Tributos rojos: Apenas a contraluz él podía fijar la mirada en - TopicsExpress



          

Tributos rojos: Apenas a contraluz él podía fijar la mirada en las revistas que llevaba. Iban pasando por un túnel, que era como una boca de lobo que se atragantaba con el vehículo, y las luces pasaban y pasaban. Avanzaba el auto por la silenciosa carretera, hasta que la difusa oscuridad del túnel fue separándose, y hasta que entraron por las vías del centro comercial. Michael llevaba sus revistas encima, y se puso a leer un libro. Su padre iba conduciendo. Su madre, en el asiento de al lado del conductor, asomando la cabeza dijo: —Este niño es tan aficionado con las lecturas… ¡Te vas a dañar la vista, Michael! —advirtió a su retoño, que no podía creer que no aguantara las ganas para leer hasta dentro del auto, aun con la nula claridad. El vehículo tenía las luces apagadas, y la única mortecina iluminación era el contraste que entregaban las luces exteriores del recinto. Michael continuaba en el automóvil, y de pronto dijo: —El modelo Pickman, ése libro quiero, padres. —Ante lo que sus padres le respondieron afirmativamente. Iban a comprárselo. Él quería aquel libro, que en realidad era uno de una colección de relatos especiales la cual a él le gustaba mucho, de Lovecraft. El libro hablaba sobre un pintor de cuadros malditos, y sobre los túneles subterráneos que recorrían la ciudad. Michael estaba claramente emocionado. Por el cumpleaños de hacía unos días, sus padres le habían prometido este regalo. El automóvil por fin detuvo su incesante mecanismo, y se estableció en el estacionamiento del centro comercial. Michael supo que había llegado la hora, dejó sus libros de lado, y se bajó junto a sus padres, los tres dirigiéndose hacia el centro comercial. Cuando llegaron, al primer lugar al que se dirigieron fue a la biblioteca. Era día sábado, pero se habían enterado por un anuncio que hoy el centro comercial estaría abierto de forma excepcional, pues no acostumbraba a abrir este día. Sin embargo, al llegar ante la mampara de la biblioteca, la desilusión se apoderó de ellos: la tienda estaba cerrada. A través del cristal solamente se reflejaba la pulcra imagen del libro, lustroso, cristal ante cual Michael se apegó, anhelante. Allí estaba, pero impedía el cristal, el lugar estaba cerrado. No podían pasar. Aunque Michael insistió por un rato con aquella forma inexplicable que tienen los niños para que entraran, sus padres tuvieron que hacerlo desistir, y con la decepción se tomó a la mano de su padre y caminó con ellos. —Será para otra vez, chiquitín —le dijo su madre afectuosamente y a modo de consuelo. Su padre le apretó la mano en una señal de confianza. Él creía en ellos, y sabía que a la próxima vez se lo comprarían. Después de un rato de caminar, sus padres parecieron empezar a verse desorientados, y miraba cada uno hacia cada dirección. Michael seguía tomado de la mano, pero no entendía qué sucedía, y se sentía dejado al margen. De pronto un cartel apareció sobre la cabeza de sus padres, sobresaliente de uno de los locales del centro comercial: “Restaurant”, decía. Sus padres entonces le comunicaron que irían al restaurant, y así sin más lo abandonaron. En cuanto Michael se sintió solo tuvo deseos de llorar, pero se contuvo. Decidió entonces que exploraría el centro comercial. El libro podía esperar; era verdad, la biblioteca estaba cerrada, pero había tiempo de sobra para pasar unas cuantas veces más por ahí. Michael podía esperar a la semana siguiente, cuando sus padres tuvieran el dinero, o podía después darse unas vueltas más por la biblioteca para ver si la habrían abierto. Por ahora, debía escudriñar el centro comercial. Estaba tan solo, y abandonado el lugar. Estaba añejo y vetusto, y hasta parecía asqueroso. Tanto abandono simplemente se hacía repulsivo. Michael avanzó por aquella agobiante soledad, desentrañando pasillos y largos pisos, hasta que llegó a una esquina donde había un teléfono público desgastado. Se paró enfrente de él, lo descolgó y marcó un número. En cuanto terminó el marcado, se dio cuenta que no había caso. Por más que llamara al número de su abuela, el teléfono público no funcionaba. “Dónde se fueron mis padres”, dudaba. Llegó hasta un suelo de cerámicas amplio, donde al final de éste había unas extensas escaleras blancas, ante las cuales estuvo al frente, y al subir la vista vio algo extraño. Un sonido de mecanismos se dejaba escuchar. Encima de las escaleras había un largo brazo de metal con un gancho metálico que se desplazaba en un recorrido. Suspendidas en otro brazo de metal había cantidad de bolsas rojas en serie, del tamaño de un metro, conteniendo de una forma evidente cuerpos en ellas. El gancho se transportaba y parecía servir para prender aquellas bolsas plásticas. Sobre el suelo inmediatamente abajo, había una multitud de bolsas rojas echadas, que contenían, niños dentro. Michael se orinó. Sintió el caliente líquido extenderse entre sus piernas. Subió, asombrado por algo que no era de este mundo, y al llegar al extenso rellano de la escalera, descubrió que el contenido de aquellas bolsas rojas eran cadáveres de niños, y que se estaban produciendo o transportando en serie, por aquel artefacto que las desplazaba. Michael volvió a orinarse, cayó de rodillas al suelo, puso las manos como en un acto de imploración, y no entendió el porqué de que aquella máquina producía cadáveres rojos. Créditos a: relatos.escalofrio/relato.php?ID=22435 Death_Valery
Posted on: Sat, 21 Sep 2013 20:48:14 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015