Llamaradas de Recuerdos Capítulo Treinta y Uno: - TopicsExpress



          

Llamaradas de Recuerdos Capítulo Treinta y Uno: Pascuas Alejar a Amanda de los Santana no fue tarea sencilla. Tuve que apelar a todas mis artimañas para espaciar las visitas a una vez por semana. Cuando la niña ya estaba a punto de enloquecerme con sus cuestionamientos y exigencias, decidí que lo que del curso no era para nada una mala idea, y me inscribí en uno de yoga que comenzaría a principios de marzo. Se dictaría tres veces por semana, dos horas por día. La instructora me habló de técnicas de relajación y concentración. Le presté poca atención, porque estaba más entusiasmada con la excusa que acababa de conseguir que en lo que iría a aprender. Claro que no fue así de fácil. El curso de yoga comenzó, y también las clases, pero Amanda no dejaba de insistir. Los días que yo no tenía yoga y los fines de semana machacaba hasta destrozarme los nervios. Un par de veces la dejé al cuidado de Walter y huí a casa de Renata, buscando desesperadamente cambiar de ambiente, para serenarme y cargar nuevas fuerzas. En yoga me habían enseñado una técnica de respiración para relajarme y renovarme, pero era en vano tratar de practicarla cuando tenía a la fastidiosa criatura delante, peleando y discutiendo por imponer su santa voluntad. Para Semana Santa recibí la visita de Luciano y David. Venían de parte de Elena, a invitar a Amanda a pasar unos días en su casa, porque hacía mucho que no la veían y la extrañaban. Aprovecharían que jueves y viernes los chicos no tenían clases. Luciano mismo se comprometía a traerla el sábado, después de la merienda, para que festejara las Pascuas con nosotros. Amanda saltaba de felicidad. – ¿Puedo ir? ¿Me dejas ir? ¡Por favor! Que la propuesta viniese de parte de los Santana me rompió el esquema. Fue entonces cuando me di cuenta de que, hasta ahora, jamás había pensado seriamente en lo mucho que Amanda significaba para ellos. Superficialmente, otorgándole una razón de ser a mi hato de miedos y dudas, yo “sabía”, pero nunca, hasta ese momento, comprendí la profundidad del cariño que había entre ellos. Una sensación muy desagradable subió desde mi estómago hasta mi pecho. Mi primer impulso fue de tomar a la niña del brazo para separarla de ellos y decir que no. No quería que mi hija se fuese con ellos; justamente, esa había sido la idea de desacostumbrarla a estar yendo al Chaco día por medio. Pero logré reprimirlo y actuar normalmente. Apelé a la única excusa que tenía: Walter. Sabía lo celoso que era de su hija, y dejarla ir al Chaco por tres días… No quise imaginar lo que sucedería si él regresaba del negocio y se encontraba con que Amanda no estaba en casa. Si bien él siempre le concedía todos los deseos a sus hijos, jamás me perdonaría que yo no consultara algo así con él. No, era inconcebible. Walter tenía que dar su autorización. Luciano estuvo de acuerdo. Después de todo, él también tenía una hija. No le costaba ponerse en el lugar de mi esposo. De todas formas, repitió la invitación y prometió llamar al día siguiente. Si Walter había accedido, pasaría a buscar a la niña. Tuve que soportar el mal humor de Amanda hasta la noche. La niña había dado por descontado que yo le permitiría ir. Uno de mis pretextos más usados, era que no quería molestar a los Santana con nuestra presencia. Ahora que ellos habían venido hasta Corrientes a buscarla, era obvio que no los molestaba. No entendía por qué yo no la había autorizado. Traté de hacerla entrar en razón; le dije que aun era pequeña, que Walter tenía que estar de acuerdo, pero fue en vano. La niña estaba furiosa. Me pregunté si a eso se habría estado refiriendo Luciano cuando habló del carácter enérgico y dominante de Luz. Por unos minutos comprendí a Beatriz y la mala relación que había tenido con su hija. Amanda estaba insoportable. Cuando Walter llegó nos encontró en plena pelea. Lógicamente, no estuvo de acuerdo con que Amanda se ausentara de casa por tanto tiempo, pero no encontrábamos la manera de apaciguarla. El me buscó con la mirada, esperando que yo pusiera punto final al asunto, pero en esta oportunidad decidí dejar el problema en manos de él. Demasiado fácil era para Walter desentenderse de todo y culparme después a mí de lo que pasara. Por