Me la había recomendado Diomedes Zegarra, un escritor puneño de - TopicsExpress



          

Me la había recomendado Diomedes Zegarra, un escritor puneño de muy buena entraña. Lee su obra y desentraña su potencial. Decía que había publicado su primera novela en Buenos Aires y que un crítico, Nicolás del Valle, la había masacrado en una revista de buen ver, creando una secuela de críticas perversas que la amilanaron por completo. Lo primero que supe de ella es que era porteña y que quería saltar de uno de los barrancos de Miraflores o caminar al mar o saltar de un espigón como la Storni, y precisamente como está escritora padecía de mal de amores. Por tal razón se había venido hasta Lima. Digamos que Manuela apareció de buen talante al principio, como diluyendo su pesar en un par de risotadas y algunas ironías que no venían al caso. No se adaptaba a una ciudad de círculos concéntricos, donde todo giraba en torno a los mismos escritores y críticos. Lima es todo, sus escritores son todos, sus críticos son todos. El ombligo, ya sabes. Le advertí que no le iba a ir mejor en estas tierras. Pero se empecinó en escribir un libro de poemas que me resistí a revisar. Juan, el hermano de Paula, mi mujer, la siguió y la siguió más desde aquella vez que ella hizo pasar como suyos unos versos de la Storni, sí, de la Storni. ...Más no lo maté con armas/ le di una muerte peor/ lo besé tan dulcemente/ que le partí el corazón. Juan estaba deslumbrado y quedó malherido cuando la bella se entretuvo con uno de mis amigos, un abogado que le socavó las entrañas. Ella no le partió el corazón ni con besos ni con armas. Vino a mí con unos versos tallados perfectamente desde su dolor. Paula resistió que sea yo quien revisara esos versos. Los celos la colmaban. Me sacudí de la sombra de Manuela y la eché por el despeñadero. Fue una tarde agria. Le dije que siguiera su rumbo. Me siguió con sus páginas garabateadas de trazos hasta que, finalmente, me golpeó en el rostro con sus nudillos. Abordó un taxi y no supe de ella sino cuando logró una ácida crítica en una página web literaria. Imaginaba esos ojos azules y ese parecido a Gene Tierney, clamando venganza. William James decía que el deseo más profundo del carácter humano es ser apreciado y si es así, la actividad que lo propicie es lo de menos, siempre que domines ese arte, esa actividad. O quizás seas una buena actriz le dije. Sospeché que solo la vanidad la había llevado a las letras y que fácilmente ella la podría llevar a la actuación o las pasarelas. Por entonces yo había quebrado la cara de mi vanidad, no tenía mayor aspiración que ser, que apenas ser, que no es mucho, una suerte de dejarse estar y navegar en una nube a la buena de Dios. Por alguna razón me escuchó y terminó en las tablas como una actriz secundaria en Buenos Aires, donde alguna vez la fui a ver. Me odió porque no leí sus versos antes de la edición y porque no fui enseguida tras el fiero crítico que, unos meses después, ignoraría mi primer poemario, La invención del reino. Lo que ella ignoraba (y nunca se lo dije) es que cuando el verdugo me tocó con el filo de su pluma envenenada fui tras él. Aquel no solo exprimía su esponja amarga en el ciberespacio, había fundado una pequeña revista literaria llamada Ciudad azul. Aquella tarde marché en busca del carnicero que se había atrevido a soltarme al oído que mi libro contrastaba con el arte. Cualquier cosa es arte hoy, sugirió. Lo aguardé en la esquina de su casa. Lo vi llegar de mano de su novia. Volví sobre mis pasos. Regresé a los dos días. Esta vez lo sorprendí con otra fémina. No era la dama de rasgos orientales. Era una morena grácil. Ajeno a toda temeridad, torné mis pasos a la semana siguiente. Lo seguí desde su casa hasta la sede de su publicación en la Avenida Brasil. Una fuerza superior a mí me contenía. Finalmente, lo confronté. Me confesó, tras algunas largas, que se había revolcado con la Tierney y que, pese a todo, optó por la franqueza crítica, que fue leal a su oficio. En aquel momento recibió una llamada y por alguna razón supuse que no era la dama oriental ni la frágil morena de vestido azul. No me centré en la literatura y tampoco le recriminé por haber prescindido de mis versos, me inquietaba la extraña capacidad de aquel sujeto insignificante para seducir aún a aquellas que dominaban el buen arte del recato. Estaba dispuesto a extorsionarlo. Le escribiría una carta a su dama oriental. El furor me hizo presa. Había ido a su encuentro para golpearlo, pero terminé la jornada alejándome y sometiéndome a las preguntas de siempre. Sabía que en un pugilato inútil él me vencería. Volví a casa intacto y sin la conciencia cargada de manchones plomos y marrones. Hubiera querido vengar la afrenta y solo me replegué sin táctica. Sancho fracasado, cobarde, me espetó Paula, poco iluminada para los recovecos de la realidad, siempre con esa zafia contra mi realismo supino. Sentido común, calle y callejón, le dije. Hay que ser prudente, y punto. Para qué hacer masacre de un pobre diablo. El pecado de la Tierney sería no más que un secreto infinito en mi alforja de viajero y en mis papeles de filósofo desasosegado. La argentina fracasó en las tablas. Buenos Aires no fue suyo. Ella no fue mía. De aquel sujeto a quien me negué a golpear era todo. El mundo es ajeno. Algo ancho también. Hace unos meses la vi en una fotografía, tenía los ojos tristes y pesados. Como la Storni se lanzó a las rocallosas. Dejó una carta, estaba dedicada a aquel hombrecito de la revista. Supe que se siguieron escribiendo y que ella lo amaba. Él no la amaba a ella. Era la Tierney, la de la blusa azul y los ojos de cielo. Los diarios no hablaron de su invisible estrellato en el teatro Monarca y su final ocupó apenas algunas líneas de un diario marginal y para ser más precisos en aquella página que la bella adoraba leer: Policiales. En su lápida alguien colocó una inscripción que aún me sobrecoge: Mi cuerpo se esparce, mi poesía ha quedado colgada entre el cielo y la Tierra. Hace unas semanas Marussi publicó una edición de la obra que aquel crítico siniestro y revistero vapuleó. La crítica es más que auspiciosa hoy, irónicamente tardía. El inconsistente e impuntual culto a los muertos, diría la Tierney.
Posted on: Mon, 28 Oct 2013 12:14:44 +0000

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