos la oportunidad de hablar, nos animábamos el uno al otro a mantenernos firmes haciendo una señal con la cabeza o levantando el puño. De vez en cuando recibía cartas de Maria y de mi madre. En una me enteré de la muerte de mi querido hermano Gregor, y en otra, hacia el final de la guerra, de que Hans Stossier, el hermano de Maria, había sido ejecutado. Posteriormente transfirieron a nuestro campo a un prisionero que había conocido a Gregor en la cárcel de Moabit, en Berlín. Me contó detalles de lo sucedido. Habían sentenciado a Gregor a morir en la guillotina, pero, a fin de quebrantar su integridad, prolongaron cuatro meses el acostumbrado período de espera previo a la ejecución. Durante ese tiempo ejercieron todo tipo de presión para hacerlo transigir: lo encadenaron de pies y manos, y apenas le daban de comer. Pese a todo, jamás titubeó. Se mantuvo fiel hasta el día de su muerte, el 14 de marzo de 1942. Aunque apenado por el relato, me fortaleció para permanecer fiel a Jehová pasara lo que pasara. Con el tiempo también me enteré de que a mis hermanos menores, Kristian y Willibald, y a mis hermanas menores, Ida y Anni, se les había llevado a un convento utilizado como correccional en la ciudad alemana de Landau. Recibieron fuertes palizas por negarse a pronunciar el saludo hitleriano. Oportunidades de dar testimonio La mayoría de los que vivían conmigo en los barracones eran prisioneros políticos y delincuentes. Solía pasar bastante tiempo por las noches dándoles testimonio. Uno era un sacerdote católico de Kapfenberg llamado Johann List. Estaba recluido porque había hablado a sus feligreses de cosas que había oído en una emisora de radio británica llamada British Broadcasting. Johann lo pasó muy mal porque no estaba acostumbrado al trabajo físico duro. Era un hombre agradable, y yo le ayudaba a cumplir con su cuota de trabajo para que no lo castigaran. Me comentó que le avergonzaba estar recluido por razones políticas y no por adherirse a los principios cristianos. “Tú estás sufriendo por ser cristiano”, me dijo. Cuando lo pusieron en libertad, aproximadamente un año después, prometió visitar a mi madre y a mi novia, lo cual hizo. Mi vida en el campo mejora A finales de 1943 llegó al campo un nuevo comandante, llamado Karl Stumpf, un hombre alto y de pelo canoso que empezó a mejorar las condiciones de vida del campo. Tocó el turno de pintar su casa, y al saber que yo era pintor, me dio el trabajo. Aquella fue la primera vez que me asignaron un trabajo fuera de la ciénaga. La esposa del comandante era incapaz de comprender por qué me habían encerrado, aunque su marido le explicó que estaba allí debido a mi fe como testigo de Jehová. Al verme tan delgado, se apiadó de mí y me dio de comer. Buscó más trabajos para mí a fin de que pudiera recuperar fuerzas. Cuando a finales de 1943 se empezó a llamar a los prisioneros del campo para luchar en el frente, mi buena relación con el comandante Stumpf me salvó. Le expliqué que prefería la muerte antes de ser culpable de derramamiento de sangre por participar en la guerra. Pese a que mi postura de neutralidad lo puso en una situación difícil, logró mantener mi nombre fuera de la lista. Los últimos días de la guerra Durante enero y febrero de 1945, aviones estadounidenses en vuelo rasante nos animaban dejando caer octavillas que anunciaban el fin inminente del conflicto. El comandante Stumpf, que me había salvado la vida, me proporcionó ropa de civil y me ofreció su casa para esconderme. Al salir del campo, vi un tremendo caos. Había niños con ropa militar y el rostro empapado de lágrimas que huían de los norteamericanos. Temiendo encontrarme con oficiales de las SS a los que extrañara verme sin un arma, decidí regresar al campo. Poco después el campo estaba totalmente rodeado por las tropas estadounidenses, y el 24 de marzo de 1945 las autoridades se rindieron ondeando banderas blancas. ¡Qué sorpresa me llevé al enterarme de que en los anexos del campo había otros Testigos a los que el comandante Stumpf