una vez, quería verlo en mi lugar, para ver cómo solucionaría él las cosas. Pasó lo inevitable. Después de dos horas de llantos, gritos y peleas, Walter finalmente la dejó ir. Yo los quería pulverizar a los dos. Si ya sabía que terminaría cediendo, ¿por qué diablos no la autorizó de buenas a primeras? Con esto lo único que había logrado era quedar como un débil ante los ojos de la niña. Ahora creería que cada vez que se encaprichara con algo, bastaría con hacer un escándalo como este para conseguirlo. No me molestaba que fuese a pasar unos días con los Santana. Después de todo, hacía bastante que no los veía. Lo que me disgustó profundamente fue lo que hizo Walter. Si yo hubiese hecho lo mismo, él me lo habría echado en cara el resto de la vida. Pero suficientemente mal estaban las cosas como para empeorarlas con una escena de parte mía. Como lo había prometido, Luciano telefoneó el jueves a primera hora. Acordamos que pasaría a buscar a la niña por la tarde. Antes de ponerme a cocinar el almuerzo, preparé un bolso con algunas ropas y varias cosas que Amanda podría necesitar. Naturalmente, ella incluyó la muñeca y, por primera vez, yo no le dije nada. Aproveché ese par de días para descansar. Leo dormía hasta el mediodía y se pasaba toda la tarde en casa de sus amigos, así que pude practicar mis ejercicios de relajación y concentración y renovar mis energías. Lo único que me desanimaba era ver la expresión ceñuda de Walter, que echaba de menos a la niña y no hacía nada por disimularlo. La telefoneó cada vez que volvía del trabajo, al mediodía y a la noche, y en cada oportunidad le repitió una serie de absurdos consejos, como si buscara extender su paternalismo más allá de la distancia. Una vez trató de sugerir que yo era la culpable de que las cosas hubiesen llegado a este extremo, y, ni corta ni perezosa, le recordé que él la había autorizado a volver con esas personas, las dos veces. Primero, tras el episodio del eritema intenso, y ahora, después de su descontrolado capricho. Se ofendió tanto, que no me habló por el resto de la noche. Amanda regresó para festejar la Pascua con nosotros, pero la noté cambiada. Al principio no pude distinguir en qué. Aparentemente era la niña encantadora de siempre, pero había algo… casi imperceptible, pero a la vez palpable; algo cuyas dimensiones no comprendí sino hasta varias semanas después, cuando pude apreciar cuánto se había transformado mi hija desde que estas personas llegaron a nuestras vidas. Amanda había levantado un muro entre ella y nosotros. Era tan dulce y simpática con nosotros como con sus tíos y abuelos. A pesar de nuestros roces, yo siempre había tenido una relación cálida y amistosa con ella, en la que compartíamos nuestros sueños y secretos… y de pronto, esto se había terminado. Era como una visita de paso dentro de nuestra casa. Agradecía nuestro amor y preocupación hacia ella, pero no aceptaba ser parte de nosotros. Por primera vez, en los casi ocho meses que los Santana llevaban en el país, le presté atención a un detalle que antes me pasaba casi inadvertido. Amanda no sólo se refería a ellos como “su familia”, como “su hermano, su papá y mamá”; al mismo tiempo, se había separado completamente de nosotros. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que la niña nos llamó “mamá, papá” y aludió a Leo como “su hermano”, pero estaba segura de que había sido antes de la llegada de los Santana. Aquello me preocupó, pero guardé los temores para mí. Nuevamente sentía que caminaba sobre un abismo, pero era como si ahora también tuviera los ojos vendados. Volvieron el insomnio y las pesadillas. Ahora, más que antes, más que nunca, tuve el sentimiento de que estábamos cuidando a la hija de otras personas, a alguien que no conocíamos realmente y de quien podíamos esperar cualquier cosa. Me di cuenta del límite al que habían llegado las cosas el día que no encontré a Amanda a la salida del colegio. Me retrasé un cuarto de hora… y ya no estaba. Leo vino hacia mí, desconcertado. La había buscado por todas partes, inútilmente. La maestra tampoco sabía nada. Sus alumnos habían salido a la hora de costumbre. No había notado nada fuera de lo habitual en Amanda durante la mañana, exceptuando que estaba muy contenta. Como era una niña más bien seria y