Llamaradas de Recuerdos Capítulo Veintitrés: “Yo te - TopicsExpress



          

Llamaradas de Recuerdos Capítulo Veintitrés: “Yo te conozco” La jaqueca se me acentuó durante el día. Me tomé una aspirina, pero fue lo mismo que nada. Estaba demasiado ansiosa por lo que sucedería esa tarde, cuando Amanda finalmente se encontrara con su antigua familia. Para peor, estuve sola en la casa toda la mañana. La anciana madre de Emilia se había enfermado días atrás, y yo le había permitido tomarse el tiempo que fuera necesario para ocuparse de ella. Me faltaron su amena conversación y su desafinada voz tarareando la música de moda, costumbre que no había perdido con los años. Mientras lavaba la ropa primero y más tarde cuando preparaba el almuerzo, traté de concentrarme en lo que hacía, para librar mi mente del peso de tantas cavilaciones, pero no pude. Una y otra vez recreaba como entre sueños el momento cuando Elena nos presentara a sus parientes. Me veía a mí misma tiesa, sin poder responder a sus saludos, como si en vez de ser cuatro simpáticos brasileños me hubiera cruzado con el monstruo de Frankenstein. ¿Y Amanda? Imaginar cuál podía ser su reacción me provocaba escalofríos. ¿Qué tal si perdía totalmente las dimensiones del tiempo y empezaba a hablar y actuar como si fuera Luz? ¿O, sin llegar tan lejos, si empezaba a cometer una indiscreción tras otra, hasta llamarles la atención? Cada vez que llegaba a este punto, me sentía enferma. Hubiese querido lentificar el movimiento de las agujas del reloj, pero rápidamente se hizo la hora de ir a buscar los chicos. Encontré a Leo, como siempre, intercambiando y apostando figuritas con un grupo de niños que, como él, debían esperar a que los recogieran. Pero Amanda parecía otra niña. Estaba feliz y entusiasmada, como pocas veces la había visto. En su rostro ilusionado, los ojos brillaban con una gran expectativa. Apenas me vio, se colgó de mi brazo y me recordó que teníamos una visita pendiente, como temiendo que yo me negase a llevarla. Asentí, sin comentarios, y emprendimos el viaje hacia casa. Me acosté a la siesta, como hacía normalmente, pero no pude pegar un ojo. Cada vez que estaba a punto de conciliar el sueño, me apresaba una terrorífica sensación de vértigo y el corazón empezaba a martillarme en el pecho. De todas formas, no salí de la cama hasta que fue la hora. Sentía una desesperante necesidad de atrasar lo máximo posible aquel momento. Estaba segura de que, en el instante que Elena nos presentara, empezaría una nueva etapa en mi vida. Amanda, por el contrario, no podía con su impaciencia. Mientras yo haraganeaba para levantarme, ella se había bañado, eligió uno de sus vestidos más hermosos y se peinó el largo cabello suelto. Cuando salí de mi habitación, ella ya estaba lista para partir. Quise postergar un momento más la agonía preparando la merienda, pero Leo ya se había ido a la casa de sus amigos y Amanda me recordó que Elena siempre tenía galletitas o torta para convidarnos. No me quedó más remedio que enfrentar el hecho de que, en más o menos una hora, los habría conocido. La alegría de Amanda, que contrastaba fuertemente con mis lúgubres pensamientos, me irritaba. No toleraba verla tan sonriente, cuando yo llevaba casi un día de sufrimiento y angustia. Esto era una pesadilla. ¿Cómo podía estar tan tranquila? – Mandy, ¿por qué estás tan contenta? ¡Pasaron ocho años desde el incendio! La familia que vino de Brasil no es la que vos recordás. ¿No tenés miedo de llevarte un chasco? – No, no tengo miedo. El tiempo pasó y cambiamos, pero seguimos siendo los mismos. David me recuerda. Sabe que está a punto de reencontrarme. Pai y mai no lo saben, pero vinieron por mí. Yo siempre los estuve esperando, y por fin vinieron. No esperaba semejante respuesta. El estómago se me volvió de piedra. Pensé detenidamente antes de seguir. Luz le había dicho algo a David la noche del incendio. ¿Qué? Amanda no lo había revelado. Traté de hacer memoria, pero se entremezclaron mis recuerdos. Su odio hacia Beatriz, su desesperación por buscar a Luciana… También había mencionado unas fotos… Sentí