Llamaradas de Recuerdos Capítulo Uno: El Sueño Nací en - TopicsExpress



          

Llamaradas de Recuerdos Capítulo Uno: El Sueño Nací en la capital correntina en otoño de 1954. Viví aquí toda mi vida. Mi madre me llamó Julia, por una vieja tradición familiar según la cual los nombres Julia, Juliana y Julieta se imponían alternativamente a la primera niña de cada generación, y mi padre añadió Mabel para no quedar al margen. Nací con un buen destino. Mi padre era un comerciante exitoso y mi madre, ama de casa. Ella nos crió, a mí y a mi hermana Renata (que llegó dos años después que yo), con normas estrictas sobre la obediencia y el buen comportamiento. Vivíamos en la zona céntrica de la ciudad. Yo era muy sociable y tenía montones de amigos, de mi edad, más grandes y más chicos que yo. Fui una niña traviesa y desobediente y una adolescente ingobernable, según las quejas de mi propia madre. No obstante, superada esa etapa, mi relación con mis padres tomó un rumbo tranquilo, en el que yo trataba de seguir con mi vida lo mejor posible a pesar de sus intromisiones. Me recibí de maestra (en aquella época, bastaba con ser egresada de la escuela normal para tener el título) y trabajé durante unos años. Me gustaban los niños, pero me involucraba demasiado en sus problemas familiares, y al final vivía apesadumbrada, porque no tenía manera de ayudarlos. Creo que aproveché la excusa de mi matrimonio para renunciar al trabajo y olvidarme de tantas frustraciones. Walter merece una mención aparte. Muchas cosas eran las que me unían a él por entonces; más de las que nos unen ahora. Para empezar, nuestra relación se veía fortificada doblemente por la influencia de nuestros padres: Walter no sólo era hijo del socio más importante de papá; también era hijo de una amiga de toda la vida de mamá. Ergo, desde que nacimos tuvimos un estrecho contacto, involuntariamente impuesto por nuestros padres. Existió alguna vez (inevitablemente, tratándose de madres y amigas) la fantasía de un matrimonio entre alguno de sus hijos, pero nadie lo creyó seriamente hasta que empezamos a salir. Walter tenía dos hermanos: Antonio, el mayor, y Clara, la más chica. En la infancia, todos habíamos concurrido a la misma primaria, y era frecuente que nos encontráramos en los recreos para jugar. En aquellos patios se afianzó una mágica amistad, en la que Walter siempre me acompañaba, me escuchaba y me defendía, a pesar de las burlas que recibía de sus compañeros por estar con una nena. Luego crecimos e ingresamos a distintas escuelas secundarias, pero, debido a la estrecha relación que había entre nuestros padres, nunca perdimos totalmente el contacto. Ambos tuvimos otros noviazgos previos al nuestro, pero ninguno duró demasiado. Solíamos cruzarnos por las noches, cuando salíamos a tomar algo, cada uno con sus respectivos amigos… y casi sin darnos cuenta, retomamos la vieja amistad de la infancia, que se veía ahora rodeada por la dorada aureola del amor. Al poco tiempo, nos encontramos saliendo románticamente. Nuestro noviazgo duró un año y medio. Muchas de mis amigas me dijeron que estaba loca al casarme tan pronto, pero yo no veía razón para esperar. Ese año y medio correspondía al compromiso formal, pero nos conocíamos desde siempre. Además, teníamos veinticuatro años él y veintitrés yo. El trabajaba desde los dieciocho en la empresa de nuestras familias -un importante negocio de venta de electrodomésticos- ayudando a Luis, su padre, donde cobraba un buen sueldo, por lo que la situación económica tampoco era un impedimento. Por otro lado, nuestro casamiento era muy esperado por ambas familias. Para mamá, Walter era un muchacho trabajador, responsable y muy simpático. Para Cora Bianco, la madre de Walter, yo era una chica preciosa y decente, organizada y muy prolija en las tareas del hogar. Nuestra relación las colmaba de felicidad. ¿Para qué esperar? Nuestros padres también festejaban. En un clima de excitación y felicidad, corrieron con todos los gastos de la boda: la ceremonia civil, el casamiento por iglesia en la catedral de Corrientes, una fiesta enorme, a la que invitamos a todos los parientes y amigos de la familia, y hasta un adelanto para que pudiéramos comprarnos la casa propia. Dimos bastantes