Los Padres de la Iglesia Latinos San Ambrosio 1. Ambrosio (n. el - TopicsExpress



          

Los Padres de la Iglesia Latinos San Ambrosio 1. Ambrosio (n. el año 339 en Tréveris) pervive en la tradición casi exclusivamente como uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Su carácter espiritual es, efectivamente, la base de toda su obra. Pero su importancia traspasa los límites de la esfera teológica, descollando también en la concreta estructuración eclesiástica y político-eclesiástica de su tiempo. Para esta tarea estaba él preparado tanto por su ascendencia (hijo del prefecto galo de Tréveris) como por su educación (en Roma) y por su carrera como alto funcionario del Estado. Aún joven, siendo gobernador de las provincias septentrionales de Italia, sin estar todavía bautizado, fue elegido inopinadamente obispo de Milán, la ciudad de su residencia (374). Fue una de las figuras clave de su tiempo, una personalidad eminentemente occidental en aquellos decenios del despertar general de la teología en Occidente, donde también sus contemporáneos más jóvenes, Jerónimo y Agustín, con sus personales interpretaciones y refundiciones de la teología oriental, estaban tratando de superar el retraso intelectual y asegurar definitivamente el patrimonio de fe ya definido. Fueron también los decisivos años en que bajo el emperador Teodosio, en el Concilio de Constantinopla (381), se determinó que el imperio fuera exclusivamente cristiano (sin paganismo) y que la Iglesia imperial fuera unitariamente «ortodoxa» por la aceptación general del símbolo niceno. 2. A pesar de los decretos sinodales, los obispos arrianos y arrianizantes conservaron sus sedes episcopales bajo el emperador Valentiniano y Graciano. También Augencio, predecesor de Ambrosio, había sido arriano, y el clero estaba de su parte. Ambrosio logró vencer el arrianismo y hacer que el clero se le uniera de por vida. El Occidente, bastante aislado del Oriente, apenas tenía conocimiento de los supuestos teológicos del Niceno o, respectivamente, del arrianismo (y sus intrincadas ramificaciones). Fue primero Hilario de Poitiers, después de haber pagado su fidelidad al Niceno con el exilio a Oriente y haber podido allí penetrar en los controvertidos problemas teológicos, quien al regresar a su sede episcopal (360-361) trató de que el Occidente se ocupase de aquellos problemas. Lo iniciado por Hilario lo completó en pocos años Ambrosio con su propio esfuerzo, asombrosamente fecundo, pues no había estado previamente instruido en teología. Y lo consiguió sobre la base de la teología griega de un modo si no genial y creador, sí al menos original y adaptado a las características del Occidente, que no buscaba precisamente la especulación, sino ante todo la claridad y la firmeza: «Más vale temer que conocer los abismos de la divinidad». Logró vencer la tenaz confusión teológico-dogmática vigente en Iliria e Italia, sostenida y fomentada en parte por la corte imperial de Occidente (¡la emperatriz-madre Justina!; véase más adelante), en parte por los obispos semiarrianos y en parte también por el arrianismo de los godos. Desde un principio comprendió la relación esencial entre doctrina o predicación de la doctrina e Iglesia. Vio que es en la rectitud de la profesión de fe -que la Iglesia anuncia- donde está el fundamento y la garantía de su autonomía. Y por eso siguió luchando a favor del Niceno (con su predicación y sus escritos), tanto en el campo teológico, por la pureza de la fe, como en el político-eclesiástico, por la independencia de la Iglesia de las intromisiones del poder estatal. Y así consiguió nada menos que la «reorganización de la Iglesia estatal sobre la base nicena» (Von Campenhausen, Padres latinos). 3. El centro de su trabajo episcopal fue la cura de almas por medio de la predicación. Sus sermones trataban preferentemente de explicar las Escrituras, en especial el Antiguo Testamento, al cual Ambrosio, sirviéndose del método alegórico, entonces nuevo en Occidente, le quitó por una parte su carácter escandaloso y por otra le hizo ganar nuevas profundidades. Mas en los escritos de Ambrosio nos sorprende -¡poco antes de Agustín!- un profundo conocimiento de Pablo. Junto al rigor de la ley encontramos la misericordia del evangelio. Descubrimos una actitud religiosa global, arraigada en la conciencia y que exige una renuncia al pecado como penitencia interna. El interés, sin menoscabo de la elaboración teológica, está siempre orientado hacia los valores religiosos y prácticos. La expresión es clara y sobria. Y está avalada por una intensa actividad pastoral, admirada por el mismo Agustín, en los diversos ámbitos ministeriales (especialmente en la instrucción de los catecúmenos), apoyada además en una vida de oración y ascesis. 