un escalofrío que empezaba a subirme por las piernas. – ¿Cómo que vinieron por vos? No, hija, no te confundas. Vinieron por tía Elena, para que no esté más sola. A vos prácticamente ni te conocen, salvo por los comentarios que les habrá hecho tía Elena y un par de fotos. Ella sonrió misteriosamente. – ¡Vamos, Amanda! ¿Qué estás tramando? –continué, preocupada–. Más te vale que no hagas ninguna tontería, como ponerte a hablar como Luz ni nada parecido. No sabés el desastre que podrías provocar. Sin ir más lejos, tía Elena no está en condiciones de soportar semejante cosa. – No te preocupes. Ni necesito mencionar a Luz –aseguró la niña, sonriendo. Al mirarla a los ojos, vi reflejada una ilusión que me cortó el aliento. De repente, ya no era un viaje para conocer a la familia de Elena. Ahora me sentía como si estuviera yendo a devolverles la hija perdida. Hicimos el resto del viaje en silencio. Lo consideré más saludable para mis nervios que seguir exponiéndome a sus inesperadas respuestas. El tiempo que nos tomó bajar del auto y llegar hasta el timbre fue terrorífico. Para mí, claro está; Amanda estaba en la cuenta regresiva: nerviosa, pero de alegría e incredulidad de que finalmente sus sueños se hubieran cumplido. La muchacha de Elena nos atendió y nos hizo pasar al estar, donde se nos acercó Elena, gratamente sorprendida. – ¡Por fin vinieron! –exclamó, y nos saludó con un fuerte abrazo y dos besos–. ¡Hace cuánto que no vienen por acá! Ya las estaba extrañando. – Lo que pasa es que ahora usted está con su familia, tía. No queríamos importunarla –expliqué, mientras respondía a su cálido saludo. – ¿Importunar? Pero, Julia, ¡ustedes son como de la familia! Lástima que no me avisaste que vendrías; les hubiera dicho que se quedaran, así ya los conocías. Me sentí como si me quitaran un dinosaurio de encima. Pero la mirada de Amanda se apagó, como si despertara de un sueño demasiado bueno, que de ninguna manera podía ser real. – ¿No están? –preguntó, decepcionada–. Yo los quería ver. Elena la abrazó, cariñosamente. – Bueno, está David –aclaró–. Pero yo hubiera preferido presentarte primero a Lili; después de todo, van a ser amigas. Si bien tiene recién cuatro años, es muy inteligente y está acostumbrada a estar entre gente grande, así que la diferencia de edad entre ustedes no será un problema. ¡Sé que te va a adorar! Es simpática y muy sociable. La mención de Lili no le gustó nada a Amanda, pero el hecho de que David se encontrara en la casa le cambió la cara. Nuevamente le brillaron los ojos, y una sonrisa victoriosa se asomó a sus labios. – ¿Y podemos conocer a David aunque sea? –suplicó, compradoramente. Elena asintió enérgicamente, complacida. Llamó a Mabel fuertemente y le pidió que buscara a David. Mientras la muchacha subía las escaleras, Elena nos invitó a sentarnos. En los pocos minutos que tardó David en bajar, nos explicó que le había preparado el cuarto celeste como dormitorio y el antiguo cuarto de cachivaches como cuarto de estudios. Seguramente se encontraba allí ahora, realizando sus deberes escolares, que por cierto le estaban costando un poco a causa del idioma. No dejó de ser un alivio el que no fuera a conocerlos a todos juntos, pero yo no podía olvidar cuánto había llorado y suplicado Amanda por David, y un familiar cosquilleo me recorrió el estómago. El primero de los fantasmas del pasado estaba a punto de convertirse en un ser de carne y hueso. Me pregunté cómo sería. En sus recuerdos, Amanda siempre hablaba de un niño al que amaba mucho, pero jamás especificó nada. ¿Sería tranquilo o revoltoso? ¿Qué marcas habría dejado en él la pérdida de su hermana? ¿Sería cierto que finalmente había venido a buscarla? En tal caso, ¿qué esperaba encontrar? Eran demasiadas preguntas para una mente excitada y cansada como la mía. Por sobre la entusiasmada voz de Elena, oí pasos que se acercaban desde las escaleras. Sentí una opresión en el pecho, como si estuviera por traspasar los límites del tiempo y del espacio. Finalmente, las vidas de Amanda y estas personas sí iban a cruzarse. Y sólo Dios sabía lo que pasaría a