Moya, el fotógrafo del Nobel, vuelve a casa Por Óscar - TopicsExpress



          

Moya, el fotógrafo del Nobel, vuelve a casa Por Óscar Domínguez G. A su puerta tocó el Nobel García Márquez para que le tomara fotos decisivas: la primera (1967) para la carátula de un libro que no se sabía para donde iba: Cien años de soledad; la segunda (1977) para que inmortalizara el derechazo que le propinó el peruano Mario Vargas Llosa que le dejó un ojo colombino por celos o diferencias políticas. O por ambos. El acosado por el Nobel es el fotorreportero y documentalista independiente, Rodrigo Moya Moreno, todo un personaje en el exterior, anónimo en Macondo. 77 años después (tiene 79) de haber nacido en Medellín, regresa a su ciudad para hablar de su oficio (viernes 20 de septiembre, 5pm Parque Explora) en la fiesta del libro. Tiene mucho que decir porque ha sido “editor, impresor, medio diseñador, buzo, escritor y a veces poeta” que ha ganado varios premios literarios. También hablarán su esposa, la artista inglesa, Susan Flaherty, y su “descubridor”, Guillermo Angulo (jueves 19 7pm, en el mismo lugar). El Borges de la fotografía, como lo bautizó el hombre que le regaló la fotografía, Guillermo Angulo, no fue a la montaña; la montaña (el Nobel de Aracatca) siempre iba a él. (“Ando fallo de vista; así que escribir es para mí como armar una caja de tipos móviles al estilo gutenbergiano”, me escribió cuando la propuse la entrevista). Gabo - como le decimos hasta los igualados- por los años de la dictadura de Rojas Pinilla, frecuentaba en México la casa de Alicia Moreno, la “Chaparra”, madre de Moya, nacida en Fredonia, Antioquia, y quien se había casado por curiosidad. La curiosidad que le produjo una exposición de Luis Moya (México 1907), de paso por Medellín. La joven Alicia se empeñó en comprar uno de los cuadros pero finamente se quedó con el pintor mexicano de “cuya unión” hubo tres hijos, Rodrigo y Colombia, colombianos, y Nora, mexicana. Afugias económicas obligaron a la pareja a establecerse en México. Con el tiempo y un palito la casa de los Moya en México se convirtió en una embajada alterna de Colombia adonde iban a parar toda clase de personajes del corte de Pedro Nel Gómez, Gómez Jaramillo, Arenas Betancourt, Rayo, y Gabo, siempre Gabo, quien hizo migas con el hombre que documentó los movimientos guerrilleros en Cuba, Guatemala, Bolivia, Panamá y República Dominicana. El enigma de la sopa Quiénes eran papá Moya y mamá Alicia? - Luis Moya, mexicano nacido en 1907, viajaba por la ignota América como escenógrafo de la compañía de teatro de los hermanos Soler. Aún no aparecía en escena el cine mexicano de charros y canciones. Todo era en barco, las giras duraban meses y los baúles con la utilería eran como enormes catafalcos. Cuando fue a Colombia tenía 25 años y lo anunciaban como el escenógrafo más joven del mundo. En Bogotá, entre puesta y puesta, decoró un restorán de postín llamado La Gruta, lo que le valió reconocimiento social y un diploma de aquellos... Como buen escenógrafo, su especialidad siempre fue hacer realidades de cartón y papel maché o ciudades y paisajes lejanos pintados sobre cicloramas de tela. Lo invitaron a exponer sus cuadros, y como tuvo éxito y el país le gustaba, dejó la compañía para exponer los sobrantes en Medellín. Era un bohemio de época, con toda la pinta de poeta o pintor romántico, y ya estaba harto de esas giras romanas. En Medellín, durante la inauguración, conoció a la jovencita Alicia Moreno Vélez, nacida en Fredonia en 1917, hija de un pequeño propietario venido a menos dedicado al comercio de café, pero radicada desde pequeña en Medellín, donde residía la numerosa familia de once hermanos, de los que ella era la menor y consentida por todos. A la exposición acudió con otras compañeras del liceo