Luis Guzmán Palomino HORRORES, VIOLACIONES, SAQUEO Y REPASE - TopicsExpress



          

Luis Guzmán Palomino HORRORES, VIOLACIONES, SAQUEO Y REPASE DESPUÉS DE LA BATALLA DE HUAMACHUCO (Dedicado (o mejor dicho, dirigido) a los que absurdamente vivan hoy por igual al Perú y a Chile) Para pintar los horrores de la implacable crueldad de los chilenos nos bastará citar las siguientes palabras textuales de don Raimundo Valenzuela, chileno, autor de un libro titulado “La batalla de Huamachuco” (Santiago, imprenta Gutemberg, 1885), que dice, hablando de la persecución de los fugitivos: “Duró esta como hasta las nueve de la noche. En el delirio de la persecución no perdonaban a nadie: enemigo alcanzado era enemigo muerto”. Lo que quiere decir que repasaron a los que heridos habían quedado en el campo, que ultimaron despiadadamente a los que se rendían y que fusilaron a jefes y oficiales, dignos por mil títulos del respeto de quienes en verdad fueran hidalgos; pero no es esa carnicería espantosa la menor de las manchas, que eternamente llevarán sobre sí los chilenos que pelearon en Huamachuco, sino las escenas que pasamos a describir, y de cuya autenticidad a Dios ponemos por testigo. La hora del infortunio había sonado. Una a dos de la tarde del 10 de julio de mil ochocientos ochenta y tres. Durante los tres días del sangriento reñir, casi todas las familias principales, y no pocas de las del pueblo, habían abandonado la población: dos o tres, a lo más, de las primeras, vieron llegar el terrible momento, y no tuvieron ni tiempo para huir, ni encontraron un lugar dónde refugiarse. Como volcán que estalla y derrama su lava en la campiña, desde la cumbre del Sazón se lanzó sobre la ciudad la soldadesca desenfrenada, semejante a los bárbaros del siglo V, en los pueblos que conquistaban; aullando como jauría de perros, más que dando gritos de triunfo, en grupos armados esparciéronse los chilenos por toda la ciudad y sus suburbios, rompiendo a culatazos cuanta puerta encontraban cerrada, después de descerrajar tiros de rifles en las chapas. Olvidado todo sentimiento humanitario, solo hablaba en aquellos feroces y crueles hombres el instinto del bruto; sus rostros mismos, bañados por el sudor, embadurnados con el polvo de la refriega y muchos salpicados por la sangre peruana, presentaban, según refieren testigos presenciales, aquel aspecto patibulario de los descamisados del 93, o de los salvajes compañeros de Atila. Ebrios por el licor, por lujuria y la codicia, acuchillando moribundos, “repasando” a los heridos, lanzando gritos, destrozando cuanto encontraban; era aquello como danza infernal, en la que al horror del asesinato, las imprecaciones del asesino y el clamor de las víctimas, mezclábase la algazara de la lubricidad. “¿Dónde está la plata?” era la primera pregunta, de aquellos criminales autorizados. “Señor, soy una pobre”, respondía alguna infeliz anciana. “Mientes, vieja bruja, entrégame la plata, si no quieres morir” y la boca del rifle tocaba el pecho de la desventurada. “¡Por el amor de Dios!”. “Muere, vieja ladrona”, y el soldado arrojándola por el suelo, penetraba hasta el último rincón de su casucha; rompía los baúles, tomaba todo lo que era de valor, pasando a otra casa a repetir la misma escena, y así no hubo una sola de la ciudad que se librara del saqueo. Indescriptible era el cuadro que presentaba cada casa: puertas hechas pedazos; baúles destrozados: objetos que no eran de valor rodando por el suelo en fragmentos; manchas de sangre en las paredes; cadáveres de infelices ancianos, de indefensos inválidos, tendidos en los corredores o en medio de las habitaciones; mujeres desmayadas y semimuertas, víctimas de horribles violaciones en actitudes vergonzosas. Las infelices subían a los terrados a ocultarse, seguiánlas los soldados: arrojábanse al suelo desde lo alto, prefiriendo la muerte a la deshonra, y sobre caídas y exánimes, como