continuación. La puerta del estar se abrió suavemente, y un muchacho empezó a acercarse a nosotras. Era bastante alto y buen mozo. Caminaba erguido, igual que Elena, y con paso firme. En un primer momento no entendí. Luego, al mirarlo a la cara, lo reconocí. Era David. Recién entonces me di cuenta de que, a pesar de que por una cuestión de cálculos sabía que tenía trece años, en mi mente seguía viéndolo como al niño de la fotografía. Amanda se puso de pie, como impulsada por un incontrolable resorte interno. Tratando de disimular mi terror, la seguí con la vista. Este sería el peor momento para cometer una de sus indiscreciones. Pero tanto Elena como el muchacho lo interpretaron como si se estuviese acercando para saludarlo. – ¡Olá! –dijo él, sonriente. Amanda titubeó un momento. Era evidente para mí cuánto deseaba echarse en sus brazos y saludarlo, como si realmente hubiese sido Luz reencontrándose con él al cabo de tantos años, pero una fuerza interna la contenía. – Olá –respondió, con voz apagada. Lo observaba con una mezcla de incredulidad y fascinación. Evidentemente, el recuerdo de su pequeño hermanito también había sido muy fuerte en ella. Elena también se puso de pie, y no me quedó más remedio que pararme también, o habría sido la única de los cuatro que permanecía ridículamente sentada en medio de aquel clima de excitación. La mujer se acercó a ellos y los presentó. – Bueno, este es mi sobrino, David. Acaba de cumplir los trece años, hace un par de meses. David, ella es Mandy. El muchacho se acercó un poco más… y se le desarmó la sonrisa. Miró a Amanda extrañado. – ¿Mandy? –repitió. La observó insistentemente, como si algo no lo terminara de convencer. – Esta nena es como otra sobrina para mí. Viene a menudo de visita, con su mamá, y pasaba horas jugando en el cuarto que ahora es de Lili. Vas a verla a menudo acá. David no dio señales de haber oído las palabras de su tía. Seguía con la vista fija en Amanda, como si estuviera pensando, como si tratara de hacer memoria… – Yo te conozco –aseguró luego, con una firmeza inquebrantable–. Te conozco de algún lado... Elena asintió. – Es la nieta de Giuliana Medina y Cora Bianco, mis amigas –dijo–. Siempre que iba a Brasil, llevaba fotos de ella, para mostrarles. Seguro que por eso te resulta tan familiar. David la escudriñó con la mirada. No parecía muy satisfecho con la explicación de Elena. Sin embargo, no discutió. – Ah, las fotos –dijo, inexpresivamente. Seguían mirándose mutuamente, sin atinar a hacer nada más. – Bueno, ¿es que no van a saludarse? –los instó Elena, impaciente. David se agachó y se dieron dos besos en las mejillas. Noté que Amanda temblaba casi imperceptiblemente. Luego de saludarse, David la volvió a mirar, como si algo no cuadrara. – Es raro... –insistió–. Estoy seguro de que te conozco, no de las fotos; de otra parte… ¡Estoy seguro! Pero no entiendo… – Te estarás confundiendo con alguna amiguita del Brasil –dijo Elena, sin darle importancia–. Ustedes recién se están viendo por primera vez. No puedes conocerla más que por las fotos. Me hizo un gesto, para que me acercara. – Ella es Julia, la madre de Mandy. ¿También la conoces de algún lado? –bromeó. David sonrió. Nos saludamos con un par de besos, pero el muchacho no dejaba de mirar a Amanda. Aquello me incomodaba. Me sentí presionada a decir algo. – Estás enorme, David. Tengo en mi casa una foto tuya con tus padres –creí conveniente no mencionar a Luz–, pero ahí eras chiquito. Creo que en el fondo estaba esperando encontrarme con un niño. El muchacho sonrió, pero no respondió. Elena intervino con una invitación. – ¿Quieren merendar? Hay chocolatada y galletitas. Asentimos los tres, creo que igualmente aliviados. Sería más fácil iniciar una conversación si nos sentábamos a merendar ante una buena mesa. *** Pasamos al comedor. Mabel ya había puesto la mesa. Había chocolatada, té con leche y varias fuentes con galletitas caseras. En cuanto se sentaron, los chicos se abalanzaron sobre las masitas. – Mabel cocina riquísimo –aseguró David, siempre en portugués, engullendo la primera. – Si –asintió Amanda, masticando