Lo que no siempre fue arte Como la fotografía, tampoco las - TopicsExpress



          

Lo que no siempre fue arte Como la fotografía, tampoco las representaciones teatrales han sido consideradas objetos de arte hasta hace relativamente poco. Si en el primer caso la comparación con la pintura era inevitable, el teatro ha estado postergado tras la literatura dramática. Que el propio término teatro sirva tanto para referirse al resultado de la escenificación como al texto es significativo. Es habitual encontrarse con Historias del teatro, muchas de ellas vigentes en centros de enseñanza superior, que lo son en realidad de las obras escritas y que carecen del menor acercamiento a la puesta en escena. La subordinación de la representación a la escritura, como si no fuese más que una ilustración del trabajo del dramaturgo, tiene su origen en la errónea interpretación que, del pensamiento de Aristóteles, hicieron los humanistas del Renacimiento y continuaron los clasicistas. En la Poética, Aristóteles expone las seis partes de la tragedia: fábula, caracteres, elocución, pensamiento, melopeya y espectáculo. De ellas la más importante es la fábula, la articulación de los hechos, por medio de los cuales abarcamos los caracteres. En cambio, dice que el espectáculo, seductor del alma, está alejado de la técnica artística y es “lo menos propio a la poética”. Así lo explica: “La fuerza de la tragedia existe sin enfrentamiento en escena y sin actores, e incluso añadiría que con respecto a la representación de los espectáculos es más importante la técnica del que hace los accesorios del montaje que la de los poetas”. Y aún añade más cuando explica de dónde surgen el temor y la piedad indispensables para producir la catarsis en el espectador: “El temor y la piedad es posible que nazcan del espectáculo, pero también de la composición misma de los hechos, lo cual es mejor y de mejor poeta. En efecto, es preciso que la fábula esté estructurada de tal manera que incluso sin verla, el que oiga los hechos que ocurren se horrorice y apiade por lo que pasa; que es lo que sufriría alguien oyendo la fábula de Edipo. Pero el producir esto por medio de espectáculo es menos artístico y necesita desembolso”. La insistencia de Aristóteles en la falta de cualidades artísticas del espectáculo hay que entenderla en sentido literal: el arte del poeta, su técnica dramatúrgica, lo lleva a procurar la catarsis con los medios literarios a su alcance, pero no debe confiar que los actores o los distintos aspectos de la representación suplirán sus carencias. No dice Aristóteles que el espectáculo sea desdeñable en sí, sino que no depende de la voluntad del escritor, a cuyo perfeccionamiento se dirige su estudio. Un escritor tan exquisito como Philip Sidney, era capaz en el siglo XVI de cuestionar la capacidad poética del teatro por, entre otras cosas, las concesiones al público en la representación. Así concluía en su Defensa de la poesía: “He prodigado demasiadas palabras sobre este asunto del teatro. Lo hago porque, siendo una parte excelente de la poesía y no habiendo ninguna tan practicada en Inglaterra, no hay otra de la que se pueda abusar más penosamente y que, como una hija mal criada que muestra su mala educación, provoque que se ponga en duda la honorabilidad de su madre, la poesía”. Muy poco después, Alfonso López Pinciano recrea en su Filosofía antigua poética las palabras de Aristóteles: “Destas dos últimas partes, que son aparato y música, poco tenemos que decir, porque tocan más a la representación y representantes que no a la poesía y poeta”. En Don Quijote de La Mancha, Cervantes no se muestra nada conciliador al sugerir las relaciones entre escritores y actores: “Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben estremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide”. Lope, en el Arte nuevo de hacer comedias, sí plantea las virtudes de la representación, pero como una continuación de la escritura: “Remátense las escenas con sentencia, / con donaire, con versos elegantes, / de suerte que, al entrarse el que recita, / no deje con disgusto el auditorio”. Cascales, en sus Tablas poéticas, no dice nada a propósito del espectáculo y todo se argumenta desde el punto de vista de la escritura –“En el escribir la tragedia, aun los que saben bien el arte andan con mucho tiento, y así por no caer en las manos de los detractores rehúsan este género de poesía”-, lo mismo que después hará Boileau que, como mucho, recrea el