4. Para el historiador interesado en la investigación de las causas de los acontecimientos, a una con los fenómenos de la crisis política por la supervivencia del Imperio romano occidental, que decididamente se agudizó con la migración de los pueblos, aflora el problema del todavía lejano nacimiento de la civilización occidental. Toda su historia, desde sus inicios, estará ensombrecida por la decisiva cuestión de cómo la Iglesia y el poder político habrán de «compartir» su dirección: con un claro distanciamiento del sistema oriental, en el que el emperador fue y sigue siendo el señor de los dos poderes. a) Mucho antes de que los papas Gelasio y León I proclamasen, en el siglo siguiente, la separación de ambos poderes, ya fue Ambrosio, el defensor de la independencia de la Iglesia, quien anunció la autonomía de cada uno de los dos poderes en el campo respectivo. En todo lo que atañe a la religión, en asuntos de fe y de constitución eclesiástica es el obispo, con su confianza puesta en Dios, el único que tiene competencia directa y, llegado el caso, debe «ofrecer resistencia», esto es, negar al emperador los medios de la gracia, separándolo de la Iglesia. La Iglesia debe ser independiente. «El emperador está en la Iglesia, no sobre ella». Pero lo más importante es que en estas expresiones y decisiones (¡tan numerosas!) quien habla, en el fondo, es siempre el sacerdote. Cuando Ambrosio tiene que plantear ciertas exigencias que por su naturaleza tocan directamente la esfera política, éstas nunca están motivadas por el ansia de poder; Ambrosio, que en el fondo es sensible a la idea del Estado o Imperio romano, jamás piensa en humillar a quienes ostentan el poder estatal o en someterlos a su propia esfera del poder eclesiástico, y muchísimo menos en querer triunfar sobre ellos. Muy al contrario, Ambrosio es tal vez la representación más pura y fiel que conocemos de una relación equilibrada y efectiva entre ambos poderes; es plenamente sensible a la independencia del poder estatal, que para él es no sólo evidente, sino una necesidad para el justo orden del mundo. Pero este poder tiene un límite: la revelación, la verdad de la fe cristiana y la Iglesia. b) En los múltiples e importantes conflictos con la corte, la emperatriz-madre, el consejo imperial y el mismo emperador fue un táctico extremadamente hábil y refinado, decidido a todo, pero pensando y obrando siempre como sacerdote y pastor. En este sentido, negó al paganismo el reconocimiento oficial por parte del Estado cristiano (la reconstrucción del altar de la diosa Roma en el Senado, los sacrificios correspondientes, el mantenimiento del apoyo financiero público para los colegios de sacerdotes paganos), escamoteando la solicitud magistralmente sopesada, pero profundamente escéptica , del retórico Símaco; se opuso a la entrega de su iglesia al obispo antiniceno propuesto por la corte, y eso aunque un edicto imperial hubiera salido en defensa de los semiarrianos (homoiousiani) y hubiera amenazado de muerte a sus adversarios por delito de lesa majestad; organizó formalmente la oposición (que se estaba convirtiendo en motín) de los fieles reunidos en la iglesia; mediante una alocución pública en el templo ante la comunidad reunida obligó al emperador Teodosio a revocar el decreto de reconstrucción de la sinagoga, incendiada por unos monjes fanáticos. En el mismo sentido, después de la cruel matanza de Tesalónica (390), sin viso ninguno de pronunciamiento despiadado, escribió a Teodosio comunicándole claramente la amenaza de excomunión, lo que el mismo Teodosio interpretó como una seria advertencia del sacerdote y pastor; así, Teodosio vino a la Iglesia sin ornamentos imperiales y confesó su culpa ante la asamblea, distinguiendo luego a Ambrosio con su amistad, hasta la muerte. 