melancólica, le llamó la atención, pero nada más aparte de eso. Yo estaba a punto de enloquecer, cuando una niña de once años se me acercó y, tímidamente, pidió hablar conmigo. La reconocí de inmediato. Era una de las compañeras de mi hija. – ¿Sabés dónde está Mandy? –le pregunté, atropelladamente. Ella sacudió la cabeza. – Lo único que sé, es que se fue con las chicas a tomar el colectivo que va al puerto. – ¿Para qué querría ir Mandy al puerto? –preguntó Leo, asombrado–. No tiene amigas por ahí. Yo sí sabía. Amanda había ido a tomar el colectivo Chaco-Corrientes. Seguramente venía ahorrando las monedas que yo le daba cada mañana para que se comprara alguna golosina en los recreos, hasta juntar el importe del pasaje. ¡Por eso no había vuelto a insistir cuando yo le decía que no podíamos ir! ¡Qué ingenua había sido yo, al creer que la niña estaba respetando mis decisiones! Precipitadamente, subí al auto, seguida por Leo, y manejé de manera alocada hasta el puerto, con la esperanza de encontrarla en la parada. Pero ya no estaba. Pensé en la posibilidad de ir hasta la casa de Elena. Ganas no me faltaban, pero serían casi dos horas de viaje ida y vuelta. Tenía a Leo a mi lado, sin comer, y Walter se preocuparía mucho si llegaba a la casa y no nos encontraba. Supuse que si Amanda había sabido llegar hasta aquí, también se manejaría muy bien en Resistencia, porque la casa de Elena estaba apenas a dos cuadras de la parada. De todas formas, telefonearía a Elena desde mi casa, para avisarle lo que Amanda había hecho y pedirle si alguno de ellos podía esperarla en la plaza central. Leo soportó mis silenciosas cavilaciones, pero supe, por su mirada, que me estaba observando y que estaba sacando sus propias conclusiones. Hubiese preferido que me preguntara qué estaba pasando; entonces habría podido acomodar los tantos con una respuesta que lo satisficiera a él y no nos dejara tan mal parados a Walter y a mí, pero el niño no emitió palabra en todo el viaje. Recién cuando llegamos, mientras yo telefoneaba a Elena, le contó a su padre que Amanda había desaparecido de la escuela y que se había ido al puerto. En tres saltos Walter estuvo junto a mí, exigiendo una explicación con la mirada. – ¿Y la nena? –preguntó finalmente, porque yo no le presté atención, ocupada como estaba en la llamada al Chaco. Terminé primero de hablar con David, que me prometió ir a esperar a Amanda a la parada, y después le comenté a Walter lo ocurrido. Esperaba que él reaccionara mal, incluso que se desahogara conmigo, pero no lo hizo. Solamente permaneció de pie, mirándome desalentado, como si hubiese perdido de repente todas sus fuerzas. – Si no lo consigue por las buenas, pasa por sobre nuestra autoridad, ¿no es cierto? –se lamentó. Asentí en silencio. Por ahora esperaba solamente que la niña llegara bien. Más tarde hablaría seriamente con ella. Y, lógicamente, ya no le daría más dinero para que se comprara golosinas en la escuela. Fue lo único que se me ocurrió para evitar que esto se repitiera. Pero Amanda consiguió el dinero por sus propios medios. Seguramente sus compañeros (que la seguían viendo como a una hermanita) le regalaban algunas monedas, y también solía quedarse con el vuelto de las compras que a veces hacía por las tardes, para ayudarme. El hecho fue que, un par de semanas después, volvió a hacer lo mismo. La diferencia estuvo en que en esta oportunidad dejé a Leo con Walter y me fui hasta la casa de Elena. Los Santana recién estaban por sentarse a comer. Habían recibido a Amanda con todos los honores, y ya le habían puesto un lugar en la mesa. Quisieron invitarme a almorzar también a mí, pero después de que les conté lo que había hecho la niña, me dieron toda la razón en que me la llevara y le impusiera una penitencia. – Es demasiado peligroso, hija –le dijo Luciano, en tono serio–. No vuelvas a hacer esto nunca. Si tantas ganas tienes de venir, lo vamos a arreglar de otra manera. No me gustó en absoluto que la llamara “hija”. – Mandy nos dijo que una amiguita la había acercado hasta acá –contó Elena–. Me pareció raro, pero le creí, porque me parecía más factible a que se hubiese largado a viajar sola. En ningún momento se me ocurrió pensar que vino sin tu permiso. Me despedí y, más calmada, ahora que la tenía a mi lado, manejé