y, para mantener su papel de la chica audaz, le preguntó al artista mexicano, con ese atrevimiento y desenvoltura que siempre tuvo —Señor pintor, ¿y cuánto vale uno de esos cuadros suyos...? El señor pintor se habrá sorprendido y tal vez le habrá dicho con galantería que para ella nada, pero la señorita Moreno tenía nueve hermanos, con fama de bravos, como el papá hiper liberal, así que en junio de 1933 se casaron como Dios manda. Yo nací en abril en aquella ciudad donde mi padre intentaba abrirse paso como artista de los pinceles. Cuando cesaron las notas periodísticas y los aplausos, la suerte del artista declinó sin remedio y en Colombia ya nadie le compraba un cuadro. Poco después de mi nacimiento, ocurrido en abril de 1934, volvieron a Bogotá donde en mayo de 1935 nació mi hermana, nombrada Colombia en honor del país que tantas ilusiones fallidas les había ofrecido. Con la pequeña de brazos y yo de menos de dos años, la pareja Moya Moreno, acorralada de apuros, decidió regresar a México. En un azaroso viaje de dos días de traqueteos a Puerto Berrío, embarcaron por el Magdalena hasta Cartagena para abordar el Santa Paula que nos condujo a La Habana, y de allí, en otra nave, a Veracruz, donde mi madre, mi hermana y yo pisaríamos tierra mexicana para quedarnos siempre en ella. No así mi padre, que por su azarosa existencia y las trampas de la vida, veinte años después regresaría a Colombia para morir allá a los 57 años de edad, en un intento de darle forma al cine colombiano. Ese viaje del regreso, escuchado en fragmentos y una y otra vez, es parte de la mitología de mi infancia, y mil veces lo he recorrido en atlas y mapas para imaginar ese camino que nos marcó vida y destino a todos los Moya Moreno. Alicia Moreno Vélez tenía 17 años, dos hijos de uno y dos años; y una voluntad y capacidad de adaptación que creo solo los antioqueños poseen. Mi padre, pintor y escenógrafo de teatro, enfrentaba sin nada en la bolsa un negro futuro, que por fortuna su talento y el advenimiento del cine mexicano pronto le aclararon. - ¿Qué tiene del Moya y qué del Moreno en su vida diaria? - ¿A usted le mencionan a Medellín y qué sentimientos se le alborotan? - No lo sé. La sopa genética de la que uno está hecho es un enigma.Pero en toda mi infancia y juventud el factor Colombia estuvo presente cada día y en cada rincón. Tiples, carrieles, ruanas, sobrebarriga, sopa de patacones, que aún añoro, chocolate con queso y mantequilla, aguapanela, bambucos, pasillos, cumbias, trovadores con guitarra o tiple en toda fiesta o reunión en casa. Y con frecuencia, los ineludibles declamadores o declamadoras espontáneos que aún los niños escuchábamos religiosamente. Algunos de renombre como poetas que aún recuerdo. Una bandera colombiana de moderada altura, entre la sala y el comedor, sin santos ni vírgenes en las paredes, pero sí cuadros de Gómez Jaramillo, un tal Rengifo, Rayo, Peláez y otros que no recuerdo, anunciaban que esa casa en la avenida Insurgentes, en su época de oro, contenía algo más que canciones charras, artesanías mexicanas y el culto a los santos y héroes de todo hogar medio mexicano. Mi madre dejó su patria para siempre, pero trajo partes y siempre las tuvo en su casa mexicana. Falta decir que Alicia era guapa y carismática a pesar de su juventud, como lo atestiguan las fotos que conservo de ella. El 20 de julio se celebraba cada año, y ella era el motor de esos rumbosas y colombianísimas fiestas donde mi hermana bailaba cumbias vestida para la ocasión, y más de un trovador entonaba Los arrieros, Antioqueñita, y sin falta Las mirlas, Cuando tú te hayas ido y otras canciones que mi memoria conserva. Guillermo Angulo bautizó a Alicia Moya en los cincuenta, cuando él era fotógrafo de una revista importante y aparecía en esas fiestas, como “La Gran Chaparra”. Así