5. Como ya hemos indicado, Ambrosio piensa teológicamente, siendo su punto de partida específico la Iglesia y, en ella, su carácter sacramental. Su concepto de la misa como sacrificio místico es profundísimo y orientador. Y él fue además quien descubrió la fuerza inherente a la oración cantada por toda la comunidad en la iglesia. También aquí recogió la herencia del Oriente, enriqueciendo el patrimonio y regalando a sus creyentes con nuevos himnos, que no solamente conmovieron a Agustín sino que aún hoy nos edifican a nosotros. Finalmente, ese obispo figura también entre los grandes modelos de la Iglesia por haber sido un padre de los pobres, como habrían de serlo después, y cada vez más, los obispos durante la época de la invasión de los bárbaros: los pobres son el tesoro de la Iglesia, la cual, a su vez, puede ser totalmente pobre. San Agustín 1. El Imperio romano se había convertido en el marco del desarrollo y robustecimiento de la Iglesia (los cristianos veían en esta coincidencia la ejecución de un plan divino). Bajo la protección del Imperio romano, la Iglesia había comenzado a plasmar la nueva vida cristiana. En el momento en que la parte occidental del Imperio comenzó a tambalearse ante el asalto de los pueblos germánicos y el ocaso de la civilización antigua entró en su fase aguda, Dios concedió a su Iglesia un hombre que compendiaba en sí: 1) todo el trabajo realizado en la Iglesia hasta entonces, 2) toda la antigua civilización greco-romana, y que 3) la unificó e incrementó con su eminente y creadora personalidad y santidad, de forma que esta riqueza fue capaz de guiar y regular la formación espiritual y política del nuevo mundo medieval que se avecinaba: Aurelio Agustín. 2. La imponente obra de Agustín se debe ante todo a la poderosa plenitud y creativa profundidad de sus conocimientos espirituales, que lo sitúan al lado de Platón, y al mismo tiempo a su relevante personalidad, caracterizado y fecundado todo ello por una extraordinaria fuerza religiosa. La religiosidad de Agustín era inusitadamente amplia, y se vio realizada e iluminada por la fe cristiana. En su figura hay algo infinitamente atractivo, íntimamente conmovedor, que en nada ha disminuido con el paso de los siglos. Nos hallamos ante un genio como la historia raras veces ha conocido y, a la par, ante un heroico luchador. Por él sabemos de experiencias singulares, que agitan, iluminan y regeneran, de auténticas revoluciones espirituales, religiosas y morales en el verdadero sentido de la palabra. Agustín se hizo cristiano a través de un largo y misterioso proceso, unas veces vistoso y ufano, muchas otras fatigoso y hasta atormentador, en el cual -según sus propias palabras- Dios le buscaba y acabó por atraparlo. Durante un tiempo se abatió sobre él la duda, casi una verdadera desesperación de poder hallar la verdad. La búsqueda apasionada de lo verdadero, la heroica lucha de su voluntad, la experiencia del fracaso moral y de la angustia por el pecado y, finalmente, el feliz refugio en la gracia de Dios, que se transformó en una adoración pletórica de ideas , casi inagotable, demuestran una inconcebible riqueza de valores espirituales, más exactamente religiosos y, en definitiva, cristianos. Recorrió, paladeó y sufrió todas las alturas y bajezas de la humanidad, toda su miseria, pero también la dicha de la ciencia universal y de la actividad creadora. Consecuencia de esta búsqueda fue su gran humildad, que le hacía decir a los maniqueos: «Que se irriten contra vosotros aquellos que no han experimentado lo difícil que es hallar la verdad» . Una adecuada caracterización de su íntima profundidad se encuentra en sus propias palabras, más frecuentemente citadas que comprendidas, que constituyen no sólo el comienzo, sino el manantial del cual brota el sobrecogedor arrebato de sus Confesiones (como reflejo de su evolución): «Intranquilo está nuestro corazón, oh Dios, hasta que descanse en ti». Agustín fue «una de las almas más religiosas que jamás existieron». Toda su vida giró en torno a Dios. Mucho antes de que se diese cuenta, ya lo estaba buscando, una anticipación viviente de las insondables palabras de Pascal: «Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado ya». Después de su conversión, Dios fue para él más cercano y más cierto que todo el mundo. 