vueltas con lo de la casa, porque no lográbamos encontrar una que nos conformara a los dos. Walter quería algo grande, imponente, para lucirse ante sus amigos. Yo quería mucho jardín y una estructura segura para los hijos que vendrían. Creo que ése fue realmente el primer desacuerdo importante que tuvimos, pero como estábamos tan enamorados no lo vimos de esa manera: lo consideramos una insignificante diferencia de opiniones, que yo solucionaba con pucheros y él con una pataleta fingida, como si fuéramos dos criaturas. Finalmente, tras mucho buscar, conseguimos una que nos encantó. El único inconveniente era que estaba bastante alejada del centro; pero, como Walter tenía auto, no nos pareció un problema insalvable. Nos enamoramos de la casa apenas entramos en ella. La sentimos como si hubiese sido construida para nosotros. Estaba rodeada de un patio amplio lleno de maleza y cascotes, pero en mi mente yo lo veía primorosamente arreglado con hermosas plantas, rosales, jazmines, azaleas y alegrías del hogar. En la planta baja había una cocina comedor, un lavadero, una amplia sala de estar, un baño y una cochera. En la planta alta estaban los tres dormitorios y había otro baño. Los ambientes eran amplios, iluminados y bien ventilados. No veíamos la hora de firmar los papeles de la compra para empezar la mudanza. Pasamos la luna de miel en Bariloche. Imaginábamos que la próxima vez que visitáramos la ciudad ya tendríamos hijos, y fantaseábamos con las situaciones que se presentarían. Yo era inmensamente feliz. Me sentía como si hubiera llegado al final de un largo camino, al feliz desenlace de una historia mágica. La alegría de mi familia, la mía propia, la casa, nuestros planes, los hijos… Jamás me hubiera imaginado que el camino recién comenzaba; y que esas cosas, que tanto ansiaba y valoraba ahora, en algún momento pasarían a un segundo plano en mi vida. *** La vida de recién casados no nos presentó ningún contratiempo. Muchos amigos nuestros, que habían tenido noviazgos perfectos, empezaron con sus desacuerdos y problemas al poco tiempo de haberse casado. No fue nuestro caso. A pesar de que implicó un cambio enorme, porque nos tuvimos que acostumbrar a convivir y arreglárnoslas solos después de habernos pasado toda la vida bajo las alas protectoras de nuestros padres, no nos encontramos con desagradables facetas desconocidas de nuestro carácter. A Walter lo ascendieron en el negocio y le subieron el sueldo. Yo renuncié a la escuela. Estar sufriendo inútilmente por las problemas de mis alumnos no era compatible con mi felicidad y expectativas. Era un gran cambio el que estaba viviendo, y quería disfrutarlo plenamente. Mientras Walter iba y volvía del trabajo, yo arreglaba los interiores y renovaba los jardines. A menudo entraba en los cuartos vacíos y fantaseaba con los niños que los ocuparían, con sus ropas y juguetes desparramados por todos lados. No tuve que esperar demasiado. A fines de septiembre, apenas dos meses después de la boda, confirmé mi primer embarazo. Lo celebramos con una cena espectacular a la que invitamos al resto de la familia. Como este bebé era el primer nieto y sobrino de ambas familias, hubo una emotiva escena cuando, a la hora de hacer el brindis, dimos la noticia. Todos acompañaron la espera con gran alegría. Visitas y regalos eran cosa de cada semana. Fue un embarazo tranquilo, con un mínimo de molestias. Al cumplir el noveno mes, nació un varoncito. Lo llamamos Leonardo Sebastián. Como era nuestro primer hijo, ambos estabamos embobados y orgullosos. La criatura era idéntica a Walter, con su misma naricita recta, el rostro alargado, los ojos marrones rasgados y el cabello oscuro. Era un bebé sano y estaba siempre contento. Jamás dio demasiado trabajo: lloraba solamente cuando tenía hambre o necesitaba un cambio de pañales, pero yo vivía tan pendiente de él, que no le daba tiempo a reclamos. Hubo en mi vida un antes y un después de Leo, para nada comparable con lo que sucedió posteriormente con Amanda. Tuve que aprender a cuidar y atender al bebé, reorganizarme de acuerdo con sus horarios y necesidades y acostumbrarme a pensar en términos de que el niño estaba primero, pero yo había sabido que esto sería así. No fue para nada traumático. Confirmé