que no en los genes, pero sí en la biósfera donde crecí, tuve dos patrias: una real, y otra mítica, pero más divertida. ¿No es una deliciosa ironía que venga a conocer la ciudad 77 años después de haber nacido en ella? Más que ironía, es algo insólito y jubiloso. Colombia, como ya dije, siempre ha estado en mi sangre y en una memoria no vivida, a veces alegre, a veces nostálgica o rebelde, siempre misteriosa. Le digo, paisa Oscar, que ya no me interesa conocer más mundo, sino entender un poco más el que vivo y viví. Con Medellín y Bogotá en perspectiva, me siento colmado en este momento. Sé con certeza que mis fotografías van a seguir trotando, y qué bueno que un día se paseen por Colombia y se diga que quien las hizo era mitad paisa, y mitad mexicano. Últimamente he rehuido invitaciones a Nueva York y Tucson, donde expuse a principios de año y luego en abril. Preferiría, hablando poéticamente, ver de lejos un tramo del Magdalena que recorrí en 1936 rumbo a México, cuando en los bancos de arena del río sesteaban cocodrilos de tres y cuatro metros, según los dibujó mi padre. ¿Qué paralelo haría entre Medellín y su México “lindo y querido”? Ninguno, excepto tal vez la época terrible que ustedes pasaron, y la que ahora vivimos aquí corregida y aumentada. El clima de la ciudad donde vivo, a setenta kilómetros de México, dicen los que saben que se parece mucho al de Medellín. Se llama Cuernavaca y le dicen los patriotas de siempre “la ciudad de la eterna primavera”. Otros la llaman “la ciudad de la eterna balacera”, porque tal parce que por aquí quedó la escuela colombiana de la nieve seca, mejorada por la tecnología empresarial de los consumidores que nos cobijan. La ciudad era tranquila porque no es punto de paso, pero sí lo era de reposo para algunos capos. Hasta que mataron a uno de ellos y entonces los perros quedaron sueltos y de allí el nuevo mote. ¿Cuál es el encanto de México para los colombianos si, entre otros, sus principales escritores, Gabo, el joven nonagenario Alvaro Mutis y Fernando Vallejo, escogieron ese país como su base? No lo sé. Habría que preguntarles a ellos. Aquí tenemos algunas cosas abominables que inexplicablemente gustan a los de fuera. Pero tal vez en este país, cada vez más colonizado y desvertebrado, la gente es menos estirada en su vida social y se ocupa menos de los otros y los deja ser y vivir. No en balde hubo una tremenda revolución que acabó con los linajes, los nombres ilustres y los petimetres sociales. Dicen que Villa los fusilaba. Los hacendados y los terratenientes se acabaron de momento; pero han vuelto como industriales bilingües con sus casas y cuentas en California. También hay una casta veladamente racista y xenofila. Y renacen hace décadas políticos poderosos que son intermediarios de la penetración económica y cultural sin límites. Somos distintos, pero a fin de cuentas tenemos el mismo gran patrón secular. ¿Cómo llega García Márquez a su casa en México? No lo sé. A la casa paterna, a veces considerada como una embajada alterna en tiempos de dictaduras, llegaban muchos colombianos, varados o talentosos o ambas cosas. Pasaron muchas celebridades. Vi a Gabo en casa, tal vez a finales de los años cincuenta, pero me parecía más bien antipático. Después de leerlo me convertí en uno de esos millones de sus infanterías de lectores y admiradores. ¿Cómo recuerda al entonces el futuro Nobel? Nunca hubo una relación frecuente, íntima, pero sí afectuosa, con encuentros siempre cordiales a lo largo de muchos años.Luego hicimos mayor amistad por medio de Angulo, a quien mucho aprecian los Gabos. A los 19 años dejé la casa paterna y de mi vista despareció la colonia colombiana que tanto rodeaba a mi madre. En años posteriores, por medio de Angulo, se mantuvo cierto el vínculo conGabo y su familia. En