3. Agustín nació el año 354 en Tagaste, Numidia. Su padre era pagano; su madre, a quien veneramos como santa Mónica, era cristiana e hizo que el muchacho fuese admitido entre los catecúmenos. En sus años de estudiante llevó una vida bastante desenfrenada moralmente. Sus Confesiones están llenas del más amargo arrepentimiento de aquel tiempo. Después de terminar fuera sus estudios (se hizo maestro de retórica), comenzó su ya mencionada evolución interna, tan singularmente rica; el estudio le proporcionó toda la cultura de la época, que él pudo asimilar y elaborar creadoramente, dotado como estaba de altas prendas. La primera ocasión de profundizar su pensamiento se la brindó el Hortensius, un escrito filosófico de Cicerón. A los veinte años (desde el año 375), intranquilo y ansioso de verdad, se hizo «oyente» (el grado más bajo) de los maniqueos. Nueve años tardó en deshacerse de esta herejía; pero el maniqueísmo, para su bien, lo convirtió en escéptico. Su inseguridad interior se hizo cada vez mayor, sin dejar por eso de buscar incansablemente la verdad. En el año 383 llegó a Milán como profesor de retórica. Allí habría de vivir el período más decisivo de su evolución. Antes los relatos de la Sagrada Escritura le habían parecido «cuentos de viejas», pero ahora, bajo la influencia de las homilías de san Ambrosio, la lectura de la Biblia se le tornó una gozosa costumbre. En esta época, el neoplatonismo, a menudo citado por Ambrosio, tuvo en él efectos relajantes. Entonces se le quedaron grabadas para siempre algunas actitudes anímicas y concepciones especulativas fundamentales. De aquí procede tanto su concepto de Dios (= summum bonum) como su religiosidad mística (contemplación de este supremo bien). El neoplatonismo descubrió a Agustín un nuevo mundo religioso suprasensible, una nueva esperanza de redención y comunión con Dios. Este terreno espiritual así preparado fue luego plenamente fecundado por las cartas de san Pablo. Agustín escuchó la llamada de la gracia y a la edad de treinta y tres años, en la noche de Pascua del año 387, se hizo bautizar con su hijo y un amigo de Ambrosio. Antes de su viaje de regreso al África falleció en Ostia su madre, Mónica (noviembre del año 387). Siguieron luego tres años de soledad en sus posesiones de Tagaste, dedicados a la oración y al estudio; fueron los grandes ejercicios espirituales del santo antes de su heroico trabajo al servicio de la Iglesia. En el año 391 Agustín fue ordenado sacerdote y en el 395 consagrado obispo auxiliar de Hipona. Siendo obispo (desde el año 396) vivió como un monje, junto con su clero. Ocupó su vida en toda suerte de actividades pastorales: la acción (actividad caritativa, vida de sacrificio personal), la palabra (predicación, catequesis para el clero y para el pueblo), sus obras literarias y la oración. Murió en el año 430, mientras los vándalos asediaban su ciudad, cuando un nuevo tiempo, «la Edad Media», estaba a las puertas. 4. Los escritos de Agustín son filosóficos, filosófico-históricos, exegéticos, dogmáticos, polémicos, catequéticos y autobiográficos. Entre los últimos figuran: 1) sus famosas Confesiones, uno de los grandes libros de la literatura mundial, que ha ejercido enorme influencia en todos los tiempos hasta nuestros días; 2) sus Retractationes, una especie de mirada retrospectiva y autocrítica de sus numerosos escritos compuestos hasta el año 427. Su libro de mayor influencia es ciertamente La ciudad de Dios. Va dirigido contra algunas acusaciones que consideraban el curso de la historia universal como refutación de las doctrinas cristianas o lo veían en desacuerdo con la bondad de Dios. Ofrece una genial filosofía de la historia, específicamente cristiana, que influyó de modo esencial en las ideas medievales, más aún, les dio propiamente su fundamento; se presenta como una apología frente las objeciones cristianas y paganas, valiéndose de las ideas de providencia, libre albedrío, eternidad y, sobre todo, de la voluntad inescrutable de Dios, y así explica el sentido del mal y del dolor en el curso de la historia. Hay dos civitates, una la de Dios, otra la del diablo. La ciudad de Dios es el poder espiritual, que a la luz de la revelación es el señor nato hasta del poder temporal aunque en este siglo le esté generalmente sometido; una obra divina, en cuyo cumplimiento trabaja la historia universal. Mediante la «ley eterna», el divino legislador establece misteriosamente el número de los elegidos a quienes pertenece la ciudad de Dios. La comunidad de los elegidos es la auténtica civitas Dei, la ciudad de Dios, ¡precisamente invisible! Por eso hasta el juicio del último día estas dos civitates, la de Dios y la del diablo, están entrelazadas. Y por eso, hasta aquel día, los justos no son siempre ni sencillamente identificables. Y esto es debido a que hay enemigos de la Iglesia que no son enemigos de Dios, sino que un día serán admitidos como hijos de Dios; y, al contrario, muchos que están sellados por el sacramento no se salvarán. A los mencionados escritos hay que añadir además sus numerosos sermones y cartas; estas últimas raras veces tratan de asuntos personales; son más bien tratados filosófico-teológicos. 