Nuevo capítulo de La Rebelión de las Galletas, ¡estamos - TopicsExpress



          

Nuevo capítulo de La Rebelión de las Galletas, ¡estamos llegando al final! Duro trance le espera al valiente Tozudo, que todo lo ha de superar. Pasen y lean :-) -Capítulo 8- La noche la pasó en el hospital, al lado de la pastelera, y, como esa, muchas otras que vinieron después, y el día en la pastelería. Dormía junto a la cama de Dulce Miel, y trabajaba en su establecimiento, esperando no sabía muy bien qué, pero deseando con toda el alma que su amada despertara. La gente acudía a la pastelería, y se sorprendía de encontrar a Tozudo en aquel puesto de trabajo, pero sin darle más importancia. Compraban las galletas y se iban. Los que sí insistían una y otra vez eran Arturo, don Alberto y don Manuel, los cuales, al ver a Tozudo al frente de la pastelería, se confirmaron en la creencia de que este sabía la receta original, y de que había matado, o intentado matar a Dulce Miel, para quedarse con el ventajoso negocio de las galletas milagrosas. No obstante, los días vinieron a deshacerles el entuerto, pues también ellos acudían a la pastelería a comprar dulces, esperando hallar en ellos los mismos remedios que encontraban cuando eran hechos por la señora Miel, pero, esto no sucedía, ya que, el bueno de Tozudo, a pesar de poner en ello toda su buena intención, no era capaz de hacer más que unas informes tartaletas, de las cuales no se obtenía ningún sabor delicioso, absolutamente insípidas como eran, y mucho menos regalaba su degustación un efecto milagroso, como era el caso de las galletas de Dulce Miel, de modo que, todos, los tres, se desengañaron de su idea primera, aun no comprendiendo qué era lo que había pasado realmente con la pastelera, pero siempre teniendo presente que las galletas que Tozudo hacía no tenían nada que ver con las de aquella. Todo eso, de hecho, les vino muy bien a su propósito, pues, no hallando nadie ningún gusto en la labor del nuevo pastelero, la gente dejó de acudir a comprar sus dulces. Don Alberto, que para esto era muy espabilado, se dio cuenta de que este era el momento de abrir él otra pastelería, ya que, no importaba que no hiciera galletas como las de Miel, al menos las hacía mejor que Tozudo, siendo así que la multitud preferirían las suyas a las de, el que aún consideraban, un impostor. Y, sin más ni más, convenció al policía Arturo, al que empleó como dependiente, y al cura don Manuel, que utilizó el dinero del cepillo para montar el negocio, para que se sumaran al proyecto en el que, por bien del trío, todos serían socios. Efectivamente, tal y como habían pensado, el negocio de Los Auténticos, como irónicamente se dieron en llamar, subió como la espuma. La multitud, nunca presa de un desorbitado entusiasmo, como ocurría con Dulce Miel, todo hay que decirlo, pero huyendo de las galletas de Tozudo, acudían a la pastelería Los Auténticos para realizar sus pedidos. Uno se llevaba dos kilos, otro tres, otro cuatro, y la cuenta corriente de los empresarios crecía como un árbol floreciente. Lo cual no hubiera sido digno de lamentar, si no fuera porque esta situación llevaba aparejada otra, aún y verdaderamente más terrible. Cuando, en la época dorada de Dulce Miel, alguien se encontraba mal, tomaba una de sus galletas y toda pena o angustia desaparecía, y los vecinos, pues, se hallaban llenos de dicha, una felicidad que ansiaban compartir unos con otros, con lo que la vida en la ciudad era plena y satisfactoria. ¡Ni un solo problema había que no se solucionase con una galleta de Dulce Miel! Pero ahora, que sus galletas no existían, no había cura para esos males, cualquier problema se volvía irresoluble, y las personas se asfixiaban en un sinfín de inquietudes. Los padres desconfiaban de los hijos, y los hijos de los padres, los lazos de amistad se deshacían como hielos al Sol, y ya nadie tenía amigos, sino que la amistad, por llamarla de algún modo, se compraba a precio de saldo. Los que tenían mucho dinero compraban a los que no lo tenían, para que, estos, hicieran sus tareas en el hogar, hablasen con ellos como hacían antaño los amigos, y cosas por el estilo. Pero ya nada se hacía de corazón, salvo, por supuesto, discutir. Eso sí se realizaba con vehemencia. La gente iba llena de rabia al trabajo, y ni en sus casas estaban a gusto, siempre refunfuñando por algo que les había pasado