unas cuadras y estacioné. Antes de volver a casa quería aclarar unos puntos con ella. – ¿Qué te dije que iba a pasar si volvías a hacer esto? – Que hablarías con la maestra para que no me saque la vista de encima, hasta que llegues a la escuela a buscarme, y que no me darías más ni diez centavos para mis ahorros. – Exactamente. Decime ahora qué tiene de provechoso desafiar mi autoridad. ¿Por qué me querés enojada con vos, Amanda? ¿Por qué no podés obedecer? Ella se encogió de hombros. – Porque tú nunca me traes. Yo te pido por favor, pero siempre tienes una excusa. Primero, que molestábamos. Después, tus clases de yoga. Cuando no tienes yoga, estás cansada. Y cuando te digo que mi pai se ofreció a buscarme y llevarme de vuelta, dices que no es correcto. ¡Siempre es no! Comprendí el reclamo de la niña. Amanda se había malacostumbrado a venir dos o tres veces por semana, y de repente, verlos una vez por semana o semana por medio debía parecerle insuficiente. A pesar de mis intentos por que fuera paulatina, había sentido la separación. Y estas escapadas eran su manera de reaccionar contra eso. Aun así, no iba a darle la razón. Que se estuviera refiriendo a Luciano como si fuera su padre era la muestra indiscutible de que su relación con los Santana la estaba afectando. Y yo no permitiría que esto avanzara aun más. – Amanda, los ves bastante a menudo. Todos tenemos cosas más importantes que hacer, que estar llevándote y trayéndote de esa casa. – Puedo ir y venir sola. Sé cómo. Amanda jamás perdería una discusión. Siempre tenía una solución para todo. Pero esa costumbre suya me sacaba de las casillas. No quería imaginar lo que sería esta niña cuando entrara a la adolescencia. – Además… –continuó, con la voz entrecortada–, yo necesito estar con ellos. Son mi familia. Escucharla hablar así me carcomía los nervios. No lo podía tolerar. Amanda era mi hija; no soportaba que se refiriese tan familiarmente a un grupo de desconocidos, mientras nos ponía en último lugar a nosotros, su verdadera familia. En ese momento me importó muy poco el trasfondo de su reencarnación; lo único que quería, era que las cosas volvieran a ser como antes. – ¿Tu familia? Tu familia somos nosotros, Amanda. Nosotros. Ella sacudió la cabeza, tristemente. – No, tú no entiendes. Ellos son mi familia. Yo tengo que ayudarlos..., para compensar lo que les hice al marcharme. – ¿Y pensás compensar en tu vida futura lo que nos estás haciendo a nosotros ahora? –pregunté, mientras ponía en marcha el motor. No tenía sentido seguir discutiendo con ella. Hablaría con la maestra y se terminarían sus ahorros. De esta manera, esperaba poder tenerla bajo control. Sin embargo, sucedió algo con lo que no contaba. Luciano se acercó a mi casa unos días después, con una propuesta. El podía pasar a buscar a Amanda por las tardes y llevarla hasta la escuela la mañana siguiente, ya que ahora la mayor parte de su trabajo se concentraba en Corrientes. La cama que le habían preparado para Pascuas seguía en el mismo sitio, esperando volver a ser utilizada. Fue su manera de asegurarme que aguardaban con impaciencia el día que Amanda volviera a quedarse con ellos. En caso de que yo no estuviera de acuerdo con que fuera los días entre semana, podían ser los fines de semana. – No sabe cómo la extrañamos, Julia. Sobre todo para los chicos, Mandy es como una hermana. Pero tampoco quiero comprometerla, con todo el trabajo que debe tener… Por eso me ofrezco a llevarla y traerla yo. No me costaría nada. Aprovechar el recurso de “mi marido” no me pareció apropiado esta vez. Walter había dado suficientes pruebas de ineptitud en estos casos. Preferí organizar las cosas yo misma. – Está bien, pero déjeme que yo lo llame primero –asentí–. Por ahora, Mandy sigue castigada por lo que hizo el otro día. Quiero vigilarla de cerca, porque si consiento en que le cumplan todos sus caprichos, dentro de unos años será insoportable. Pero estoy de acuerdo con que, de vez en cuando, pase usted a buscarla. Nos despedimos cordialmente, a la entrada de mi casa. El se fue contento, creyendo que había aportado a solucionar las cosas. Yo me quedé conforme, porque seguía teniendo la última palabra.
Posted on: Thu, 28 Nov 2013 23:36:46 +0000

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