5. La importancia teológica de Agustín se basa principalmente en dos cosas: 1) fue el predicador del pecado y de la gracia (en contra del pelagianismo); 2) fue el heraldo de la Iglesia visible, jerárquicamente estructurada, como única mediadora de la salvación y de su santidad objetiva (contra el donatismo). También en la cristología se impuso la vasta fecundidad de Agustín por medio de las escrituras y su esclarecido concepto de la persona del redentor. Ya antes de Éfeso y de Calcedonia enseñó él la fe ortodoxa sobre la única persona de Cristo y sus dos naturalezas. Quizá hubiera podido ahogar en germen la difusión de las controversias cristológicas. Pero murió en vísperas del Concilio de Éfeso. Primeramente Agustín tuvo su ascendencia espiritual en la filosofía estoica; después se nutrió intensamente, como ya se ha dicho, de Platón (neoplatonismo) y, en cuanto teólogo, del trabajo intelectual de los Padres griegos. La religión como conocimiento la encontramos en él casi de la misma forma (pero profundizada) que en los apologetas del siglo II. Pero a esto se añade, como carácter determinante, un doble aspecto: 1) tiene un contacto íntimo y originario con su Dios, principio de todo ser, intimidad que supera toda reflexión y toda fórmula; 2) personalmente experimenta en sí la fuerza del pecado, la necesidad de redención del hombre, la omnipotencia de la gracia; por eso coloca la teología paulina del pecado y de la gracia como punto céntrico de su pensamiento. Ambas corrientes teológicas, reunidas en Agustín, dominaron la Edad Media. 6. Agustín es una de las máximas encarnaciones del pensamiento cristiano, de la síntesis cristiana; no sólo por la gran plenitud de su espíritu, interesado creadoramente en todos los problemas; no sólo porque él representaba la especulación y la mística, sino principalmente por la unión en él de una piedad personalísima (¡la piedad de una mente tan genial y poderosa!) con la fidelidad a la Iglesia. Experimentó en sí mismo como pocos la vivencia religiosa y, sin embargo, también anunció intelectualmente, abriendo caminos científicos, la objetividad de la Iglesia sacramental. En él tenemos un insigne modelo de la síntesis cristiano-católica entre conmoción personal y subjetiva y aceptación de valores objetivos: nada tiene valor si tras él no está el hombre interior; pero éste no es la medida de sí mismo y de las cosas, sino que frente a él está indefectiblemente la única Iglesia, institución de gracia, fundada por Jesús. El convencimiento individual, decisivo, está complementado con la igualmente indispensable formación de la conciencia en la revelación objetiva, con la comunidad de fe sacramental y eclesial. Con ingente poder intelectual, iluminado por la gracia, Agustín sostuvo en sí mismo y proclamó la tensión entre estos dos polos, vitalmente imprescindibles . La carencia de este poder intelectual contagioso y avasallador convirtió más tarde a Lutero en hereje. San Jerónimo 1. También Jerónimo (entre los años 345-420), nacido de familia cristiana en Estridón (Dalmacia) y bautizado relativamente joven, es uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Se convirtió de la actividad secular a la religiosa y en Aquileya abrazó una especie de vida monástica en comunidad con algunos amigos. Nunca se cansó de alabar la ascética, que él practicó durante muchos años, y la virginidad, por la que entusiasmó a muchos. Había conocido la vida monástica en Tréveris, donde Atanasio compuso su Vida de san Antonio. Con su propaganda literaria dio a conocer el verdadero ideal monástico en Occidente. Sus homilías y sus instrucciones privadas e íntimas en el convento de Belén, su ardiente amor a Cristo y su sencilla fidelidad a la Iglesia romana y sobre todo los servicios, jamás bien ponderados, que este filólogo (dominaba también el griego y el hebreo) prestó a la Iglesia, dotándola de un texto más puro de la Sagrada Escritura, del Antiguo y del Nuevo Testamento junto con una gran cantidad de comentarios de los libros sagrados, son otros de sus muchos y extraordinarios títulos honoríficos. 