Mi rechazo al marido de mamá se convirtió en afecto POR LORENA - TopicsExpress



          

Mi rechazo al marido de mamá se convirtió en afecto POR LORENA GROJSMAN PERIODISTA Romper el prejuicio. En 1980, cuando el número de matrimonios separados era incipiente, los padres de Lorena tomaron caminos propios. Su mamá formó pareja con Nano, un hombre muy distinto al mundo al que ella estaba acostumbrada. Los años le permitieron entenderlo, entablar una relación profunda y compartir sus valores. Y si el amor se acaba? ¿Y si en realidad nunca hubo nada digno de ese nombre y de pronto uno se cansa de seguir fingiendo? Supongo que en algún momento Graciela, mi madre, se habrá hecho esas preguntas. Ella se había casado con mi papá a fines de los sesenta siguiendo el rumbo clásico de muchas familias judías de la época. El candidato debía ser de la colectividad, tenía que estudiar una carrera adecuada, clásica, y no cuestionar ningún parámetro convencional. Y todo eso hicieron mis viejos hasta que por fin se separaron unos diez años después de la boda. Corrían los años ochenta, la ley de divorcio era entonces una fantasía del ambiente progresista y para mí, claro, el solo hecho de tener padres separados equivalía a ser una especie de oveja negra, un bicho raro que le contaba a sus amiguitas del colegio privado que los fines de semana se quedaría a dormir en lo de su abuela materna junto a su hermano porque ahí justamente vivía su papá. Casi nadie aceptaba la situación. ¿Acaso un hombre y una mujer no se casaban hasta que la muerte los separe? Y las parejas unidas en sagrado matrimonio, ¿no debían seguir juntas tanto en las buenas como en las malas? Todo bien, pero, ¿y si el amor se acaba? Aclaro que al decir lo que digo no estoy haciendo una apología del divorcio. Pero lo cierto es que a veces, con hijos y todo, la separación es mucho más sana que mantener una relación hipócrita. Entre idas y vueltas la pareja se separó en octubre de 1980. No fue una tragedia sin embargo, mi mamá fue y es una madraza, alguien que desde afuera se muestra autosuficiente y que parece no necesitar nada ni nadie para vivir. Aun así, tres o cuatro años después de la separación, mi mamá conoció y se enamoró perdidamente de Nano –Rubén Sixto Herrera decía su documento–, que sería su compañero por unos cuantos años. Sí, Graciela, la docente de colegio de la colectividad judía, la licenciada en historia del arte que parecía tan rígida, se había enamorado perdidamente de aquel fornido y morocho cuarentón. Una amiga se lo había presentado a mediados de los ochenta. Fue en un recital de jazz y ahí se encontraron. Para ese entonces yo tendría 12 años y mi hermano unos ocho. Mamá y Nano venían de mundos totalmente opuestos. Creo que mi abuela materna se hubiera muerto del susto y el disgusto si hubiese llegado a conocerlo. La familia de mi vieja venía de la burguesía judía, de los clubes, los countries, el buen pasar en todas sus formas y modalidades. Para el entorno social en el que estábamos inmersos Nano era el bohemio, el loco, el artista que siempre vive colgado de una nube. Al principio hasta mi propia madre le recriminaba que no trajera más plata a la casa. Ella es así. Se había casado con el Che Guevara y le pedía que fuera Rockefeller. Sin embargo no había peleas entre ellos. Nano sabía manejarla con paciencia y afecto. Nano era brillante. Ahora lo digo con firmeza y hasta con orgullo. Pero al principio no fue así. En los primeros años yo apostaba a que mis viejos volvieran a juntarse. Y enseguida mostré la hilacha de rebeldía frente a lo que ya no tenía retorno. Un día, una tarde en realidad, le pedí a mi madre que me jurara que nunca más volvería a casarse. Y después, a mis trece años y con la nueva pareja ya constituida, fui un poco más allá de las palabras. En una de las tantas cenas de la nueva familia preparé una pila muy alta de panqueques y como quien no quiere la cosa estiré tanto el mantel de la mesa que la montaña se desmoronó justo sobre el pantalón marrón de Nano. Pero él, en lugar de insultarme o enojarse como lo hubiera hecho cualquier otro, dejó pasar lo ocurrido, fue a lavarse al baño y todo terminó bien. También era usual que yo me escondiera a la noche tras la puerta del comedor. Quería escuchar las conversiones entre Nano y mi mamá con la esperanza de que finalmente llegaran las discusiones, las peleas y demás. Quería que se pudriera todo para que al fin aquel intruso se fuera de una vez y mi mamá, mi hermano y yo volviéramos a ser como siempre un trío indestructible. En aquellos días ni siquiera me puse a pensar, o a recordar, que mi madre y mi padre eran en verdad como el agua y el aceite. No lo digo yo. Ellos lo dijeron con esas mismas palabras. Pero el deseo no tiene nombre ni ley ni lugar. Y hoy debo admitir que Nano hizo historia no solamente en la vida de mi madre sino también en la mía y la de mi hermano. Ese barbudo enorme, con sus dos metros de altura, fue amigo nada menos que de Julio Cortázar y el Gato Barbieri, entre otros. Su papá era un bombero riojano y vino a vivir a la Capital antes de que Nano naciera. La mayor influencia que tuvo Nano llegó por vía de su tío Oscar, otro bohemio. Lo cierto es que quien luego sería parte indisoluble de nuestra familia se crió desde adolescente en la calle y se convirtió en un experto del jazz. Llegó a ser uno de los especialistas argentinos más reconocidos en ese género musical. Con sus programas de radio ganó dos Martín Fierro y