Se cumplen 77 años del fusilamiento del poeta granadino por la - TopicsExpress



          

Se cumplen 77 años del fusilamiento del poeta granadino por la Guardia Civil española. Perfil. Despedida Si muero, / dejad el balcón abierto. // El niño come naranjas. / (Desde mi balcón lo veo.) // El segador siega el trigo. / (Desde mi balcón lo siento.) / ¡Si muero, / dejad el balcón abierto! En 1964 cayó en mis manos uno de los pocos libros de mi biblioteca que no he comprado: las Obras completas de Federico García Lorca, publicadas por Aguilar. Delicada edición en papel cebolla (1.864 páginas) y carátula de cuero flexible, en la que por más que uno pasaba las páginas no avanzaba. Se la presté al caviloso poeta Jaime Jaramillo Escobar, quien por entonces firmaba como X-504, y si algo llegó a conmoverlo tanto como La muerte en Venecia, de Mann, fueron las Impresiones y paisajes, de Federico. Leyó el tomo de una sentada de varias semanas y, después de revisar la meticulosa cronología del andaluz, anotó con lápiz en la última página: “Todo este libro y no dicen lo que debieran haber dicho de la muerte de Federico. Solo dicen: ‘Agosto: Muere’. En este silencio sobre la muerte de Federico está toda la vergüenza de España”. Mi edición está fechada: Madrid. 1960. Tiempos en que ninguna editorial podía ni quería pronunciarse en contra del régimen. No he cotejado con ediciones posteriores a la muerte del Caudillo, para ver si son más explícitas. En Aguilar, donde muchos años después habría de publicar mis Antimemorias, me desempeñaba como vendedor ambulante para seguir los pasos de Gabo, y la tarde del eclipse cuando me liquidaron, el libro se me quedó pegado del maletín. Pensé devolverme a devolverlo, pero el espíritu de Lorca tuvo el poder de disuadirme. Algún día se me ocurriría decir algo acerca de su asesinato al pie de la que sería su tumba compartida; para más señas, fosa común con tres comunistas, como terminaría descubriéndolo. Después de leerlo, de reservar para mis proyectos futuros recursos de Poeta en Nueva York y de detenerme asombrado en su teatro, a la vez clásico y vanguardista, me pasaba horas enteras contemplando desde un rincón del Municipal los ensayos de La casa de Bernarda Alba, cuyo tremendo papel hacía Fanny Mikey. La tiranía de Bernarda con sus hijas prefiguraba lo que sería el régimen de Franco con los españoles por tantos años. El silencio de la intolerancia Por mis revoltosos años 60, de su crimen no hablaba nadie, ni los marxistas, a quienes no les interesaba la comprobada sodomía del poeta (se especula con el tórrido romance que habría sostenido con el excéntrico Dalí, y de la violación interrupta del uno por el otro en las Residencias de Estudiantes), ni los mariconchis, a quienes no les interesaba la presunta aproximación al marxismo de su adalid. El hecho comprobado –e impune, para mayor vergüenza de España– es que a Federico lo mandó a asesinar el esbirro Ramón Ruiz Alonso, después de sacarlo a rastras de la casa del poeta falangista Luis Rosales, donde este le había ofrecido refugio. Pésimas lenguas íberas aseguraron que Rosales le gritaba a la guardia civil caminera cuando llegó a allanarlo que Federico no se encontraba escondido en su casa, mientras estiraba la trompa señalando debajo de la cama donde el cantor de Granada se orinaba en los pantalones. (Atiendo la conseja tan solo por el gag picaresco, digno de Chaplin, pero al tiempo la desvirtúo, pues, según mis averiguaciones, Rosales, que tenía gran ascendiente entre la Falange, no solo le dio leal refugio en su casa sino que cuando supo que Ruiz Alonso, en su ausencia, había ingresado a ella y sacado al poeta, lo encaró severamente preguntándole tres veces por qué sin orden escrita ni oral había allanado la residencia de un hombre de la Falange y retirado a su huésped. Este respondió las tres veces: “Bajo mi única responsabilidad”. Según le confió después José Rosales a Luis Penón, lo que quería Ruiz Alonso no era tanto la cabeza del poeta sino desprestigiar a los Rosales, haciéndolos pasar por eso que ahora se llama “auxiliares del terrorismo”. Son datos encontrados en el libro de Ian Gibson El hombre que detuvo a García Lorca.) Lo condujeron a la sede