2. Pero frente a estos méritos presenta también un carácter impregnado de excesivas debilidades humanas, fogoso, fácilmente irritable, que perseguía a sus adversarios con malvada y mordaz ironía y hasta con odio, que no podía vencer su ilimitada vanidad. En resumen, su carácter no corresponde precisamente a la idea que generalmente se tiene de un santo. No obstante, vive como un monje e incluso durante casi dos años como un ermitaño (en el desierto de Chalcis, cerca de Alepo). Hay que tener presente que este «monacato» no significaba pobreza ni auténtica sujeción a la obediencia. Más importante es el hecho de que su aspiración ascética personal rara vez es unitaria e interiormente nunca es libre del todo. Según sus palabras, fue el «miedo al infierno» el que le llevó allí, a la soledad, donde no llegó a librarse de la nostalgia de la vida y del ambiente refinado de la gran ciudad, Roma , y de su «ardiente deseo». No obstante, resistió. 3. El verdadero rasgo que caracteriza toda su vida es su incesante aspiración a la cultura. También en su «monacato» lo que realmente le importó fue que su piadoso retiro le proporcionase sosiego y amparo bastante para sus estudios. Es un apasionado amigo y coleccionador de libros; siempre tiene consigo su biblioteca, que constantemente aumenta a su propia costa y a la ajena, tanto en la vivienda de su amigo de Aquileya como en la gruta del desierto en sus tiempos de ermitaño, igual en Roma, siendo influyente secretario privado del papa Dámaso, que en Belén de Palestina, al ejercer de superior de su monasterio. Es un constante deseo de cultura que le impulsa al intercambio de ideas por vía oral o escrita con amigos y amigas, lo que al fin se traduce en una vasta correspondencia: rasgos ambos verdaderamente «humanistas». Forman parte del cuadro típico de su vida pequeños y grandes círculos de nobles damas, a quienes él entusiasma por la ascética y la vida claustral, que le escuchan y admiran, que se interesan por su trabajo. Jerónimo vivió hondamente el problema humanista de «cultura mundana y ansias de perfección cristiana» y lo describió (por ejemplo, en su diálogo en sueños con Dios, en el que se le tilda de «ciceroniano»); esta tensión jamás logró superarla enteramente. 4. Cuán egoísta fue su interés por la formación teológica, a la que dedicó tan ingente trabajo, nos lo demuestra su postura respecto a la controversia arriana. Y se trataba de un problema de importancia vital para la Iglesia. Pero Jerónimo era un tipo adogmático. Las fórmulas teológicas le parecían más bien sutilezas griegas o pleitos de monjes. Y esto se demostró igualmente en el tiempo que pasó en Constantinopla; eran los años decisivos de la victoria del Niceno (379-382). Por lo demás, en las posteriores controversias cristológicas jamás adoptó una posición clara . (Deberemos recordar esto cuando más tarde hablemos del «adogmatismo» de Erasmo; Jerónimo fue su patrón protector). En cambio, fue muy significativo y de gran importancia para el futuro su concepto de la Iglesia. Lo entendió con Roma como centro, pero haciendo insistencia en el punto de partida, la sucesión apostólica, en la cual el ministerio y el sacramento tienen tal consistencia que por principio es imposible una escisión. 5. Hablando de Jerónimo, siempre hay que aludir a su trabajo bíblico. La fuente y el modelo de su quehacer científico sobre la Escritura, que él quería traducir a los latinos desde la «verdad» hebraica y griega, fue sobre todo Orígenes. Jerónimo, de hecho, renovó la Biblia latina y aclaró de raíz la confusión existente. Desde entonces leemos el texto en la forma por él elaborada, la Vulgata. También comentó gran parte de los libros de la Escritura. Basándose en la verdad histórica y, consiguientemente, en el sentido literal, quiso destacar su contenido espiritual. Por eso combatió después tan duramente a su venerado modelo Orígenes, por causa de su alegorismo. A Jerónimo lo único que verdaderamente le importaba era el texto correcto. Su interpretación deja bastante que desear (y no sólo por la inaudita rapidez de su trabajo, lo que por fuerza tenía que acarrear errores por inadvertencia). El hecho mismo de las traducciones implica un importante problema con respecto a la conservación pura de la revelación. Se advierte especialmente en el paso del griego a una lengua de espíritu tan radicalmente diferente como el latín. Este problema, de tanto alcance para la historia de la Iglesia, con el que ya hemos tropezado en otro contexto, se puede ejemplificar en la traducción de una palabra como «metanoeite = cambiad de pensar» con «poenitentiam agite = haced penitencia» (Mt 3,2; 4,17).
Posted on: Thu, 08 Aug 2013 11:19:23 +0000

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