tuvo varias nominaciones (el último premio nos lo dedicó a mi hermano y a mí). Es verdad que al principio me costó mucho aceptarlo. Creo que dos años o más. Siempre tuve un vínculo muy fuerte con mi mamá y desde que se separó de mi papá yo insistía con esa idea: que me jurara que nunca iba a volver a casarse. Una vez un psicólogo con el que ella se atendía le dijo que Nano era el único ser capaz de romper la burbuja dentro de la que vivíamos en la familia. Y así fue. Hoy puedo decir que ese hombre nos cambió la vida y la cabeza a todos nosotros. Y para mejor. Parece difícil de entender pero hasta pudo conquistar el corazón del octogenario Isaac, mi abuelo materno. Lo hizo desde el humor y la camaradería ya que mi viudo abuelo le contaba algunas historias de sus más recientes conquistas amorosas, sus económicos almuerzos en la recordada cooperativa “Hogar Obrero” y sus salidas nocturnas. Es que mi abuelo no tenía hijos varones, por lo cual podría decirse que en Nano encontró un verdadero compinche. Muy pronto la convivencia familiar empezó a sonar casi tan feliz como una buena orquesta de jazz. Nano, un autodidacta, era número uno en lo suyo. Y por si eso fuera poco estaba sediento de gozar del amor y el amparo de una familia. Pronto descubrimos en ese hombre a un tipo noble, generoso y con una catarata de amor para dar. Mi hermano se enganchó enseguida con él. Es cierto que mi hermano es fanático del fútbol y ese deporte a Nano le resultaba indiferente. Pero los dos eran muy compañeros y siempre encontraban un terreno común para compartir. Mi hermano estudió el secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires y nunca le faltó la ayuda de la pareja de mi mamá. Él le tomaba las lecciones, lo acompañaba al médico, en fin, se comportó como una verdadera pareja de una mujer que venía con dos hijos incluidos. También yo tendría cosas para contar. Recuerdo que cuando me interné para parir, Nano estaba ahí, en la puerta de la clínica antes de que yo llegara, porque había presentido la inminencia del nacimiento de mi hija. Con ella se comportó como un abuelo. Recuerdo que una vez, una maestra del jardín que estudiaba periodismo necesitaba entrevistar a algún personaje conocido o medianamente conocido para la materia “radio” de la facultad. ¿Y quién se ofreció para ayudarla, sabiendo que de esa forma me estaría ayudando a mí? Nuevamente Nano, quien atendió el llamado de la joven estudiante contestando a sus preguntas relacionadas con el jazz, el trabajo en radio y su experiencia en los medios. Nano carecía de hijos biológicos pero cumplió con nosotros, y a la perfección, el rol de padre sustituto. Su comportamiento fue maravilloso. Se preocupaba por nosotros, nos ayudaba a estudiar, era compinche de nuestras travesuras, fue un confidente ideal ante los problemas personales que a veces le contábamos. Entre él y yo las cosas no fueron idílicas al comienzo. A veces yo me peleaba por cosas menores. Nano tenía a veces arranques muy infantiles. Recuerdo que una vez, en una confitería, se peleó con una moza porque ella le dijo que tenían Coca Cola pero solamente para el delivery y no para los consumidores del local a quienes les daban Pepsi. La cosa es que Nano se encaprichó pidiendo Coca Cola hasta hacer enfurecer a la pobre camarera. Me morí de vergüenza ese día pero, como dije, eran hechos anecdóticos. Por lo general, y una vez pasada la situación, terminábamos riéndonos como locos al llegar a casa. A Nano jamás le hubiéramos hecho un reclamo de ausencia. Cómo olvidar las hermosas vacaciones que pasamos en familia ya sea en Brasil o Villa Gesell. O esas noches en que Nano tomaba el colectivo a las dos de la mañana para irme a buscar a la salida de un baile al que yo había ido con amigos quinceañeros. Así se expresaba su presencia en los momentos más difíciles o simplemente cuando lo necesitábamos por lo que sea. Asumía con ganas las tareas que supuestamente no le correspondían y, sin embargo, las encaraba como el mejor, gustosamente, demostrando una y mil veces que el vínculo sanguíneo es sólo un accidente en la relación entre las personas. Tanto mi vieja como nosotros aprendimos junto a Nano que el afecto se construye y se gana más allá de cualquier preconcepto. Y ni qué hablar de las largas sobremesas nocturnas en las que Nano nos contaba sus anécdotas radiales en sus programas. No sólo hablaba de aquella reunión cumbre entre Cortázar y Barbieri sino, entre tantas otras cosas, del programa especial que le dedicó al músico Dino Saluzzi o de sus encuentros con el Mono Villegas, con Piazzolla, con el gordo Porcel y otros famosos que ya ni recuerdo. En el plano familiar ni siquiera nos afectó el tema de las diferencias religiosas. Si bien nuestro judaísmo se centró apenas en la celebración del Pésaj, o sea la pascua, o el Rosh Hashaná, que es el Año Nuevo, también nos encantó empezar a celebrar las navidades en la casa de Nora, hermana de Nano, quien junto a su marido Adrián oficiaron y siguen oficiando de verdaderos tíos para mi hermano y para mí. Hoy todo eso es pasado. Luego de quince años de una feliz convivencia Nano y mi madre se separaron. Pero eso sí. Nunca dejaron de verse y de quererse. Me faltaría contar que Nano murió en 2009, es decir, hace ya cuatro años. Siempre supe que cuando no estuviera me iba a doler mucho su ausencia. Pero nunca pensé que lo iba a extrañar tanto.
Posted on: Tue, 20 Aug 2013 19:22:32 +0000

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