o por algo que les pudiera ocurrir, teniendo siempre presente que nadie se ponía en lo mejor, sino que todos imaginaban que algo malo, a buen seguro, debía de acontecerles pronto, bien que un vecino les robara, o bien que uno de sus empleados les traicionara. Nadie daba los buenos días, ni, por supuesto, se pedían favores. Cuando alguien preguntaba la hora a un viandante, este le ladraba como un perro, por lo que, hasta los más valientes, todos andaban temerosos de entablar relación alguna con nadie. Incluso entre los países se habían enturbiado las situaciones, los ejércitos se desplegaban en las fronteras, amenazando a los gobiernos contrarios con una segura guerra, y los gobiernos contrarios respondían con las mismas bravuconadas. Todo parecía estar perdido, y Tozudo lo sabía, lo sentía, cuando, por el día, ya no recibía visitas a la pastelería, si acaso algún despistado que entraba a preguntar. -¿Se sabe algo de Dulce Miel? Pero que rápidamente se marchaba al no encontrarla en su puesto. Y también de camino al hospital, anocheciendo, porque la gente pasaba a toda prisa por su lado, temiendo ser atracados, y ni hola decían al que, por cierto, varias veces desbalijaron los ladrones. Salían a su encuentro con navajas y le pedían lo que tuviera encima, y, Tozudo, llorando de pena, que no por miedo, les daba las pocas monedas que, antes de salir de casa, había cogido para entregárselas al ladrón que sabía se iba a encontrar en el camino. Él era el único que no tenía miedo de los demás, porque tenía esperanza de recuperar a Dulce Miel. Lo que no le dejaba vivir era la tristeza, el enorme pesar de ver pasar los días sin cumplir con su objetivo. Noche tras noche, llegando junto a la cama de la pastelera, se decía a sí mismo que su beso lo cambiaría todo, pero, cuando, noche tras noche se hallaban sus labios a punto de besar los de ella, se desmoronaba pensando en cuán descabellado era su propósito, pues ni en los mejores sueños podría compararse él a Dulce Miel, de la que no se sentía digno de besar, echándose hacia atrás, cayendo de bruces sobre la butaca de al lado, llorando sin consuelo. Y así hasta el día siguiente en que regresaba a la pastelería, para pasar una nueva jornada sin nadie a quien atender, pues ya nadie entraba a comprar allí, todo el negocio era de la pastelería Los Auténticos, los cuales, sin importarles que el mundo fuera hacia su perdición, se hinchaban de gloria, viendo satisfechos que poco a poco se iban convirtiendo en los más ricos del planeta. Llegó el fatídico día en que Tozudo se sintió derrotado, no porque se viera sin clientes, ni siquiera porque gastara y gastara su fortuna en hacer galletas que luego nadie compraba, arriesgándose a perder cuanto tenía, sino porque la vida en el barrio se había vuelto realmente fea. Nadie se tenía por amigo de nadie, y, él mismo, había perdido la costumbre de saludar con una sonrisa en el rostro. Su corazón estaba absolutamente desolado, como un antiguo castillo en ruinas, no encontrando en él motivos para vivir. Fue entonces cuando, incomprensiblemente, pues no le había llamado, apareció Bigotes en la pastelería, despreocupado y feliz, como siempre, tal que si con él no fueran los problemas que asolaban al mundo. -Hombre Tozudo, ¡qué alegría verte de nuevo! -Bi, Bigotes –tartamudeó el aprendiz de pastelero-, ¿qué haces aquí? ¡No te he llamado! -¡Ya lo creo que sí! Te dije que acudiría cuando me llamases desde lo más hondo de tu corazón, y, eso, mi querido Tozudo, sucede cuando menos lo buscamos. -¿Qué haces aquí? ¿Has venido a ayudarme? -Pues eso depende de cómo se mire –le dijo tranquilamente-. Ya te dije que, en realidad, solo uno puede ayudarse a sí mismo, los demás simplemente hacemos lo que podemos. -Entonces, ¿para qué estás aquí? -Pues estoy aquí para traerte una cosa que es tuya –continuó el feliz visitante. Abrió la mano, y en ella descubrió un pétalo, el último, según le dijo, del rosal de Dulce Miel. Ahora era suyo, de Tozudo, y en él quedaba la responsabilidad de resucitarlo o dejarlo marchitar. No entendía Tozudo cómo podía estar Bigotes tan sonriente trayendo noticias tan malas, pues verdaderamente eran malas las que traía. ¡El rosal de Dulce Miel se secaba y él no podía hacer nada! Sin esperar a que sucediera nada nuevo que le explicara tan extraña situación, Tozudo salió corriendo en dirección al hospital, Dulce Miel