McLeod De: “Sin besos en la boca” (2008) Abrí los ojos. - TopicsExpress



          

McLeod De: “Sin besos en la boca” (2008) Abrí los ojos. Todo estaba en calma. No se oían zumbidos en la calle y mis gatos no jugaban en la cama. Lentamente inspeccioné la habitación. Estaba amaneciendo, aún cuando todavía no asomaba un rayo. Me cercioré de que las cosas estuvieran en su lugar. El televisor, desnudo sin imágenes, junto a mi ropa desparramada. Di otra ojeada y ni rastros de McLeod o Ágata. Qué extraño. Ninguno rondaba el cuarto. Traté de agudizar mi oído, pero tampoco hacían ruido en el resto de la casa. Sólo entonces me di cuenta del silencio que reinaba. No sé por qué hacía inventario. ¿Acaso algo no andaba bien? Quizás estuvieran durmiendo en la cocina. Poco a poco me incorporé hasta que por fin logré sentarme. Sentí el parket y me sobresalté. No por el frío sino porque sobre el velador no estaba la radio-reloj como tampoco mi análogo de pulsera. Asustado me dirigí al baño. Pero al asomarme no vi su puerta. Caminé descalso por el pasillo que se volvió interminable. No encontré el baño sino un estrecho pasadizo. Su oscuridad me detuvo. Sentí algo oculto detrás mientras mi corazón latía. Me armé del valor suficiente para deslizarme entre lo que me parecieron dos frías paredes, apenas cabía, quedando aprisionado con los pies suspendidos. Me faltaba el aire. A cada metro la luz se iba apagando hasta encontrarme atrapado en la más completa oscuridad. Comprendí que no se trataba de muros sino de un suelo y un techo, por entre los cuales yo reptaba. Parecía que me hubiese metido a un tubo y con gran esfuerzo podía avanzar de a pequeños impulsos. De pronto las paredes, o quizás el piso, desaparecieron y no tuve de qué agarrarme. No sé qué fue primero, si la luz o el golpe en mi rostro. De lo que sí estaba seguro es que había aterrizado contra algo muy duro. Me levanté adolorido. Era tan intensa la luz, me cegaba, mientras unas piedrecillas se incrustaban entre mis dedos. Cuando al fin pude enfocar mis ojos no reconocí el paisaje. Sentía un calor infernal sobre mis hombros. Estaba en medio de mucha gente que parecía no percatar mi presencia. Me sentí insignificante. A lo lejos un cordón de montañas amarillas contrastaban con el cielo. No pude contar ni una nube. Respiraba un aire que no entraba fácil en mis pulmones. Me sentía solo entre un mar de personas. Una vez superado mi asombro, de nuevo sentí el dolor en la cara. Llevé mis manos sobre los pómulos y éstas se tiñeron de sangre. De pronto sentí el peso de una mirada. Levanté la cabeza y vi a una mujer morena de cabellos largos. Llevaba un vestido suelto de color blanco que dejaba traslucir una figura increíblemente voluptuosa. Nuestras miradas se cruzaron y no pude dejar de observar las imperfecciones de su rostro. Era como si la viruela se hubiese ensañado con ella. Esas hendiduras la hacían tan atractiva que era imposible dejar de mirarla. Sus ojos contrastaban con lo oscuro de su cabello y por unos segundos me perdí en ellos. Eran de todos los colores, incluso rojos. La empecé a seguir hipnotizado. Me encontré en medio de una feria artesanal atestada que parecía no percibir su presencia. Algo fue ocurriendo mientras la seguía. Todo era más lento. Mis esfuerzos por alcanzarla parecían inútiles. No le perdía la pista. Seguí tras ella hasta que vi como se detenía al lado de un hombre. Le susurró al oído y el hombre, sin siquiera mirarla, se dirigió hacia uno de los puestos. Se transfiguró. Agarró un campanario a modo de arma y arremetió contra otra persona. Una y otra vez lo golpeó en el cráneo y la gente se agolpó alrededor. El pasaje pareció expandirse al son de los golpes. Las artesanías se desplegaron hasta donde se perdía mi vista. Llegué al lado de la trifulca. Caín mismo diez veces más furioso. Nadie podía calmarlo. Volví a divisar a la mujer. Me aguardaba al otro lado de la gresca. Traté de alcanzarla pero se volvió a escurrir. Cada vez me era más difícil levantar los pies. Sentí ira por la atracción que me provocaba esa mujer. Se detuvo al lado de otro sujeto. Creí escuchar “mata a ese hombre” y sus labios me parecieron los más sensuales que haya visto. Fue devastador. Profirió múltiples heridas a quién tenía al lado. Vi brotar su sangre aún antes de desplomarse. Pensé en el poder aniquilador de aquella mujer. Su mirada me encantaba y repelía a la vez. Entonces divisé a mi entrañable amigo Mario Douzet. ¿Qué hacía él en medio de esta locura? Sin mediar un segundo me preguntó: -¿Qué haces en mi sueño? -No creo que sea tu sueño -le contesté-. Ni siquiera estoy seguro que se trate de uno. -Claro que es un sueño. Lo he tenido muchas veces. -No será que eres su guardián. -No, éste es mi sueño y tú no perteneces a él -me dijo encolerizado al tiempo que comenzó a empujarme. Terminamos dándonos puñetazos. Mario cayó al suelo y desde ahí me dijo: -Te has ganado el derecho a continuar -señaló hacia donde estaba la mujer. La seguí hasta el fin del pueblo. A cada zancada veía acercarse su cabellera. Doblamos en un callejón que terminaba abruptamente en un muro. Justo al centro había un niño de unos cuatro años sentado en el suelo. Sentí terror al pensar el daño que le haría. De pronto se detuvo frente a él. La mujer se inclinó haciendo desaparecer la parte superior de su cuerpo. Sólo veía sus piernas y un trasero perfecto sobre el cual se distinguía la cara del niño. Sus ojos eran rojos y lograron paralizarme. Movió lentamente sus labios y con voz estremecedora me dijo: -Te he estado esperando... Al oír esas palabras, yo temblaba. Me daba cuenta que la mujer me había atraído frente a él. -...necesito tu capacidad de volar. No pude articular palabra pero una vez repuesto de la impresión, respondí: -Es lo mismo que le pediste a Mario. -¿Qué esperabas? -dijo y me vi en sus ojos. Mientras pronunciaba esas palabras comencé a sentirme más liviano. No podía apartar la mirada. Percibía al niño dentro de mí. Comencé a gritar. Mi estómago se recogió y cerré los ojos. Sobre el velador se encontraba la radio-reloj. Los números indicaban 06:00. Pero esta vez mi mirada se posó en una pequeña caja de metal. Estaba semi abierta y podía distinguir unos cigarros hechos a mano. Eran de Gloria. ¿Por qué me los había dejado? Los aspiraba siempre antes de hacer el amor conmigo. Aquellos pitos le hacían soportable entregar su cuerpo. Todavía la extrañaba. Eran la tentación posada sobre mi velador. No podía creer que Gloria fuera mi demonio. Justo en ese momento McLeod se subió a la cama. Sus ojos brillaron y cuando vi que eran rojos, supe que estaba perdido.
Posted on: Tue, 10 Sep 2013 10:25:25 +0000

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