sobre cadáveres, se lanzaban los que no habían subido tras ella, y las violaban. Ebria la mayor parte de aquella infame soldadesca asesinaba por placer, robaba y cometía violaciones lanzando carcajadas bestiales. Ni el templo se libró del ultraje: rompieron a balazos sus cerraduras, de igual modo las de los Tabernáculos, despojaron de sus alhajas a los altares y las imágenes, dejando pisoteados y por el suelo las vestiduras de los santos... Todas las casas, desde la de Dios, hasta la del último ciudadano, fueron profanadas en tan criminal feria: unos entraban y otros salían, para facilitar su robo llevaban a los indios con alforjas al hombro, en las que conducían a sus cuarteles cuantos objetos juzgaban de valor, y así, la población quedó barrida. Los siete pecados capitales, en traje militar, celebraron su fiesta durante cinco días consecutivos. Nada fue perdonado, ni la criatura de once años, ni la anciana de ochenta: muchas desgraciadas murieron a consecuencia del acto criminal en ellas cometido; y por lo que hace a sangre fue vertida entre la de muchos, tomados caprichosamente por montoneros, la de setenta y dos ancianos, inválidos la mayor parte de ellos, por sus achaques, algunos miserablemente degollados. De entre esos infelices recordamos a los siguientes: Ramón Herrera, Antonio Fuentes, Vicente Acosta, Gaspar Flores, Rosario Jiménez, Esteban Rubio, Juan Alvarado, Antonio Vega Reyna, Juan Guillermo Pizarro, Domingo Robles, Simón Encarnación, Eulogio Senturión, Gregorio Cruzado, Bernardino Sánchez, Manuel Contreras, Ramón Rivadeneyra, Ramón Robles, Silverio Vega, Anselmo Moya, Juana Ulloa, Anselmo Cruzado, Marcela Moya, Juan Carrión, Cecilio Tandaipán, Agustín García, Manuel Cerna, Juan Oliva, José Escobedo, Isidoro Ruiz, Pablo Colquicoche, José Armas, Manuel Armas, Mariano García, Cipriano Sociago, Anselmo Peña, Calixto Posidio, Manuel Vargas, Lorenzo Villalva, José Ramos. Todos estos fueron victimados con una alevosía inexplicable, y, nada clamará más al cielo eternamente, como el asesinato de esos setenta y dos desventurados, que en vano levantaron sus manos juntas implorando misericordia. La casa del rico y la casucha del más pobre, todo cayó bajo el saqueo de los insaciables chilenos. Tal y tan grande fue esto que multitud de familias quedaron en la mendicidad, muchas sin más camisa que la que llevaban en el cuerpo, sin un plato en qué comer, ni menos un mal pellejo que pudiera servirles de cama. Casas hubo después del saqueo, que parecían no haber sido habitadas jamás; y que únicamente por tener techos se podían diferenciar de las ruinas incaicas. A la llegada de la noche era Huamachuco semejante al cadáver de un mendigo, y avaluad tan sólo lo que en dinero, alhajas, y especies de valor se perdió en el saqueo, se calcula un millón de soles de plata. Todas las tiendas de comercio quedaron completamente escuetas: sin más que el entablado de sus pavimentos y destrozadas por completo sus puertas, parecían, vistas a la distancia, bocaminas; entre tanto, cada cuartel era una aduana. (Versión de Abelardo Gamarra, El Tunante, inserta en su opúsculo “La batalla de Huamachuco y sus desastres”, Imprenta de “El Nacional”, Lima, 1886). HORRORES, VIOLACIONES, SAQUEO Y REPASE DESPUÉS DE LA BATALLA DE HUAMACHUCO (Dedicado (o mejor dicho, dirigido) a los que absurdamente vivan hoy por igual al Perú y a Chile) Para pintar los horrores de la implacable crueldad de los chilenos nos bastará citar las siguientes palabras textuales de don Raimundo Valenzuela, chileno, autor de un libro titulado “La batalla de Huamachuco” (Santiago, imprenta Gutemberg, 1885), que dice, hablando de la persecución de los fugitivos: “Duró esta como hasta las nueve de la noche. En el delirio de la persecución no perdonaban a nadie: enemigo alcanzado era enemigo muerto”. Lo que quiere decir que repasaron a los que heridos habían quedado en el campo, que ultimaron