Por AVELINO FIERRO Estoy solo este domingo. Ni la luz me - TopicsExpress



          

Por AVELINO FIERRO Estoy solo este domingo. Ni la luz me acompaña; una luz como si las casas del barrio hubieran entrado en el quirófano del cielo, una luz hidrófila. A ratos un sol débil y neutro, como de argamasa. Ni siquiera hay palomas en los tejados de enfrente. Parece que el mundo está jugando a esconderse. Se evapora también el rastro blanquecino de un avión. Soledad queda, anémica. Me mojo el pelo una y otra vez. Bajo a la calle. La avenida está desierta; fría hacia el norte, indiferente en el sur. Aire sutil y fino; cornisas sin carmín. Camino hasta el cuartel, veo los collados, sigo hasta las últimas casas; miro los balcones atestados: bicicletas, armarios, tendales con ropas baratas, bombonas de butano, cachivaches, geranios, ristras de ajos, azulejos brillantes. En un portalón, la silueta de una gitanilla gira, baila absorta, baila y gira. Cuando vuelvo llega al kiosco la furgoneta del pan. Huele a trigo y adobe, a alcoba y senos de mujer, a aire mullido y viento en calma. Dice el periódico que un palacio moderno se está agrietando en una ciudad más al norte. En las fotografías las grúas parecen cigüeñas artríticas. No hay huecos ni remansos en ese edificio para que anide el alma, ni enredaderas que trepen por sus muslos, ni un cerco de hierba tierna y mojada. Al poco de inaugurarlo, hasta allí nos habíamos acercado una tarde de verano. Martín hacía de guía, Tacho, extrañamente, asentía. Mar y yo recordábamos rincones y callejuelas, bares y hazañas de universitarios. En otro edificio, en el Levante, se construyó un auditorio que se aloja en un globo interior sin ventanas, centrado bajo el arco continuo de una cubierta de cristal y hormigón. Un ojo inspirado en los viejos proyectos de Boullée y Ledoux, un ojo que parpadea. Qué mentira la de estas carcasas, iconos neoliberales y absurdos, que no hablan de los usuarios y sí de la megalomanía de los caciques locales. Ojos vagos, alas de palomas muertas (como en el museo de Milwauke), peinetas oxidadas… Arquitectos que para proyectar no han dormido bajo el cielo raso, como pedía Vitrubio; no saben leer los astros, ni escuchan a los filósofos. Auditorios de mala acústica que se inundan y con filas de butacas desde las que no se ve la orquesta, edificios de oficinas públicas que incitan al absentismo, museos que relegan a lo insípido las salas de exposiciones. Quizá por eso, el periodista de El País que un día de agosto de 2006 entrevistaba a un arquitecto finlandés, anotaba frases como las siguientes: “La arquitectura de hoy no es para la gente”, o esta otra: “Hoy se emplean los edificios públicos como imágenes que reflejan el egocentrismo de un cliente y de un arquitecto artista”. Varias copias a diversos tamaños de esas frases cuelgan todavía de las paredes de mi despacho (la instalación se completaba con cartones pegados en las cristaleras, pero alguien de mantenimiento debió de avisar a la comitiva oficial de la inauguración, que pasó de largo sin poder ver –y quizá reflexionar– sobre la instalación, la versión “15-M” –cuyos integrantes acampaban aquellos días frente al Palacio de Botines–, para edificios oficiales e “inteligentes”). Había añadido otras que he ido arrancando, persuadido de que la resistencia del funcionario es estéril y la indignación necesita de más arrestos de lo que las neuronas y vísceras aguantan. Al lado de J. Pallasmaa estaba Glenn Murcutt, “la arquitectura debe ser una respuesta, no una imposición”, nervioso con cada nuevo proyecto, que sólo construye viviendas unifamiliares, que visita antes el terreno durante el día y la noche; en días soleados para ver los ángulos de incidencia del sol y cuando sopla el viento, huele la tierra, comprueba su nivel de agua, la geología. Y entrevista a sus clientes para ver qué piensan, lo que leen, lo que comen, qué tipo de arte les gusta. Datos personales para que la casa sea como un traje a medida. Y estaba Peter Zumthor, antiguo ebanista, al que premian con el Pritzker en 2009, y que en mi recorte de periódico aparece de brazos cruzados bajo la fotografía de una de sus obras, las termas de Vals, en Suiza. Satisfacer las necesidades materiales y contribuir a la felicidad de las personas, de eso se trata. Que sirvan, y si es posible, emocionen. Todo eso parecía más razonable en las viejas construcciones. En esos monumentos o edificios, todos los valores rememorativos que confluyen en los mismos –sobre los que ha escrito Aloïs Riegl–, pueden asaltarte de sopetón. Como en aquella tarde en la que contemplábamos el Tempietto de San Pietro in Montorio, de Bramante, en el jardín de la Academia de España, desde la ventana del estudio de Toño Manilla, que era residente becado para cosas de la Literatura. Al lado oíamos las risas de los campaneros sardos que aquella noche harían sonar todas las iglesias de Roma. Allí nació la arquitectura clásica; ese edificio en que la cella está rodeada por una columnata con arquitrabe y que se