sentido horaciano del decoro y su obvio sometimiento de lo visual a lo escrito y oído: “Lo que no se debe ver de ninguna manera, que eso nos lo exponga una narración: los ojos, al verlo, captarían mejor la cosa, pero hay objetos que el arte sensato debe ofrecer al oído y retirar a la vista”. Hay que esperar al siglo XVIII para que se haga una valoración seria de la representación como objeto artístico. El estudio a propósito del gusto, la belleza y la estética tiene una ramificación teatral al desarrollar cuáles son los elementos que intervienen en el hecho escénico y cómo se vinculan entre sí, además de analizar su deuda con los textos de partida. Solo así Lessing podrá decir en su Dramaturgia de Hamburgo: “La máxima sutileza de un crítico dramático se demuestra cuando, en cada situación de placer y de disgusto, sabe distinguir infaliblemente lo que de ella hay que atribuir al poeta o al actor, y en qué medida. Censurar al uno por un error del otro, supone dañar a ambos”. Cuando el iniciador del concepto moderno de dramaturgia se pregunta si “¿es o no liberal el arte de los cómicos?” en una disertación así titulada, sitúa el problema del teatro en el mismo contexto de la discusión acerca de las artes liberales, las bellas artes y las artes aplicadas. Igual que cree que solo el compositor es el verdadero artista de la música, no el ejecutante, afirma que el arte dramático es arte liberal porque solo cabe considerar como tal aquella facultad “cuyo ejercicio pide más ingenio y juicio que la memoria, y aún más ingenio que juicio”. Y así, tras repasar cómo la invención y el juicio son necesarios para reunir y armonizar decoraciones, escenas movibles, pintura, trajes y accesorios –que “los autores de las piezas rara vez indican con precisión”-, añade: “Regularmente se mira como una prueba de ingenio cuando el poeta tiene el arte de animarse de una pasión y de pintarla con la virtud sin ser virtuoso; cuando con un corazón alegre hace verter lágrimas a puro esfuerzo de su ingenio, cuando alaba con entusiasmo lo que desprecia altamente: ¿por qué no hemos de hacer la misma justicia al actor cuando hace lo mismo en el teatro?”. Aceptado que el teatro como representación es un arte, y aun un arte liberal, en el siglo XIX la duda será si es o no un medio de expresión. Y para Adolphe Appia, en La música y la puesta en escena, la respuesta está en la voluntad capaz de propiciar el diálogo entre los distintos elementos del espectáculo atendiendo a principios de jerarquía, armonía y representatividad: “La obra de arte, para ser armoniosa, debe ser el producto del egoísmo artístico. Un deseo muy personal es el que permite al artista vencer la hostilidad ambiente de nuestra sociedad tan refractaria a cualquier actividad artística. El creador puede convertir dicho deseo en un medio de expresión positivo, o en un contrapunto favorable al efecto que quiere producir”. El trabajo de José Carlos Nievas contribuye a este debate. Propone un diálogo entre dos artes habitualmente cuestionadas, la dramática y la fotográfica, y, de manera muy teatral, hace que cada una de estas vertientes señale el conflicto con el arte del que ha logrado despegarse. El rostro fotografiado proyectado sobre el dorso de los cuadros de un museo genera diversos niveles de ironía: el retrato fotográfico que sustituye al pictórico, la instantaneidad y vitalidad de la imagen tomada rápidamente del vivo frente a la conservación institucionalizada, la fría perfección de un signo que reproduce su referente pero que es manipulada y ensuciada mediante un proceso enmascarador... Las decisiones formales acentúan el carácter posclásico de una serie que plantea la demolición del concepto de género. Pero lo más relevante a efectos teatrales es la voluntad manifiesta sobre el contenido. Cabe preguntarse si las personas retratadas pertenecen al mismo oficio o no. Se dedican al teatro, pero no de la misma manera ni con trascendencia semejante. Los hay que son escritores, intérpretes, directores, escenógrafos, acomodadores, gestores, técnicos, maquilladores, peinadores, profesores, periodistas... Participan de un arte pero no por ello son artistas. Algunos tienen reconocimiento como creadores pero otros no, ni lo pretenden. Sin embargo, en el trabajo de Nievas están igualados. En su concepción de la obra de arte total, Wagner diluye las jerarquías de los elementos que la componen, subordinados todos ellos de la misma manera a su concepción creadora. Nievas, a su modo, arremete