Las fotos de mis tías El viaje a donde mis tías lo hacíamos - TopicsExpress



          

Las fotos de mis tías El viaje a donde mis tías lo hacíamos cada dos domingos. Mi mamá llevaba de mano a José, mi hermano más pequeño y yo iba agarrado de manos con Apolinar. Hacíamos el trayecto de forma idéntica cada vez, como si fuera un ritual litúrgico: Mi mamá nos vestía con aquella ropa que yo odiaba, pues la había comprado de oportunidad y nos vestía con atuendos iguales, el cual consistía en un pantaloncito corto de color azul oscuro, una camisa de mangas cortas a ralla blancas y rojas y unas alpargatas de gomas transparentes con correas delgadas que cruzaban el pie de derecha a izquierda. Yo por ser el mayor era el único de mis hermanos que usaba un pantaloncillo de colores vistosos, que me lo ponía solo para salir a donde las tías o para ir al médico. El sendero siempre era el mismo. Tomábamos la Calle Penetración hasta llegar a la avenida Circunvalación, mi mamá paraba unos minutos en la “Paletera” de Carmita y compraba unos cigarrillos Premier con filtro, A veces no había cigarrillos Premier, entonces ella compraba Marlboro y luego seguíamos agarrados como al principio hasta llegar a la farmacia Chevalier. Desde ahí ya se divisaba la casa de las tías. Por fuera, la casa era un mastodonte de color verde intenso, al cual el polvo, el salitre y la falta de manos diligentes, había convertido en ruina lo que en algún tiempo fue una casa de gentes de la nobleza. Dentro de la casa, todo se tornaba en un refugio para tres desamparadas, que no tenían más compañías que una colección de plantas exóticas y tres gatos a los cuales llamaban por nombre de varones y que le hablaban como si fueran personas. Nunca nos dejaron pasar a ningún otro lugar de la casa que no fuera la cocina inmensa en donde siempre nos esperaban cada dos domingos. Siempre estaban haciendo lo mismo en el mismo lugar de la cocina. Gertrudis, la menor, preparaba una masa de harina de trigo con huevo, margarina, leche y sal. Margot, colocaba dentro de cada circunferencia de aquella masa una cucharada de carne molida y condimentada, con una cuchara de una rara forma y de un color plateado, diferente a todas las otras cucharas que usaban en la cocina, y Ramona, la tía mayor, realizaba el doblez de la masa ya con la carne molidas en su interior. Cortaba la masa en una media luna perfecta y luego las echaba a freír, lo cual impregnaba el ambiente del rico olor del aceite de oliva y con aquel ruido ascendente del aceite en las frituras. Los temas de conversación entre mis tías y mi mamá siempre eran los mismos, salvo que muriera algún pariente en la capital, o que quebrara el negocio de algún emigrante árabe. A mitad de conversación siempre mi madre, hacia el mismo teatro y me paraba a decir los nombres de los que estaban posando en la foto grande de marco de cañuelas negras que colgaba a la entrada de la cocina. Yo siempre decía lo mismo: Ese es mi tío Altaferne, esa es mi madrina Tatá, esa es Mamá Pancha, ese es mi abuelo Apolinar Guerra y esa es mi tía Ramona. Luego de la identificación, mi mamá hacia una pausa breve, para empezar a comer su empanada que ya empezaba a enfriarse. Lo hacia siempre igual, como asegurándose de dejar claro la pertenencia a ese linaje canario que se alejaba en el tiempo, para mostrarnos criollos, aplatanados y no con la falsa realeza de mis tías que todavía recibían a ciertas familias en la cocina, pues la sala era para gentes de su alcurnia y su abolengo. Con el tiempo me fui empapando de todo el mundo de la casa, quizás porque yo era el más retraído de todos. Nunca comía las empanadas y mientras los demás hacían su acostumbrado papel en la farsa, yo miraba otras fotos de la cocina. Veía a mis tías felices en sus fotos antiguas, con sus vestidos largos, acompañadas de caballeros que usaban sombreros y pachucos como en las películas de Tin Tan, el cómico mexicano. Había una foto mediana y apartada de las demás, en donde ponían sobre los hombros de Ramona una banda como reina de las fiestas patronales, detrás de ella se ve feliz a un señor que yo no conocía el nombre, pero que estaba en otra foto con mis tías, dándole la mano a Trujillo. Al fondo de la cocina, colindando con la sala de la casa, había un piano, siempre cubierto por una sabana blanca que llegaba hasta el suelo, sobre el piano unas partituras amarillentas y más al fondo un aparato que entonces desconocía y que ahora sé que se llama metrónomo y que sirve para marcar el ritmo. Mi mamá siempre dio la misma excusa para irse de la casa de las tías: “Que el viaje es muy largo, que ando con tres muchachos, que mañana hay escuela, que salí corriendo y no recogí los cordeles, que tengo que plancharle una ropa a Oviedo, que Mayra se quedó sola, que se está haciendo de noche...” Y las tías siempre decían lo mismo: “Que ésta es su casa, que venga con más tiempo, que casi nunca nos visitan, que díganle a Altaferne que no sea tan falso, que traigan a Mayra, que llévense esas empanadas sin freír y las terminan de cocinar allá...” La mudanza de mis padres desde San Pedro de Macorís hacia Santo Domingo, quebró de cuajo, aquellas visitas de cada dos domingos. Nunca volví a oír hablar de ellas, jamás la mencionaba mi madre, ni José, ni mi hermano Apolinar. Solo yo, al parecer recordaba, la vieja casa de color verde intenso, cerca de la Farmacia Chevalier. Solo a mí, me llegaba una oleada de recuerdos, cuando por azar me atravesaba el olor de plantas como las cultivadas por Margot, solo a mí, parecía que la vida me ligaba al pasado de mis tías, cuando alguien llamaba a un gato con nombre de persona y lo trataba como igual. La infancia sube a los recuerdos por raras escaleras que se tejen en la niñez y que perduran por años. Esas escaleras pueden ser de caminatas dominicales, de olores a madreselvas, de fotos antiguas, de coloquios de solteronas o de pianos abandonados. Lloré en silencio por mis tías de San Pedro de Macorís, cuando para no errar los datos de estas notas, pregunté a mi mamá y a mis hermanos por los nombres de ellas, y comprobé que no recuerdan con precisión cómo se llamaban, que no recuerdan la Farmacia Chevalier, ni la paletera de Carmita, ni el teatro de las fotos, ni los gatos, ni las despedidas en la puerta de la cocina de Ramona. Lloré mucho al comprobar que desde el tiempo que fue mi niñez, a ellos solo les llega un olor a aceite de oliva y un ruido ascendente como el de las empanadas cuando se echan a freír.
Posted on: Sat, 17 Aug 2013 05:12:15 +0000

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