también había salvado de la ejecución! ¡Qué encuentro tan gozoso fue aquel! Cuando encarcelaron al comandante Stumpf, muchos de nosotros abordamos a los oficiales estadounidenses y testificamos verbalmente y por escrito a su favor. Como resultado, lo pusieron en libertad a los tres días. Para mi asombro, fui el primero de los aproximadamente cinco mil prisioneros que dejaron salir en libertad. Tras cinco años de reclusión, me parecía estar soñando. Con lágrimas de alegría di gracias a Jehová en oración por haberme conservado la vida. Alemania no se rindió hasta el 7 de mayo de 1945, unas seis semanas después. Una vez libre, me puse inmediatamente en contacto con otros Testigos de la zona. Se organizó un grupo de estudio de la Biblia, y durante las siguientes semanas pasé muchas horas dando testimonio a las personas que vivían en las inmediaciones del campo. También conseguí un empleo de pintor. De nuevo en casa En julio me pude comprar una motocicleta y emprendí mi largo y fatigoso viaje a casa. Me tomó varios días llegar debido a que habían volado muchos de los puentes que había en la carretera. Cuando finalmente llegué a St. Martin, subí por el camino y vi a Maria cosechando trigo. Al reconocerme, corrió a mi encuentro. Pueden imaginarse lo felices que nos sentimos. Mi madre soltó su guadaña y también corrió a mi encuentro. Hoy, cuarenta y nueve años después, a la edad de 96 años y ciega, mi madre todavía tiene la mente despierta y continúa siendo una fiel testigo de Jehová. Maria y yo nos casamos en octubre de 1945, y todos estos años hemos disfrutado de servir juntos a Jehová. Se nos ha bendecido con tres hijas, un hijo y seis nietos, todos ellos siervos celosos de Jehová. Con el paso de los años he tenido la satisfacción de ayudar a muchas personas a ponerse de parte de la verdad bíblica. Valor para aguantar Muchas veces me han preguntado cómo pude encararme a la muerte sin temor siendo tan joven. Pueden tener la certeza de que si uno está determinado a mantenerse leal, Jehová Dios concede las fuerzas necesarias para aguantar. Uno aprende muy deprisa a confiar plenamente en él por medio de la oración. Y saber que otros, entre ellos mi propio padre y mi hermano, habían aguantado fielmente hasta la muerte, también me sirvió de ayuda para mantener mi lealtad. No fue solo en Europa donde el pueblo de Jehová rehusó tomar partido en la guerra. Recuerdo que en los juicios de Nuremberg, en 1946, durante el interrogatorio de uno de los oficiales de alta graduación de Hitler sobre la persecución de los testigos de Jehová en los campos de concentración, sacó del bolsillo un recorte de prensa que decía que miles de testigos de Jehová de Estados Unidos habían estado recluidos en cárceles del país debido a su neutralidad durante la II Guerra Mundial. En efecto, los cristianos verdaderos siguen valerosamente el ejemplo de Jesucristo, quien mantuvo su lealtad a Dios hasta exhalar el último aliento. Hasta el día de hoy sigo recordando a menudo a los catorce miembros de nuestra pequeña congregación de St. Martin que durante los años treinta y cuarenta rehusaron, por amor a Dios y al prójimo, apoyar la guerra de Hitler, una postura que les costó la vida. ¡Qué magnífica reunión habrá cuando se les resucite para disfrutar de la vida para siempre jamás en el nuevo mundo de Dios! [Fotografía en la página 8] Mi padre [Fotografías en la página 9] Abajo y a la izquierda: el cardenal Innitzer votando a favor del Reich alemán A la derecha: la “declaración solemne” en la que seis obispos declaran que es un ‘deber nacional votar por el Reich alemán’ [Reconocimiento] UPI/Bettmann [Fotografía en la página 10] Maria y yo nos comprometimos en 1939 [Fotografía en la página 13] Nuestra familia. De izquierda a derecha: Gregor (decapitado), Anni, Franz, Willibald, Ida, Gregor (mi padre, decapitado), Barbara (mi madre) y Kristian [Fotografía en la página 15] Maria y yo en la actualidad
Posted on: Tue, 20 Aug 2013 20:23:45 +0000

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