del Gobierno Civil al compás de sus bayonetas, lo trasladaron al pueblo de Víznar, lo vendaron, lo ubicaron de espaldas ante una fosa en la cual cayó de espaldas luego de la ráfaga del pelotón de fusilamiento. No se sabe cuántos disparos recibió. Los merecía todos. Su verdugo Ruiz Alonso lo acusaba de ser “socialista y agente de Moscú”. Lo que dijeron sus verdugos Quien conducía el automóvil, Juan Luis Trescastro, se jactó de haber tomado parte en la ejecución, en un sitio conocido como La Pajarera, donde lo escuchó el concejal Ángel Saldaña: “Venimos de matar a Federico García Lorca. Yo le metí un tiro en el culo, por maricón” (lo cuenta en García Lorca, asesinado: Toda la verdad, José Luis Vila-San Juan). Lo acusaban también de dar informes radiofónicos a Moscú acerca de cómo iba el conflicto civil en España. O sea que lo pasarían por las armas a la vez por rojo y por sonrosado. Ejecutaron enseguida a los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín Arcollas, y al maestro Giósciro Galindo, todos atados con las manos a la espalda, por rojos. Desde entonces reposan en los barrancos de Víznar, donde hay por lo menos un millar de restos de ejecutados en Granada durante la contienda civil. El sitio se ha constituido en un piadoso parque en memoria de los caídos. Pero los caídos ahora –bien caídos– son sus verdugos. Si España tiene una cola que mostrar, ostensible, así sea expresada como documento de papel en más de 1.800 páginas o de mármol a cambio de La Cibeles, es la de Federico, más de varón varonil que las huevas de los otros poetas en estampía. Los familiares de los victimados horrendos se habían abstenido de solicitar su exhumación y buscar para ellos tumbas más dignas que un cementerio colectivo. Pero llegó el momento en que los parientes de los banderilleros y del maestro se decidieron a impetrarla al juez Baltasar Garzón, después de que este estuvo en Colombia participando en una de estas patéticas ceremonias de desenterramientos masivos de las víctimas de los asesinos paramilitares. De paso, saltarían los restos del poeta granadino, de quien sus familiares no han estado de acuerdo en que se remuevan. Por algo será, pues también afirma el historiador Gibson que tienen un vergonzoso “guardado” respecto de la muerte de Federico. Los que murieron y los que sobrevivieron Debieron por lo menos haber exigido esa exhumación los valientes poetas salvados por el exilio, cuando volvieron, para enaltecer la memoria del –¿será aceptable?– mártir revolucionario. (No hay que demeritar el heroísmo del exilio, o sea, el huir para no dejarse aprehender y matar, pero los que se fueron fueron: Rafael Alberti, León Felipe, Juan Rejano, Max Aub, Emilio Prados (que no volvió), María Zambrano, Remedios Varo, Ramón Gómez de la Serna, Salvador de Madariaga, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez. Al respecto, sobre los suyos, Sartre dejó esta frase lapidaria: “Los que regresaron eran como exiliados entre nosotros”.) O si no por lo menos sus colegas del otro extremo, los “Faeries de Norteamérica, Pájaros de La Habana, Jotos de México, Sarasas de Cádiz, Apios de Sevilla, Cancos de Madrid, Floras de Alicante, Adelaidas de Portugal… abiertos en las plazas con fiebre de abanico o emboscados en yertos paisajes de cicuta”, aquellos que invoca en su Oda a Walt Whitman. Debe ser que el pudor los cubre, de verificar que el tiro de gracia al más completo poeta de España sí fue precisamente donde lo confesó el carnífice Trescastro. Lorca merece un digno panteón, que exhiba para eterna memoria la vergüenza de España, la ejecución injusta e irracional de un escritor que se la jugó por la causa del hombre y no de la izquierda, de un español cuya obra se acerca más a la de Shakespeare que la del mismo Cervantes. No importa por dónde le haya entrado el tiro que acabó con su pluma. Más vergüenza aún para los homofóbicos y entregados españoles de la época, que vieron con ojos ciegos que lo mataran. Ojos que se tranquilizaron al aparecer en la Cronología de la edición de Aguilar: “1936. Agosto. Muere”. JOTAMARIO ARBELÁEZ Especial para EL TIEMPO
Posted on: Wed, 28 Aug 2013 13:53:31 +0000

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