las dos ocasiones en que le hice fotos fue el propio Gabo quien tocó a mi puerta. En la de 1967 lo acompañaba Guillermo, el Hombre orquídea, como usted lo bautizó. Cuando visitaba a Gabo en su casa nunca llevé cámara. Ya era un personaje y no quería montarme en su prestigio.Fue lo mismo con varios amigos célebres que pasaron por mi vida. Cuando les hice fotos fue a petición expresa de ellos. ¿Cómo se deja convencer del maestro Guillermo Angulo, y se involucra en la fotografía? Él no tuvo que convencerme. Más bien me motivó y dirigió esa vocación con todo el empeño y rigor de un maestro renacentista que toma el futuro de su discípulo como un asunto propio. No hay que descartar que mi hermana Colombia era una bella bailarina que él miraba arrobado. Yo llevaba la foto y las imágenes en la memoria más profunda por los álbumes familiares que mi madre conservaba de su vida en Medellín, y por la pasión por la filatelia que existía en mi casa y entre los amigos de mi padre. Era una arrolladora moda de la época. Alicia me compró, tal vez a los cinco años, unas carpetitas rojas para pegar los timbres que procedían de todo el mundo cuando se usaba papel cebolla en el correo aéreo y timbres pegados con salivita. Allí empecé a ver con curiosidad pequeñas figuras de otras partes, y aún ahora no me atrevo a tirar un timbre postal cuando raramente llega una carta por el viejo correo. Angulo detonó un inconsciente largamente postergado. Además, me sacó de la bruma, pues yo era un estudiante fracasado de ingeniería buscando cómo ganarse la vida fuera del ámbito familiar que estaba abandonando. Guillermo Angulo me cambió las derivadas, el cálculo integral y la geometría descriptiva, por la óptica y la magia inigualable del cuarto oscuro que él me descubrió como una revelación. ¿Por qué decidió adoptar la fotografía documental cómo modus vivendi? La foto documental es la madre de todas las fotografías. Es la única que nos aproxima a la vida, a la gente y a sus realidades a través de la acción y la observación. Nos da una idea de lo que es el mundo y la vida de los otros. Nos enseña a ver, más que a ser vistos. Ser fotógrafo artista me da pereza, además de que la buena foto documental lleva en sí su propio arte y las ficciones que tienen la vida y el propio fotógrafo. En todo caso, ese viejo dilema me tiene sin cuidado.Ahora ha vuelto impetuosa la foto artística en tetrapluricolor, supra realismo hiperfocal y otras maravillas. La foto ha cambiado de clase social. La foto artística todopoderosa la ejercen ya solo los ricos o los hijos de familia dedicados a fotografiar productos con bellas modelos al lado. Pese a esta embestida, la foto documental es la que seguirá contando para los que vendrán: contiene la historia del mundo y su gente. Como Juan Rulfo, usted no solo le jala a la fotografía sino a la escritura. ¿En qué medida, en su caso, se complementan ambos oficios? En algún momento tuve veleidades literarias y obtuve por allí un par de premios. Siempre he escrito y lo sigo haciendo; pero mi tema de escritura es la foto misma y mi paso por ella, que aún no entiendo del todo. En todo caso, como escritor pertenecía a las fuerzas básicas, y como fotógrafo me siento en Primera División. (A pesar de que abandoné la foto como oficio por más de tres décadas) ¿En cuál se siente más creativo? Depende el humor, el tiempo, de lo que sucede en mi entorno. Ahora soy más fotógrafo que nunca, aunque cada vez veo peor y de hecho ya no tomo fotos. El deseo de escribir es acuciante y mi poesía secreta es a veces un consuelo. ¿Qué tiene que ver su condición de fotógrafo con su paisano García Márquez? Nada, excepto las fotos que le hice, la amistad que invariablemente decantan las jerarquías (solo soy uno más de sus infanterías universales), y el tremendo afecto y admiración