una y con tres más en la mano–, éstas son las mejores. Elena los contemplaba, complacida. No sé en qué momento, aquello se convirtió en un pandemónium. De estar tranquilamente sentados, haciendo comentarios de poca importancia, pasamos a estar aislada del montón en silencio (yo) y hablando precipitadamente entre ellos, como si no se hubieran visto en años, David, Elena y Amanda. Empezaron con los clásicos “¿Cuántos años tenés?”, “¿En qué grado estás?”, “¡¿En quinto, con ocho años?! ¡Mis padres no me lo van a creer!”, “Sí, me tocó un lindo grupo. Ya tengo tres amigos; nos sentamos todos juntos.”, “Mi hermanita cumplió cuatro años en junio. ¡Te va a encantar! Es muy simpática”, y de repente, estaban conversando como viejos amigos. Entonces fue cuando me di cuenta de que había sido silenciosamente excluida del grupo, no como si estuviera de más, pero sí como si no encajara entre ellos. De pronto, aquello parecía una pesadilla. Elena ni siquiera se acordaba de que yo estaba allí; David se mostraba cada vez más entusiasmado, y hablaba incansablemente; y Amanda... Amanda se veía distinta. La expresión de su rostro excitado, sus gestos, hasta su manera de hablar eran diferentes. Parecía otra persona. En ese momento no me di cuenta de lo que estaba pasando. Apenas alcanzaba a percibir nada. Entre la jaqueca y mi aturdimiento, mi mente no alcanzaba a dimensionar lo que se estaba gestando. No podía dejar de mirarla. La niña que tenía a mi lado era extravertida, alegre, enérgica… Era Amanda, pero, al mismo tiempo, no era ella. Amanda era melancólica, seria, ermitaña… ¿Qué diablos le estaba pasando a mi hija? Tardaría meses en descubrirlo. Puesto que nadie reparaba en mí, me incluí por mí misma en la conversación. – ¿Les gusta el Chaco? En realidad, se lo había preguntado a David, pero, antes de que el muchacho reaccionara, Elena respondió por él. Lo hizo con tanta naturalidad como si yo hubiese estado participando de la charla desde el primer momento. – Aun es muy pronto, Julia. En principio, todos están con la euforia del gran cambio. David nomás debe estar extrañando un poco a sus amigos… Tenía muchos amigos en Brasil; si bien ya se hizo de amigos nuevos, uno siempre extraña lo que deja en otras tierras –lo miró, comprensivamente–. Pero quien lo está pasando realmente mal es Beatriz. Su vida entera estaba allá. Su trabajo, colegas, amigos… Para peor, le cuesta el idioma, y eso es una limitación a la hora de salir a conocer gente nueva, sobre todo para ella, que es tan conversadora y siente que le faltan las palabras. No sé qué pensarán hacer, pero, como es la única que se queja, supongo que a la larga tratará de adaptarse, aunque sea por sus hijos. – ¿Dónde están ahora? Imaginé que los encontraría a todos con usted. Elena meneó la cabeza, sonriendo. – Salieron. A Lili le encanta pasear, y sus padres aprovechan para recorrer la ciudad. Ayer, por ejemplo, se fueron los tres a Corrientes, al zoológico. Lili volvió muy contenta. Le encantan los animales; tanto, que Beatriz ya fantasea con que va a ser veterinaria. Hoy fueron a conocer el puerto de Barranqueras. – Pensé que Luciano ya estaría trabajando –observé, sorprendida. – Recién se está instalando, Julia. Llegaron hace apenas dos semanas. Se presenta por la mañana en la empresa, pero todavía no le dicen cuándo empieza a trabajar tiempo completo. – ¿Y cómo fue que decidieron venir? –Esta vez, sí era una pregunta dirigida a David. Amanda podría haber asegurado toda su vida que su hermano tenía que venir a buscarla, pero aquello debía tener una explicación menos estrambótica. Si David realmente había venido a buscar a su hermana, yo sufriría un ataque ahí mismo. Claro que (no lo pensé en ese momento), si David hubiese venido buscando a Luz, jamás me lo diría. El se encogió de hombros y tragó el bocado que estaba masticando. – No lo sé; se fue dando solo, supongo. Empezó porque papá quiso que viniéramos por las vacaciones, para variar, porque siempre era tía Elena la que iba a visitarnos a nosotros. Empezamos a fantasear y planificar… y terminé pidiéndole que nos mudásemos. No fue así