despiadadamente a los que se rendían y que fusilaron a jefes y oficiales, dignos por mil títulos del respeto de quienes en verdad fueran hidalgos; pero no es esa carnicería espantosa la menor de las manchas, que eternamente llevarán sobre sí los chilenos que pelearon en Huamachuco, sino las escenas que pasamos a describir, y de cuya autenticidad a Dios ponemos por testigo. La hora del infortunio había sonado. Una a dos de la tarde del 10 de julio de mil ochocientos ochenta y tres. Durante los tres días del sangriento reñir, casi todas las familias principales, y no pocas de las del pueblo, habían abandonado la población: dos o tres, a lo más, de las primeras, vieron llegar el terrible momento, y no tuvieron ni tiempo para huir, ni encontraron un lugar dónde refugiarse. Como volcán que estalla y derrama su lava en la campiña, desde la cumbre del Sazón se lanzó sobre la ciudad la soldadesca desenfrenada, semejante a los bárbaros del siglo V, en los pueblos que conquistaban; aullando como jauría de perros, más que dando gritos de triunfo, en grupos armados esparciéronse los chilenos por toda la ciudad y sus suburbios, rompiendo a culatazos cuanta puerta encontraban cerrada, después de descerrajar tiros de rifles en las chapas. Olvidado todo sentimiento humanitario, solo hablaba en aquellos feroces y crueles hombres el instinto del bruto; sus rostros mismos, bañados por el sudor, embadurnados con el polvo de la refriega y muchos salpicados por la sangre peruana, presentaban, según refieren testigos presenciales, aquel aspecto patibulario de los descamisados del 93, o de los salvajes compañeros de Atila. Ebrios por el licor, por lujuria y la codicia, acuchillando moribundos, “repasando” a los heridos, lanzando gritos, destrozando cuanto encontraban; era aquello como danza infernal, en la que al horror del asesinato, las imprecaciones del asesino y el clamor de las víctimas, mezclábase la algazara de la lubricidad. “¿Dónde está la plata?” era la primera pregunta, de aquellos criminales autorizados. “Señor, soy una pobre”, respondía alguna infeliz anciana. “Mientes, vieja bruja, entrégame la plata, si no quieres morir” y la boca del rifle tocaba el pecho de la desventurada. “¡Por el amor de Dios!”. “Muere, vieja ladrona”, y el soldado arrojándola por el suelo, penetraba hasta el último rincón de su casucha; rompía los baúles, tomaba todo lo que era de valor, pasando a otra casa a repetir la misma escena, y así no hubo una sola de la ciudad que se librara del saqueo. Indescriptible era el cuadro que presentaba cada casa: puertas hechas pedazos; baúles destrozados: objetos que no eran de valor rodando por el suelo en fragmentos; manchas de sangre en las paredes; cadáveres de infelices ancianos, de indefensos inválidos, tendidos en los corredores o en medio de las habitaciones; mujeres desmayadas y semimuertas, víctimas de horribles violaciones en actitudes vergonzosas. Las infelices subían a los terrados a ocultarse, seguiánlas los soldados: arrojábanse al suelo desde lo alto, prefiriendo la muerte a la deshonra, y sobre caídas y exánimes, como sobre cadáveres, se lanzaban los que no habían subido tras ella, y las violaban. Ebria la mayor parte de aquella infame soldadesca asesinaba por placer, robaba y cometía violaciones lanzando carcajadas bestiales. Ni el templo se libró del ultraje: rompieron a balazos sus cerraduras, de igual modo las de los Tabernáculos, despojaron de sus alhajas a los altares y las imágenes, dejando pisoteados y por el suelo las vestiduras de los santos... Todas las casas, desde la de Dios, hasta la del último ciudadano, fueron profanadas en tan criminal feria: unos entraban y otros salían, para facilitar su robo llevaban a los indios con alforjas al hombro, en las que conducían a sus cuarteles cuantos objetos juzgaban de valor, y así, la población quedó barrida. Los siete pecados capitales, en traje militar, celebraron