quele profeso. Ahora que ya no es un hombre tan clamoroso y está recluido, lo siento más dentro de mi corazón ¿Cómo el fotógrafo Moya no aprovechó la presencia continua de Gabo en sus visitas a su casa en México? Siempre fui un fotógrafo distante del poder y de la fama. Las dos ocasiones en que lo fotografié él fue en mi casa. Me tenía confianza, supongo, y seguro conmigo se sentía más relajado, porque es evidente que no se siente del todo cómodo frente a un lente. Una vez uno de sus hijos nos fotografió a mi esposa y a mí con él en su casa de Cuernavaca. (O tal vez fue el propio Angulo). No iba yo a sacar la cámara a media reunión para empezar a acribillarlo. Así me sucedió con muchos famosos ya muertos o en trance, y tal vez me arrepiento, porque eran admirables y me gustaría tenerlos en mi archivo, que mucho tiene de historia y criptas o catacumbas. La fotografía siempre tiene algo necrófilo, de pasado irremediable, de nostalgia sin fin, el aviso de que todo es perecedero. A veces pienso que las fotos viejas no son los muertos que imaginamos, sino que son ellos quienes nos están viendo pasar, pensando tal vez: eso quedará de ellos, una fotografía. ¿En qué circunstancias lo escoge Gabo para que sea usted el hombre que le tome las fotos para un libro que nadie sabía para dónde iba: Cien años de soledad? De las treinta que le tomé en 1967 para Cien años de soledad no usaron ni una porque el diseñador, buen pintor pero pésimo diseñador gráfico, a pesar de su fama inexplicable como tal, prefirió un libro sin la foto del autor. Pero una de ella salió en la primera edición en inglés de la Penguin Book. No suelo seguir muy de cerca el destino de las fotos que hago, excepto cuando me las compran museos, coleccionistas fuertes o editoriales, que de eso vivo. Haciendo composición de lugar, dicho sea en lenguaje jesuítico, ¿cómo y dónde se realizaron esas fotos? En mi luminoso departamento de los Edificios Condesa, con toda normalidad. Lo acompañaba Guillermo Angulo y a mí la compañera de aquellos tiempos. Fue como una charla. Ninguna pose, ni luces especiales. Luz de ventanas y en algún momento un rellenito con una cartulina blanca. Negativos 6 x 6 cm. Tenían una comida y no aceptaron el ron que les ofrecí. Gabo fumó varios cigarros, arrojando el humo como un principiante. Las cámaras lo ponen tenso, aunque sean de un amigo. Diez años después lo escogió el Nobel para hacerle las fotos del derechazo que le propinó Vargas Llosa que lo puso fuera de combate con un ojo colombino. ¿Cómo se dieron estas circunstancias? Para las fotos del ojo moro me costó un huevo sacarle una sonrisa de una fracción de segundo, porque tenía cara como para Los funerales de la Mamá Grande... Realmente, Varguitas lo había dejado mal y se veía más bien triste o deprimido. Pero la sonrisa que le saqué hizo de aquél desaguisado una cosa sin importancia... Al terminar la sesión fotográfica, Gabo me dijo al despedirse : Me mandas un juego y guardas los negativos. ¿Por qué decide levantar el velo sobre ese acontecimiento que a sus colegas fotógrafos les haría agua la boca? Los guardé treinta años, hasta que cumplió sus ochenta en 2007 y me pidieron esa foto en el periódico de México que quiero, La Jornada. En esos años nunca imprimí ni una copia para nadie. Yo mismo me olvidé de ellas. Gabo le da una explicación política al derechazo de su hoy colega Nobel. Su esposa, lo atribuye a los celos, malditos celos. ¿Cuál interpretación le parece más verosímil? Los antecedentes solo ellos lo saben. El hecho ocurrió en la premier privada de aquella película sobre los supervivientes de un avionazo en Los Andes. No se veían hacía tiempo, y dicen que Gabo se acercó con los brazos abiertos para abrazarlo, y Varguitas lo recibió con su aún hoy famosa derecha. Escribí una crónica de esa