construyó en aquella época en la que la ciudad estaba muerta, en la que “unos cuantos miles de miserables acampaban entre los circos invadidos por zarzas y ortigas, los acueductos arruinados y las termas destruidas”. Allí estábamos, en aquella tarde romana, en la parte más alta de la ciudad, en el Gianicolo, divisando luego las otras colinas desde la azotea, entre pequeños depósitos de agua y ropa tendida. Disfrutamos después de un paseo memorable. También he paseado yo, esta mañana, por la ciudad. Una ciudad anclada en el pasado. Parece que todo lo cubre un velo levítico, de mugre y cotilleo. He ido encontrando artesanos en el parque, mercaderes cercanos a la catedral, cofrades que vuelven de la procesión con ramos de flores, sonidos de dulzainas… Parecen conjuros añejos contra el incierto futuro. Cuando la luz se ha batido con denuedo y luce el sol, vuelvo a casa. Me nutro, duermo la siesta. Leo los poemas de Hojas de Madrid con la Galerna, de un hombre al que le ha cambiado la vida y la palabra, que mira los tejados en una mañana de humo y pájaros desperdigados, y escucho la Petite overture à danser y otras músicas desoladas, notas aliquebradas que dan saltitos como gorriones en los hilos del teléfono, notas abatidas que acompañan los sueños de princesa y las vueltas de esa niña en el jardín en traje de comunión, muslos fríos y duros, cuando vuelvo a pasear ya entre la tarde absorta con luz de ebonita; forman sus giros un remolino en el aire, duerme y endulza, esparce quimeras. Se han vuelto a mirarla las petunias y se descuelgan en suave rumor los hilillos de la fuente municipal, como de una pila de agua bendita. Me grita E., que está desmontando su puestecillo de pinturas. Hablamos a través de la reja. Me pide que le preste la Obra completa, de Gaya. Siempre me habla de libros y mujeres, siempre necesita de unos y otras. Por la calle que lleva a la catedral procesionan matrimonios de mayores, hay murmullos compungidos, se sienten las conversaciones sobre el paso de las vidas y de las enfermedades. Las ropas tienen el tono contrito de la estameña, zurcidos y pespuntes de las modistillas de barrio que han cortado retales marrones, verdes oscuros y fucsias. Un olor barato asciende hasta la panza de las nubes que sofríe el último sol. El ambiente es muy doméstico, como una prolongación de las cocinas, reboticas y trastiendas. Ni siquiera los escaparates escapan a la atonía: unas golosinas envueltas en celofán, una tienda de sombreros y corbatas, un bar descuidado que sirve una camarera de pelo lacio… La desolación alcanza su trending topic al paso de ese matrimonio de viejitos que pasean a su niño grande, zambo y disminuido. Tanta felpa, sayal, perlé, cretona… contrastan con las pantorrillas al aire y la rubicundez de algunos peregrinos del Camino, que turistean con calma por la ciudad. Hablarán de ello en sus tarjetas postales o en sus cuadernos de viaje: hemos visto los tiempos antiguos. Un sol oblicuo como un cañón de luz que viene desde la avenida del Parador dramatiza la escena. Sigo la caminata hacia lugares menos concurridos. Un coche amarillo acelera en la cuesta de las monjas. El ocaso se arrellana en esta plaza. Los cantos rodados, pulidos, titilan y compiten con los brillos de los cristales rotos del último botellón. Conversan las dos chopas al lado de la fuente. Las farolas se desperezan con un ligero zumbido, estirándose hasta el suelo empedrado a través de sus tubos de plomo. Asciende la luna como una raja de calabaza. Dejan de surcar el cielo los vencejos. Todo el aire está preñado de confidencias, como si el pasado quisiera susurrarnos algo a los últimos habitantes: la camarera rumana que ha salido a la terraza a fumar, y a mí, que ahora la saludo al pasar. Es joven y muy guapa. Sé algo de ella. Sé dónde vive y el nombre de su perro. Tristeza de las tardes de domingo; el corazón del mundo apenas late; un farol averiado e intermitente parece oficiar de desfibrilador. Paro luego en la terraza del Cuervo. La charla anda por las viejas farmacopeas, optalidones y todas las anfetaminas. Hay buena información entre los parroquianos que discuten: desde la mirada del científico a los ojos vidriosos del consumidor. Llevan los meandros de la conversación a dar a la corrupción de las castas dirigentes. “Este mundo es un asco”, dice Áurea. Se hace por un momento el silencio. Miro hacia las estrellas enmarcadas entre los muros del callejón. Siento enredarse entre los dedos un temblor de ira. Vuelvo a casa. La catedral se rodea de una luz de azabache; aquel azulón Prusia del final de la tarde es ahora un negro brillante. De nuevo estoy solo en una calleja avecindada a la muralla. Oigo las doce en el sonsonete gangoso de un reloj de pared. Entre los visillos de un piso bajo veo a dos escolares recoger sus carpetas en la mesa de una cocina humilde. Como vilanos, en este aire abatido, flotan miasmas de la vida gris, pavesas de melancolía.
Posted on: Thu, 20 Jun 2013 15:08:19 +0000

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