contra el endiosamiento del artista incidiendo en su afinidad con el trabajador que no lo es –que no es artista-, pero sin cuya aportación la obra no llegaría a ser lo que es finalmente. El fotógrafo celebra el arte del teatro a través del reconocimiento a quienes lo crean y sin la sacralización de quienes lo promueven. El de “artista” es un corsé, pero Nievas contribuye a liberar a quien se ve constreñido por él, reconvirtiéndolo en colaborador de la obra artística en su proceso de ideación, producción, creación, difusión y recepción. Nievas huye de cualquier veleidad condescendiente porque su mirada es eminentemente igualitaria: iguala los oficios como antes iguala las artes. Eso sí, sin restar importancia. Podría haberlo hecho de optar por una visión realista; esa, por cierto, tan detestada por Appia. Habría habido una uniformización de la vulgaridad, una sobredosis de cotidianidad aplicada al arte entendido como mecanismo de realización social. Pero la singularidad del tratamiento visual consigue que de cada profesional se resalte no solo lo que tiene de común sino lo que lo caracteriza como propio. Se produce una equiparación en méritos, no en aptitudes: no todos valen para todo, sino que cada uno es necesario y hasta excelente en lo suyo, sin lo cual no existe lo ajeno. El teatro, la obra de arte viviente, al enfrentarse a la visión del museo como almacén de erudición, lo propone en cambio como ámbito de conocimiento. Nievas nos hace preguntarnos en qué medida sus modelos contribuyen a un incremento de la sabiduría colectiva. La tentación es afirmar, asegurar que no puede haber otra cosa, pero lo cierto es que hay dificultades institucionales para aceptar que los resultados de los procesos creativos sean tan valiosos como el análisis de los mismos. El teatro muere cuando se reduce a literatura dramática, cuando se convierte en pasto para estudiosos descriptivos y esquemáticos. Su carácter de espejo y modelo se entiende desde el momento en que es un estímulo al espectador para la modificación, o siquiera el cuestionamiento, de costumbres y hábitos. Cuando se reduce a un objeto formal para el almacenamiento, desaparece su sentido. Así, Nievas nos recuerda que el teatro no es archivable. Nos convoca a un museo, a una galería, a una institución, para mostrarnos que el artista es un ser individual cuyo trabajo solo adquiere valía en una dimensión colectiva, y cuando se engarza con el espectador más allá del ambiente gremial, ordenado, burocrático y catalogado. Cada vez que José Carlos Nievas se coloca ante uno de sus modelos, participa del hecho escénico en la misma medida en que ellos se integran en la experiencia fotográfica. Se convierte en transmisor, y hasta creador, de valores dramáticos. Desarrolla actos de conciencia entre lo individual y lo grupal. Enarbola su voluntad expresiva y al tiempo la pone al servicio de múltiples voluntades ajenas, estén coordinadas o no, pretendan ser artísticas o meramente profesionales. Es notario de logros efímeros. Documenta no el producto, no a quien lo produce, sino la misma existencia de un arte en sí. Cuestiona su orden jerárquico. Cuestiona el orden jerárquico de cualquier arte. Evidencia la integración de las disciplinas, las carencias vitales de la presuntuosa precisión epistemológica. Apuesta por la disolución de fronteras de género. Acaba con la ritual veneración del artista creador. Y aun así afirma la relevancia del trabajo artístico; la necesidad de la máscara para sobrevivir y de su desaparición para encontrarse. Acepta la existencia del misterio, indica el lugar del enigma y nos hace partícipes del meticuloso caos del que los artistas extraen sus tan apetecibles secretos. José Carlos Nievas se ha acercado al teatro con la disposición de un artista verdaderamente interesado en el trabajo ajeno, en el arte de los otros. Y lo ha hecho además como el creador individual que testimonia, con admiración, cómo estos envían su voluntad al encuentro de otras voluntades. Más allá de la obra, detrás del lienzo, a espaldas de la lente, está el artista, acaso orgulloso, diferente, peculiar, pero también curioso, abierto, deseoso, expectante, ilusionado, disponible. Con gran generosidad, José Carlos Nievas se ha ocupado de aproximarse, y aproximarnos, a la belleza de quienes hacen posible la belleza del teatro. Pedro Villora Dramaturgo. Secretario académico de la RESAD
Posted on: Wed, 17 Jul 2013 19:24:31 +0000

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