mi segundo embarazo antes de que Leo cumpliera siete meses. En esta ocasión no se trataba del hijo ansiosamente buscado, pero, al mismo tiempo, como en ningún momento me cuidé para evitarlo, tampoco me sorprendió. Me ilusioné con el bebé desde el primer momento, y no aguantaba las ganas de compartir la buena nueva. Sin embargo, todo fue muy diferente de lo que yo había imaginado. Walter se alegró, pero parecía estar más metido en los problemas de la empresa que en la espera de este hijo. Y cuando la noche de Navidad aproveché para contárselo al resto de la familia, la única que reaccionó eufóricamente fue Clara, que aseguró que esta vez sería una niña y que nos ayudaría a pintar la pieza de rosado y a decorarla. Cora no opinó nada, exceptuando un breve “felicidades”, y mamá me llevó aparte para aplicarme uno de sus discursos disciplinarios. No tengo palabras para describir lo que sentí en ese momento. Esperaba que me felicitaran y me acompañaran en la espera, como había sido con Leo, pero en cambio me encontraba con algo muy parecido a la indiferencia y crítica. Discutí cada una de las cosas que me dijo mamá. No lo quería reconocer, pero había sido bastante irresponsable. No podía dejar la concepción de un hijo al azar, y menos aun cuando tenía la educación y los medios necesarios para darme el lujo de poder planificar responsablemente mi familia. Mamá no estaba enojada: estaba preocupada. Yo había dado a luz ese mismo año. Mi bebé todavía mamaba. Tendría que haberme cuidado unos meses, por lo menos hasta que Leo cumpliera el año, para asegurarme salud y fortaleza en un nuevo embarazo. Dijo que, si bien los hijos se hacen de a dos, la mujer es doblemente responsable de la concepción. La mujer tiene el derecho y la obligación de cuidar su cuerpo y su vida. Encima, yo ya no podía pensar solamente en mí, sino en el hijo que ya tenía y me necesitaba, y en el hijo que estaba esperado, que precisaba una madre sana y fuerte para nacer saludable. Hablaba de su propia experiencia principalmente. Mamá sabía lo que era tener dos hijos seguidos, y hubiese querido ahorrarme la experiencia, porque deseaba lo mejor para mí. No sé por qué, se le ocurrió que incluso podía empezar a tener problemas durante el embarazo. Tanto lo remarcó (no sólo esa noche, sino en los días siguientes), que Walter no tardó en sugerir que buscáramos una mujer que me ayudara con las tareas domésticas y a cuidar de Leo. Al principio me negué. Yo era la madre; me sentía capaz de cumplir con todo. Al fin y al cabo, no era la primera mujer que tendría dos bebés tan seguidos. Así que continué normalmente con mis obligaciones hogareñas, orgullosa de poder demostrarle a mi familia lo bien que podía con todo. Pero al finalizar el tercer mes sufrí unas pérdidas. La maldita predicción de mamá se había cumplido. La ginecóloga me recetó una medicación hormonal a base de progesterona y ordenó reposo absoluto, pues corría el riesgo de perder el embarazo. Fue como si mi vida entera se derrumbara. La profunda tristeza que me invadió los primeros días dio paso a una ciega obstinación. No aceptaba la posibilidad de perderlo. Pero estaba tan delicada que, muy a mi pesar, tuve que acceder a emplear una mujer. Así fue como Emilia llegó a nuestras vidas. Emilia era una mujer madura (era difícil calcular su edad: aparentaba alrededor de cuarenta y cinco), sobrina de la mujer que ayudaba a Cora con la limpieza. Tenía la piel curtida, los ojos marrones, pequeños y vivaces, y el cabello entrecano. Mientras hacía las tareas, tarareaba canciones de moda. En dos o tres horas terminaba con todo, pero no tenía reparo en quedarse el resto del día cuidándonos, y por el mismo sueldo. Desde el primer momento demostró ser educada, eficiente, prolija y muy cariñosa conmigo y con el bebé. A cada rato subía hasta mi cuarto a preguntarme si me sentía bien y si necesitaba algo. Veía crecer mi panza con tanta ilusión y entusiasmo como si la criatura fuera de su propia familia. Me preguntó un día si no tenía curiosidad por saber qué era. Cuando asentí, resignada a tener que esperar hasta el momento del parto, me pidió mi anillo y la cadenita que llevaba siempre al cuello; acomodó el anillo como si fuera un dije, me hizo echar de espalda y, delicadamente, lo