de fácil tampoco; lo pensó mucho, vio que posibilidades había, midió los riesgos… y al final estuvo de acuerdo. Al principio, mamá no quiso saber nada, pero finalmente tuvo que ceder, porque era minoría. – No deja de sorprenderme –confesé–. Esta mudanza fue una alegría tremenda para tía Elena, pero me imagino que ustedes habrán tenido que renunciar a muchas cosas; a toda su vida, prácticamente. ¿Y si al final no les gusta estar acá? ¿No consideraron eso? El asintió, apartando otra galletita. – Es una posibilidad. Pero aun es muy pronto. Tendrán que pasar unos meses para que realmente podamos decir si nos gusta, si extrañamos demasiado, qué decidimos definitivamente… –su expresión cambió repentinamente; se volvió reservada, misteriosa–. Pero sé que me va a gustar. Hay cosas que no se pueden explicar… Son como inspiraciones súbitas que nos iluminan el alma. No tienen explicación ni las necesitan. Simplemente, sabemos lo que debemos hacer y por qué. Yo sé que aquí encontraré la felicidad. Pero no podría explicarle este sentimiento a nadie, porque solamente yo lo tengo y lo comprendo. Es… extraño –y se metió la masita en la boca. El muchacho no había mencionado a Luz ni nada parecido, pero tampoco había dicho nada concreto sobre el pasaje de un paseo a la mudanza. No supe qué pensar. Un rato después llamó Walter. Fue inusual que no dejara el mensaje en el contestador; después de todo, no era necesario rastrearme para avisarme que no iría a cenar. Yo ya me había acostumbrado a las cenas de trabajo que se prolongaban hasta cerca de la medianoche. Pero me equivoqué. Este viernes Walter salía temprano del negocio, y como se veía que sería una noche hermosa tenía ganas de invitarnos a salir. Había pensado en el cine primero, pero al ver la cartelera supuso que los chicos se aburrirían, así que lo desechó y lo cambió por una cena. – ¿Qué te parece? ¿Tenés ganas? –me preguntó. Aquello se oyó como mi salvación. Una salida me ayudaría a despejarme y tranquilizar mis nervios. Le dije que sí y miré el reloj. Tenía dos horas para volver a Corrientes y prepararme yo y a los chicos para la salida. Supuse que Amanda se alegraría, pues le encantaba pasear, pero, ante mi sorpresa, se disgustó. No quería irse. Refunfuñó y discutió hasta que Elena la convenció de entrar al auto y volver a casa. Cuando quisiéramos podríamos regresar al Chaco; ahora debía marcharse. A disgusto, y solamente porque se lo pedía su tía, Amanda obedeció. *** Yo esperaba que la salida de esta noche realmente despejara mis ánimos, pero, lamentablemente, el mal humor de Amanda lo arruinó todo. Primero demoró tanto en bañarse y elegir la ropa, que estaba dando vueltas cuando Walter llegó de la empresa y seguía dando vueltas cuando él terminó de bañarse y cambiarse. Luego, en la cena, estuvo taciturna y gruñona. Tan malo fue su comportamiento, que hasta Leo se dio cuenta. Supuso que su hermana estaba mal por algo; quiso ser amable y le habló, pero ella reaccionó agresivamente, como si en vez de haberle hecho una pregunta la hubiese insultado. Leo calló, sin entenderlo, pero como Amanda no cambiaba la cara, volvió a intentarlo más tarde, con idénticos resultados. En un lapso de dos horas, Amanda lo agredió tres veces. Walter perdió la paciencia. – La idea era salir y pasar un momento grato en familia, pero hasta ahora sólo fueron peleas. ¿Se puede saber qué les pasa? Leo estaba recibiendo la reprimenda de arriba, pero no replicó, cabizbajo. Temí que Amanda respondiera impulsivamente, pero también se quedó callada. Y no volvió a hablar, ni siquiera para pedir el postre, ni en el viaje de regreso a casa. Leo, por el contrario, no dejó de contar cosas. Varias veces trató de incluirla en la conversación, demostrando claramente su deseo de hacer las paces, pero ella lo ignoró por completo. Finalmente él dejó de insistir. Al llegar a la casa subió directamente a su dormitorio y cerró la puerta, sin despedirse de nosotros. Para consolarnos por su mal comportamiento, Leo fue extremadamente cariñoso. A pesar de que ya estaba grande, nos invitó a quedarnos en su pieza hasta que se