sesión en La Jornada en 2007, cuando Gabo cumplió los ochenta. ¿Fue especialmente difícil guardar durante 30 años el secreto de la famosa foto del derechazo? No lo fue. Esas fotos las vieron en mis carpetas algunos amigos, incluso escritores, pero sabían que era inaccesible. Además, en esos años mi archivo permanecía encriptado porque yo me dedicaba a cuestiones editoriales y no moví mi trabajo fotográfico por tres décadas. Pero cuando en el diario La Jornada supieron de esa imagen, me la pidió Carmen Lira, la directora y muy amiga de los Gabos, así que se la envié de inmediato y la desplegó con fuerza. Al día siguiente tenía llamadas de todo el mundo solicitando esa foto. Me vi sometido a una verdadera persecución, a un cerco sin respiro, especialmente de los gringos, que mi mujer resolvió, por ser inglesa y saber hablar el mismo lenguaje duro y concreto de ellos. Aún ahora me la piden por aquí y por allá esa imagen, y en una galería de Nueva York la han vendido por lo menos tres veces a maestros yanquis de literatura hispana que las tienen en sus casas como un ícono sagrado. ¡Quién lo diría, con lo hijos de puta que son! Espero no haberme excedido, pero al maestro Angulo no alcancé a aprenderle su minimalismo jocoso y posmoderno (un tanto neopositivisa.) Yo me quedé en el barroquismo novohispano y ya no hay remedio. ¿Traerá su cámara fotográfica a Medellín? Llevaré si acaso una cámara de 35 mm de los años ochenta, pero veo mal y no puedo controlar los indicadores, ya que sigo usando aquellos sólidos y durables aparatos en vías de extinción. De hecho ya no se fabrican. Con una foto buena que tome de Medellín me daré por servido. Nunca disparé mucho. A Angulo le tomé hace un par de años el mejor retrato que le han hecho con solo dos disparos, y ya estaba mal de los ojos. En todo caso, ya no soy fotógrafo sino el reconstructor del fotógrafo que fui, con el apoyo y organización invaluable de mi esposa, Susan Flaherty. Lo que persigo no es brillar, sino dejar en orden lo que hice. Le digo que por mi cuenta nunca he “colgado” una de mis imágenes en Internet. El que quiera verlas tiene que venir hasta acá o llevar a su cargo las imágenes. Y mi casa siempre está llena de investigadores, tesistas, académicos periodistas y simples curiosos. Y para todos está siempre abierta. ¿Qué tema abordará en su intervención en la "Fiesta del libro" a la que está invitado con su esposa y el maestro Angulo? No tengo la menor idea, pues ya no escribo lo que digo y, además, yo charlo y cuento más que dar conferencias. La palabra conferencia me produce horror desde que era estudiante. Pero se me ocurre hablar de las tres fuentes colombianas originales de mi amor por la imagen: el álbum fotográfico de piel de anaconda que fue de las pocas cosas que mi madre llevó de Colombia a México, y que constantemente recomponía quitando o agregando nuevas fotos; mi precoz filatelismo en que los timbres con la fruta del café, paisajes de ríos y picos nevados y muchachas con trajes típicos, me hablaban de la tierra de mi nacimiento —a Alicia le escribían mucho—, y el detonador de todo ese inconsciente soterrado: la aparición del Hombre orquídea en mi vida, cuando él era fotógrafo de verdad y manejaba los aparatos clásicos hoy desaparecidos. En resumen, la tortuosa génesis colombiana de mi oficio de fotógrafo mexicano. Jueves 19 7 pm. Sala 3D. Guillermo Angulo (Colombia). "Por qué leer". Viernes 20 5pm: Sala 3D: Rodrigo Moya (México) "Foto insurrecta". Sábado 21 5pm. Sala 3D. Susan Flaherty (México). "El libro como invención" ciudadviva.gov.co/abril07/magazine/3/index.php (enlace par aver la foto del ojo colombino y la cronica de Rodrigo MOya para La Jornada de Mexico sobre esa foto)
Posted on: Mon, 16 Sep 2013 23:19:28 +0000

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