dejó flotar sobre mi panza. Unos pocos segundos permaneció completamente inmóvil; luego empezó a balancearse suavemente; al final, giró en círculos, a una velocidad increíble. Emilia sonrió. – ¿Qué le gustaría que sea? –preguntó. Yo no estaba para pretensiones. Con tal de que el embarazo llegara a término y la criatura fuera sana, me daba por satisfecha. Sin embargo, como ya tenía a Leo, frecuentemente fantaseaba con que éste sería niña. – Una nena sería lindo…, pero me da lo mismo, en realidad. La sonrisa de Emilia se ensanchó. – Es una nena, señora. Dentro de unos meses tendrá el casal. Me alegré, pero sin ilusionarme demasiado. Emilia era del campo, y los campesinos eran ignorantes; al menos eso era lo que siempre aseguraba mi padre. A pesar de que Emilia era una mujer alegre y simpática, el hecho de tener que pasarme los días enteros en cama me ponía de un humor tan malo, que a veces la sentía como una rival, que me robaba mi lugar en la vida de Leo. No toleraba que él la recibiera con los bracitos abiertos ni que jugara con ella. Varias veces desobedecí las órdenes de la ginecóloga y me levanté para hacerme cargo personalmente del niño, como si temiera que él olvidara que su madre era yo. Me deprimía no poder ocuparme de él como debía, como había soñado que sería, y me preocupaban las consecuencias que podría haber por este prematuro desplazamiento por un hermano. Por fortuna, Leo seguía siendo el bebé alegre y tranquilo de los primeros meses: nada alteraba su mágico mundo infantil. A medida que avanzaba el embarazo, empecé a sufrir alternativamente de insomnio y pesadillas. No sabía qué era peor: si las vueltas que daba para tratar de conciliar el sueño, alternando entre un calor sofocante que me llevaba a tirar las sábanas al costado y un frío tan intenso que me hacía temblar de pies a cabeza, o la desesperante sensación de asfixia y de estar cayendo en un precipicio con que despertaba cada vez que finalmente lograba dormir. Por más que trataba, no podía recordar los sueños; sólo persistía una sensación extraña entre desaliento, miedo y aflicción… que atribuí a mi estado por la manera como se desarrollaba este embarazo. Muchas veces también amanecía ligeramente afiebrada y muy decaída. La ginecóloga me recetó unas vitaminas que no ayudaron demasiado a mejorar la situación. Una noche, cuando estaba en el octavo mes, tuve un sueño que me impresionó de tal manera que jamás lo pude olvidar. En él veía la silueta de una niña, llorando desconsoladamente. Yo quería acercarme a ella, para preguntarle qué le sucedía y consolarla de su pena, pero una enorme pared invisible me lo impedía. Mientras tanteaba en busca de un picaporte que me condujera hasta ella, la llamaba por un nombre, que no era ninguno de los que habíamos pensado para el bebé. La niña me miraba a través de sus lágrimas, sin moverse, y luego bajaba la vista a su regazo. Yo seguía buscando el picaporte, con creciente angustia, pero lo único que hacía en realidad era apartarme más y más de ella. De pronto se me ocurrió que seguramente la puerta se abría de un sólo lado -el de la niña- y trataba de explicárselo a los gritos, para que me escuchase, pero me había quedado sin voz. Empecé entonces a golpear las paredes, pero mis manos no hacían ruido al chocar contra ellas. De repente, la pequeña levantó la mirada y me vio. Lentamente, se me aproximó, sólo lo suficiente para que yo pudiese ver la muñeca que cargaba entre los brazos: una hermosa muñeca antigua, de porcelana y melancólicos ojos marrones... La niña, cuyo rostro seguía en tinieblas, murmuraba un nombre... Desperté bañada en sudor, aterrada. Aquello no había sido un sueño: era una premonición; estaba segura. En ese momento supe que tendría una niña, y supe también que estaría rodeada de circunstancias extrañas. – ¡Walter, tengo miedo! ¡Algo le pasa a la nena! –exclamé. El se incorporó y me abrazó. Su contacto me tranquilizó de inmediato. – Fue un sueño –murmuró, con voz ronca. Chistó suavemente y me acarició la espalda, entre sueños, tratando de calmarme. Pero yo no pude quitarme esa idea de la mente. Algo estaba mal. Y no tardaría en descubrirlo…
Posted on: Thu, 17 Oct 2013 22:03:13 +0000

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