durmiera. Mientras tanto, se puso a enumerar todas las cosas que le gustaría hacer en las próximas vacaciones: ir a las playas, pasear por la costanera y comprar muchos helados y papas fritas y ver si podíamos ir por un rato aunque sea a Paso de la Patria… Cuando se durmió, Walter fue directamente a nuestra habitación. Yo me quedé un instante más con Leo. Lo arropé, apagué la luz y cerré suavemente la puerta. Al pasar delante del cuarto de Amanda, oí voces. Supuse que estaría jugando con Luciana, desahogando las emociones de esta tarde. – No tendrías que haberlo hecho –el tono era severo, muy severo, como el de una madre disgustada. – Yo quería quedarme con David un rato más. Quería ver a mi pai…, pero no me dejaron. ¡Y me enojé! – ¿No tuviste ya bastantes problemas por tu mal genio? ¡Tu familia recién llegó al Chaco! ¡En cualquier momento puedes volver a visitarlos y estar con ellos! No tenías que portarte tan mal con tus padres y Leo. Seguí rumbo a mi dormitorio, segura de que este diálogo consigo misma la haría reflexionar. Walter ya estaba acostado cuando entré a nuestra alcoba. – ¿Esto fue por la visita a tía Elena? –preguntó, en cuanto me vio–. ¿Se supone que así será cada vez que los vea? Ya le había contado cómo se había desarrollado la visita, pero, tratándose de él, pensó que yo exageraba. No dudaba que Amanda se hubiese comportado como si realmente hubiera conocido al muchacho, ¿pero que él asegurase conocerla de antes? No tenía ganas de volver a discutirlo. La cabeza me estallaba; me había sentido mal todo el día. Lo que menos quería era seguir dándole vueltas al asunto. – ¿Qué sugerís que hagamos, Julia? –insistió él. Me dejé caer pesadamente sobre la cama y suspiré. No me sentía la más indicada para pensar alternativas. En cierta forma, yo era la responsable de que las cosas hubiesen llegado a este punto. ¡Si no hubiera sido por mi maldito sentimiento de culpa!… La culpa y la lástima me habían llevado a hacerme cargo de Elena y sus miserias como si fueran las mías propias. Me había enredado así en una relación que ni siquiera podía definir como de amistad ni familiar, y lo que era peor, había permitido que se involucrara mi hija. ¿Que si sugería algo? Tenía ganas de ponerle punto final al asunto prohibiéndole de por vida que se cruzara al Chaco para visitar a esa gente. Pero era imposible. – La verdad es que nunca me imaginé que esto podría pasar. Estaban en Brasil, tía Elena los visitaba de vez en cuando… Eran personajes de una historia ajena a nosotros, desconocidos, irreales incluso. Pero ahora están acá, y son de carne y hueso. Cuando tía Elena nos presentó a su sobrino, él juró que conocía a Mandy de antes, y no era de las fotos… –lo reviví durante un momento, a pesar de su escepticismo, como un mal sueño que no se borra–. Y prácticamente de inmediato empezaron a portarse como dos viejos amigos que se reencuentran después de mucho tiempo… ¡Conversaron tan amenamente, con tanta confianza!… Tendrías que haberlos visto. ¡Mandy se veía tan distinta!…Estaba disfrutando tanto de su visita, que no quería irse más, y por eso se enojó tanto por la salida de esta noche. ¿Qué puedo llegar a sugerir, Walter? –lo miré, deseando una respuesta, pero resignada a que finalmente todo recayera en mí. El me abrazó cariñosamente, tratando de reconfortarme. No dijo nada, pero supe, por la expresión de sus ojos, que me estaba responsabilizando de todo. “Nada de esto habría pasado si no le dabas pie a la nena para que se creyera sus propias historias” me reprochaban sus ojos, en silencio. Pero lo que dijo fue diferente. – Esperemos primero a ver qué pasa mañana. A lo mejor no es para tanto; a lo mejor Mandy se portó así por la excitación del momento, nada más, y ahora que descanse y se tranquilice vuelve a ser la misma de siempre. ¿Te parece? Yo estaba tan agotada, que no tenía ánimos para pensar nada mejor. Asentí y me acomodé para dormir. Walter tenía razón. Mejor esperaba a ver cómo amanecía la niña antes de seguir haciéndome mala sangre.
Posted on: Mon, 18 Nov 2013 23:27:26 +0000

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