estaba a punto de morir definitivamente, y, todo, en parte, por su culpa. Corría sin parar, y cuanto más corría más lloraba. La gente le miraba y, sorprendidos, como si de una enfermedad contagiosa llevara, le dejaban pasar, pues hacía tiempo que nadie veía llorar a otra persona por amor. Al fin llegó al hospital, y, de ahí, a toda velocidad, a la habitación de Dulce Miel. Con el corazón deshecho cayó a sus pies, desesperado. -No te mueras, por favor, no te mueras –le suplicaba, como si ella pudiera oírle. Tozudo tenía la mano de la pastelera entre las suyas, y, llevándola junto a su rostro, la bañó en su propio llanto. Sentía la pérdida de su amada, pero no solo porque fuera su amada, sino porque él sabía que ella era la única esperanza del mundo, y, perdida toda esperanza, pensaba Tozudo, la vida dejaba de tener sentido. Nada importaba ya que nacieran y vinieran al mundo nuevas generaciones, su nacimiento era una desgracia, pues no habría amor que les recibiera con los brazos abiertos. El último aliento del amor se apagaba en esa cama de hospital donde, la mujer que tanto amaba, moría. Ya no pensaba en si él era digno o no de besar a Dulce Miel, simplemente, así como estaba, con la mano de ella junto a su rostro, apoyó sus labios en el dorso de aquella y, mezclando la humedad del beso con la humedad de las lágrimas, regó la mano de la pastelera. De pronto, como si el cuerpo de esta fuera una maceta de tierra limpia, negra y fértil, Tozudo sintió, con los ojos cerrados, que sus labios se acariciaban con una hoja, los abrió y vio que, efectivamente, de la mano de Dulce Miel brotaba una hoja verde, y tras ella un tallo, y lo mismo desde el otro brazo, y así de su vientre y de su pecho, por todas partes germinaban brotes de rosal, enredándose por el armazón de la cama, trepando por las paredes, llenando la habitación de pétalos que caían al suelo, pues eran tantas las flores que las ramas no las soportaban. Tozudo se levantó, incorporándose, sin soltar ni por un instante la mano de su amada, y contempló, lleno de felicidad, cómo los ojos de esta se movían bajo sus párpados. ¡Había vida de nuevo en el cuerpo de Dulce Miel! Rápidamente salió de la habitación para llamar a alguien del cuerpo médico que viniera a ayudarle, pero cuando quiso hacerlo, corriendo a toda velocidad, gritando a pleno pulmón que alguien viniera aprisa, descubrió que se hallaba en la habitación donde, él creía que mucho tiempo atrás, en el rascacielos de la calle Alegría, había visto tumbada a la pastelera. Esta se ponía en pie, y le miraba con ojos tiernos, y Tozudo tenía miedo de moverse, no fuera a ser que nuevamente se convirtiera en nube y desapareciera. No fue así, al menos en un principio. Ella se acercó, lenta, pausadamente, hasta tomar la mano de Tozudo con la suya, el cual, desarmado, lloraba como un bebé. -Sch… Tranquilo –le susurró Dulce Miel-, ya está, ya lo has conseguido. Y, tras besar sus labios, desapareció envuelta en una nueva cortina de vapor de agua. Tozudo se alarmó y salió corriendo de la sala, pero en la puerta se encontró con Bigotes, que le explicó cómo había pasado todo. Aquel día, cuando Dulce Miel se desmayó, Tozudo quedó apresado con ella en el mundo de los sueños, pues tan hondo era su amor. Y allí estuvo hasta que, él mismo, sin más ayuda que la del amor que sentía, pudo recuperar a la pastelera para el mundo real. Todo cuanto había vivido fue soñado, todo cuanto sucedió desde aquel fatídico desmayo, sus estancias en el hospital y sus infructuosos trabajos en la pastelería, todo sueño. En realidad, Dulce Miel le esperaba en su misma pastelería, desmayada. Para despertarla solo tenía que coger una hoja, una rama o una flor del rosal que había vuelto a germinar en el Banco de Almas, y dárselo a oler, para, al punto, volverla a la vida. El camino de vuelta ya sabía cuál era, comprar un cucurucho a la anciana castañera. Tomó una rosa y corrió por la calle Alegría hasta la Avenida Rascaracatraca. -Un cucurucho, por favor. Y al instante estaba arrodillado en la pastelería, con Dulce Miel en sus brazos. Acercó la rosa a su nariz, y, esta, despertando, abrió los ojos, miró a Tozudo, como si fuera consciente de todo lo que este había hecho por ella, y le dijo: -Te amo. -Te amo –respondió él, ambos llorando.
Posted on: Fri, 01 Nov 2013 08:07:08 +0000

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