PIERNAS. Era una tarde de marzo, de las últimas tardes de calor, - TopicsExpress



          

PIERNAS. Era una tarde de marzo, de las últimas tardes de calor, sofocante. Yo tenía una cena con amigas, en un restorán del centro. Me bañé, me arreglé el pelo, pinté prolijamente rojas mis veinte uñas, me maquillé, me perfumé… me vestí: tanguita blanquísima, sandalias de tacos altos, blancas, vestidito corto, entallado, blanco. Antes de salir me miré una vez más al espejo… mmm… linda, sin falsa modestia, linda. Y salí. La calle era un horno, la canícula no cedía, pero al menos el cielo se iba encapotando. Si llovía un poco podría refrescar. Bajé las escaleras del subte con esa esperanza. Los que me cruzaban subiendo me miraban las piernas, los que se me adelantaban bajando me decían alguna cosa linda… o alguna barbaridad… “Parece que estás bien, Ceci”, pensé. Al sentarme en el subte estiraba la mini más de lo que daba, pero no evitaba que más de una mirada se concentrara en mis muslos. Iba todo bien. Amelia se iba a alegrar sinceramente de verme bien, la gorda Liliana me iba a mirar con odio. Yo iba contenta. Cuando emergí al plano de la vereda, la lluvia no era tal, era aguacero, era vendaval. Corrí. Debía correr unas cuadras. El agua helada me empapaba la espalda, corría por mi escote y se juntaba entre colinas, me pegaba el pelo, me esparcía por las mejillas el maquillaje de los ojos, me transparentaba el vestidito blanco y me lo pegoteaba a los pezones. Me detuve bajo un alero, para cubrirme del agua, y me miré en un escaparate: mi vestidito era un pingajo, mi cara estaba surcada como por un barro oscuro, el pelo pegado en mechas a la espalda, los pezones, duros, en punta y coloreados a través de la tela blanca, tiritaba toda entera… Me faltaba bastante para llegar al lugar de la cita, pero a metros de donde estaba vivía Juan. Podía ir a su casa, refugiarme del frío, secarme, abrigarme, arreglarme… y volver a salir. Con Juan habíamos sido amigos desde la facultad, desde solteros, y siempre buenos amigos, sólo amigos, nunca una mirada con malicia, ni suya ni mía, nunca una palabra con intención. Llamé, me abrió y subí. - Uh… ¡cómo estás, Ceci! Vení, pasá. - Ay… Juan, estoy hecha un desastre… y muerta de frío… Trajo toallas, encendió la estufa, me secó el pelo, los hombros, los brazos, frotándome para hacerme entrar en calor. - Esto hay que secarlo, Ceci, así te vas a enfermar… Y viendo cómo se marcaban y coloreaban mis pezones a través de la tela dedujo que yo estaba sin corpiño. Echó una toalla sobre mis pechos, me quitó el vestido, lo colgó sobre la estufa. Quedé con una toalla sobre mis pechos y en tanguita. Me hizo sentar en un sillón, me quitó las sandalias, empapadas, que dejaron caer sobre la alfombra regueros de agua. Me tomó los pies y los frotó vigorosamente, mis pantorrillas, heladas, subió a mis muslos, seguía frotando sobre la piel de gallina. Yo me reconfortaba, sus manos cálidas, el calor de la estufa, su presencia, por primera vez de hombre más que de amigo… Sentado a mi lado, sus manos paulatinamente acariciándome más que frotándome… hasta que se inclinó y besó mis muslos. - ¿Qué hacés, Juan? - Perdoname… perdoname… fue una tentación, no debí… esperá que traigo con qué cubrirte. E hizo ademán de levantarse para ir a buscar abrigo. Lo tomé del brazo: - No, Juan, no tengo nada que perdonarte, no te vayas… Volvió a sentarse, me besó en la boca, arrojó la toalla y me besó los pechos, lo urgí a que se quitara la ropa, nos acostamos en la alfombra… mientras me quitaba la tanguita me dijo algo sobre que hasta esa prenda tenía mojada (y pensé: “mojada de lluvia… y ahora de vos”). Mi amigo de siempre se convertía en hombre nuevo, en mi hombre, me poseía furiosamente y yo era una hoja temblando en el vendaval, pero ahora ardiente y no en el vendaval de la calle. Me hizo inmensamente feliz. Luego pasamos a la cama y seguimos haciéndonos inmensamente felices. Hasta que extenuados nos dormimos. A la mañana, con el sol ya alto, me despertó con el desayuno. - Se nos hizo muy tarde… ¿Qué le vas a decir a tu marido? - Que me quedé a dormir en la casa de Amelia… y se lo puedo decir otras veces… - Todas las noches, Ceci… todas las noches que te sea posible. - Si va a ser para noches como ésta, todas las que pueda, mi amor. Y durante un largo tiempo así fueron todas las noches que pude escapar de la jaula de oro e insípida de mi casa. “En el recuerdo, todavía te amo, Juan”.
Posted on: Tue, 27 Aug 2013 20:04:52 +0000

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