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Quien esto y más escribe pertenece a la honrosa fraternidad de los cómicos de la legua. Actores, cirqueros, conferencistas… Todos somos lo mismo. Los mismos somos todos. ¡Cuán bello oficio es éste, el de juglar! Piedra que rueda no cría moho, dice un dicho. Y dice bien: peregrinar fortalece el cuerpo e ilumina el alma. A cambio la piedra debe renunciar al moho, siendo que el moho es capa protectora. Tiempo habrá luego de adquirirlo, cuando alma y cuerpo te pidan paz y te la den. Por ahora yo –homo viator- gozo el camino en tanto llego a la final posada… Esta vez he ido a Coatzacoalcos. Desde que me registro en el hotel me asalta el gozo de vivir de Veracruz. “¿Quiere su cuarto con vista al mar o al bar?” -me pregunta con una sonrisa la muchacha, morena y garbosa, de la recepción. Poco después, en el restaurante, el mesero al que he pedido la sugerencia de algún platillo típico me ofrece: “¿Le doy unas picaditas?”. Me resigno al ineludible albur. ¿Quién puede competir con esos insignes pícaros veracruzanos capaces de alburear al Santo Padre, y aun al Padre Santo, si ocasión tuvieran para ello? Además por la ventana del restorán se mira el mar, ese maravilloso golfo al que ni los gringos le han podido cambiar de nombre: el gran Golfo de México. Se mira también el malecón, que cada vez que hay norte desaparece bajo una arena fina que el municipio tarda semanas en quitar sólo para que otro norte lo vuela a sepultar. La playa está vacía, pues ya cae el crepúsculo. En ella están solamente una muchacha solitaria y un solitario pescador. La chica se ha sentado sobre la arena. El pescador tira su anzuelo. ¿Qué hace la muchacha? Espera, lo mismo que todas las muchachas. ¿Qué hace el pescador? Espera, lo mismo que todos los pescadores. Llega un muchacho, se detiene junto a la chica y entabla conversación con ella. Yo no oigo lo que dicen, pero lo adivino. Es el eterno “¿Cómo te llamas?”; “¿Dónde vives?”; “¿Estudias o trabajas?”... Excepción hecha de la última expresión, tales palabras son las mismas que a Laura quizá dijo Petrarca, o Abelardo a Eloísa.Yo me concentro en las famosas picaditas, sabrosísimas incluso con albur. Luego pongo la vista en el gran disco del Sol entre las nubes; observo a la muchacha y al muchacho que hablan, y miro al pescador. De mala gana se marcha el Sol al fin. Si por él fuera se habría quedado a ver el crepúsculo él también. El mar y el cielo se vuelven una hoja de acero que corta el perfil de las palmeras de Lara. (Todas las palmeras de las playas de Veracruz son propiedad de Agustín Lara). El pescador recoge su anzuelo y se va. La muchacha se va también. Con ella va el muchacho. El pescador no ha pescado nada. La pescadora sí. Yo doy el último trago a mi cerveza. En el vino, dice el adagio latino, está la verdad. En la cerveza ha de estar por lo menos la mitad de ella. Con esa mitad me conformo. Para lo que necesito la verdad, con eso es más que suficiente. Lo que he mirado es la vida. Salió del mar, dicen los científicos, así como el mito griego dice que del mar salió el amor. ¿Acaso amor y vida no son la misma cosa? Quien no sabe del uno tampoco sabe de la otra. Por eso la mujer sabe a mar; por eso la mujer sabe amar. El amor es la última verdad, la verdad definitiva. Quien no vive el amor muere en la mentira. Y en la muchacha que se llevó al muchacho he visto la eterna verdad de la vida. Él, pobre hombre –hombre pobre-, piensa que pescó a la chica. Se engaña: ella fue la pescadora; el pescado es él. Así sucede siempre: la sabiduría de la vida no reside en el hombre, sino en la mujer. Nosotros hacemos banalidades –poemas, sinfonías, grandes cuadros, arquitecturas colosales, leyes de la gravitación universal o de la relatividad-; ellas hacen la vida. Y de la vida hablé esta vez. Catón. milenio/cdb/doc/impreso/9192948
Posted on: Tue, 01 Oct 2013 15:38:26 +0000

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