su fiesta durante cinco días consecutivos. Nada fue perdonado, ni la criatura de once años, ni la anciana de ochenta: muchas desgraciadas murieron a consecuencia del acto criminal en ellas cometido; y por lo que hace a sangre fue vertida entre la de muchos, tomados caprichosamente por montoneros, la de setenta y dos ancianos, inválidos la mayor parte de ellos, por sus achaques, algunos miserablemente degollados. De entre esos infelices recordamos a los siguientes: Ramón Herrera, Antonio Fuentes, Vicente Acosta, Gaspar Flores, Rosario Jiménez, Esteban Rubio, Juan Alvarado, Antonio Vega Reyna, Juan Guillermo Pizarro, Domingo Robles, Simón Encarnación, Eulogio Senturión, Gregorio Cruzado, Bernardino Sánchez, Manuel Contreras, Ramón Rivadeneyra, Ramón Robles, Silverio Vega, Anselmo Moya, Juana Ulloa, Anselmo Cruzado, Marcela Moya, Juan Carrión, Cecilio Tandaipán, Agustín García, Manuel Cerna, Juan Oliva, José Escobedo, Isidoro Ruiz, Pablo Colquicoche, José Armas, Manuel Armas, Mariano García, Cipriano Sociago, Anselmo Peña, Calixto Posidio, Manuel Vargas, Lorenzo Villalva, José Ramos. Todos estos fueron victimados con una alevosía inexplicable, y, nada clamará más al cielo eternamente, como el asesinato de esos setenta y dos desventurados, que en vano levantaron sus manos juntas implorando misericordia. La casa del rico y la casucha del más pobre, todo cayó bajo el saqueo de los insaciables chilenos. Tal y tan grande fue esto que multitud de familias quedaron en la mendicidad, muchas sin más camisa que la que llevaban en el cuerpo, sin un plato en qué comer, ni menos un mal pellejo que pudiera servirles de cama. Casas hubo después del saqueo, que parecían no haber sido habitadas jamás; y que únicamente por tener techos se podían diferenciar de las ruinas incaicas. A la llegada de la noche era Huamachuco semejante al cadáver de un mendigo, y avaluad tan sólo lo que en dinero, alhajas, y especies de valor se perdió en el saqueo, se calcula un millón de soles de plata. Todas las tiendas de comercio quedaron completamente escuetas: sin más que el entablado de sus pavimentos y destrozadas por completo sus puertas, parecían, vistas a la distancia, bocaminas; entre tanto, cada cuartel era una aduana. (Versión de Abelardo Gamarra, El Tunante, inserta en su opúsculo “La batalla de Huamachuco y sus desastres”, Imprenta de “El Nacional”, Lima, 1886). Ya no me gusta · · Dejar de seguir la publicación · Compartir · Hace aproximadamente una hora Lo han visto 9 personas A ti y a 2 personas más os gusta esto. Felix Armando Javier Juarez ME EMBARGA EL RESENTIMIEMTO Y LA IMPOTENCIA DE TODO LO OCURRIDO EN ESTE PUEBLO DE MI PATRIA.....SOLO LE PIDO AL SEÑOR QUE JAMAS NINGUN EXTRANJERO Y MENOS ESTOS CAINES VUELVAN A MANCHAR MI TIERRA CON LA SANGRE DE SUS HIJOS, NO HUBO ENTONCES YA MAS FUERZAS PARA CASTIGAR A ESTOS ASESINOS, EL DESTINO DEL PERU FUE NEGRO Y SANGRIENTO POR LA DESIDIA, LA TRAICION Y LA FALTA DE VISION DE QUIENES TUVIERON LA RESPONSABILIDAD DE TENER AL PERU EN LA MEJOR DE LAS FORMAS PARA PARARLE LAS PEZUÑAS AL CHILENO, HOY QUE ESTAMOS A LAS PUERTAS DE OTRO ACONTECER DIOS QUIERA Y NUESTRO DESTINO TAMBIEN...QUE EL PERU ESTE PREPARADO PARA LA CITA QUE EN EL CAMPO DEL HONOR NOS VERA DE NUEVO A LOS HIJOS DEL PERU Y A LOS CAINES DE AMERICA, SI FUERA ASI.ESTA SERA LA OCASION PARA DARLES EL JUSTO CASTIGO A SU MALDITA RAZON DE SER....NOS ACORDAREMOS DE CADA GOTA DE SANGRE DE LOS QUE MURIERON DEFENDIENDO EL HONOR DEL PERU, NOS ACORDAREMOS DE CADA GOTA DE SANGRE DE LOS INOCENTES QUE MURIERON A MANOS DE QUIENES SOLO VINIERON AL PERU A SAQUEARLO.....Y A MATAR A SUS GENTES. NOS ACORDAREMOS DEL ODIO Y LA ENVIDIA QUE LE TIENE ESTE PAIS AL NUESTRO Y LES DAREMOS EL GOLPE ALLI DONDE MAS LES DUELA Y NO VUELVAN YA NUNCA MAS A CREERSE QUE SON MEJORES QUE UN HIJO DEL PERU....
Posted on: Sat, 13 Jul 2013 07:58:58 +0000

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