UNA VENDETTA Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893) La viuda de - TopicsExpress



          

UNA VENDETTA Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893) La viuda de Pablo Saverini vivía sola con su hijo en una pobre casita sobre las murallas de Bonifacio. Construida en un saliente de la montaña y colgada escalonadamente sobre el mar, la ciudad mira desde lo alto el estrecho erizado de escollos de la costa más baja de Cerdeña. A sus pies y del otro lado, rodeándola casi enteramente, una cortada del acantilado, que parece un gigantesco corredor, le sirve de puerto y conduce hasta las primeras casas, y tras un largo circuito entre dos abruptas murallas, a los barquitos pesqueros italianos o sardos y, cada quince días, al viejo vapor que, jadeante, hace el servicio de Ajaccio. Sobre la blanca montaña, el montón de casas pone una mancha aún más blanca. Parecen nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre la roca, dominando aquel paso terrible por donde los navíos no suelen aventurarse. El viento, sin reposo, fustiga el mar y golpea la costa desnuda, roída por él y apenas vestida de hierba; y se precipita en el estrecho cuyos bordes destruye. Las estelas de pálida espuma, agarradas a las negras puntas de innumerables rocas que agujerean las olas por todas partes, parecen retazos de tela que flotan y palpitan sobre la superficie del agua. La casa de la viuda Saverini, plantada al borde mismo del acantilado, abría sus tres ventanas sobre aquel horizonte salvaje y desolado. Allí vivía, sola con su hijo Antonio y su perra Traviesa, una perraza flaca, de largos y bastos pelos, una perra de ganado que le servía al joven para cazar. Una tarde, después de una disputa, Antonio Saverini fue muerto a traición de una puñalada por Nicolás Ravolati, que huyó a Cerdeña aquella misma noche. Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que le llevaron unos transeúntes, no lloró, sino que se quedó mucho tiempo inmóvil, mirándolo; después, extendiendo su arrugada mano sobre el cadáver, juró vengarlo. No quiso que nadie se quedara con ella y se encerró con el cuerpo de su hijo y con la perra, que aullaba continuamente, de pie junto al lecho, con la cabeza tendida hacia su amo y el rabo entre las patas. No se movía, como tampoco la madre, que, inclinada ahora sobre el cadáver, con los ojos fijos, lloraba gruesas lágrimas silenciosas, contemplándolo. Tendido de espaldas y vestido con su chaqueta de paño grueso, desgarrada en el pecho, el joven parecía dormir, pero había sangre por todas partes: en la camisa, rasgada para los primeros cuidados, en el chaleco, en el pantalón, en la cara, en las manos. Y cuajarones de sangre se le habían quedado en la barba y en los cabellos. La madre se puso a hablarle. Al oír su voz, la perra se calló. -Bah, bah, yo te vengaré, mi pequeño, mi niño, pobre hijo mío. Duerme, duerme, te vengaré, ¿me oyes? Es tu madre quien lo promete y ya sabes que la madre mantiene siempre su palabra. Y lentamente se inclinó sobre él, poniendo sus labios fríos sobre los muertos labios. Entonces, Traviesa volvió a gemir. Lanzaba un largo llanto monótono, desgarrador, horrible. Allí se quedaron los dos, la mujer y el animal, hasta entrada la mañana. Antonio Saverini fue enterrado al día siguiente, y pronto no se habló más de él en Bonifacio. * * * No había dejado hermanos ni primos. Ningún hombre había allí para cumplir la vendetta. Sólo la vieja, su madre, pensaba en ello. Del otro lado del estrecho, ella veía de la mañana a la noche un punto blanco sobre la costa. Es el pueblito sardo de Longosardo, en donde se refugian los corsarios acorralados. Casi solos habitan esta aldea, frente a las costas de su patria, y allí esperan el momento de volver y echarse de nuevo al monte. En este villorrio, ella lo sabía, se había refugiado Nicolás Ravolati. Sola durante todo el día y sentada a su ventana, miraba a lo lejos aquel lugar pensando en la venganza. ¿Cómo la llevaría a cabo, sin nadie, enferma, tan cerca de la muerte? Pero lo había prometido, lo había jurado sobre el cadáver. No podía olvidarlo ni podía esperar. ¿Qué haría? Ya no dormía por la noche, no tenía ya reposo ni sosiego; y buscaba, obstinada. La perra dormitaba, echada a sus pies, y, a veces, levantando la cabeza, aullaba largamente. Desde que su amo no estaba allí, aullaba así a menudo, como si lo estuviera llamando, como si su alma de animal inconsolable también hubiera guardado el recuerdo que nada podía borrar. Pero una noche en que Traviesa se puso a gemir, la madre tuvo, de pronto, una idea, una idea de salvaje vengativo y feroz. La meditó hasta la mañana. Al día siguiente, levantada ya al alba, acudió a la iglesia. Prosternada en el pavimento, abatida delante de Dios, le pidió, suplicante, que la ayudara, que la sostuviera y que le diera a su pobre cuerpo estropeado la fuerza que necesitaba para vengar a su hijo. Luego, volvió a su casa. Tenía en el corral un viejo tonel desfondado que servía para recoger el agua de las goteras; lo volcó, lo vació y lo aseguró en el suelo con estacas y piedras; después, encadenó a Traviesa a este nicho y entró en casa. Andaba ahora, sin descanso, por su habitación, fijos los ojos sobre la costa de Cerdeña. Allá estaba el asesino. La perra aulló durante todo el día y toda la noche. Por la mañana, la vieja le llevó agua en un cuenco, pero nada más, ni sopa ni pan. Pasó todo el día. Traviesa dormía, extenuada. Por la mañana, tenía los ojos brillantes, el pelo erizado y tiraba de la cadena enloquecidamente. La anciana siguió sin darle nada de comer. El animal, hecho una furia, ladraba con voz ronca. Y pasó otra noche. Entonces, ya levantado el día, fue la Saverini a casa de un vecino a pedir que le dieran dos costales de paja. Cogió unas ropas viejas que habían sido de su marido y las rellenó de forraje, simulando un cuerpo humano. Tras clavar un palo en el suelo, delante del nicho de Traviesa, ató a él este maniquí, que así parecía estar de pie. Después le formó la cabeza con un envoltorio de trapo. La perra, sorprendida, miraba aquel hombre de paja y se callaba, aunque la devoraba el hambre. Marchó entonces la vieja a casa del charcutero a comprar un gran pedazo de morcilla negra. De vuelta en su casa, encendió un fuego de leña en el patio, junto a la caseta, y asó la morcilla. Traviesa, enloquecida, brincaba y echaba espuma por la boca, con los ojos fijos en la parrilla, cuyo humo se le metía en el estómago. Después, la madre hizo con el asado una corbata al hombre de paja. Se la hincó lentamente en torno al cuello, como para metérsela dentro. Y, cuando terminó, soltó a la perra. De un salto formidable, el animal se lanzó a la garganta del maniquí y, con las patas sobre los hombros, se puso a desgarrarla. Bajaba con un pedazo de su presa en la boca, se lanzaba luego de nuevo, hundía sus colmillos en las cuerdas, arrancaba pedazos del alimento, se bajaba otra vez y saltaba, ensañada. Desgarraba la cabeza dando enormes dentelladas y hacía pedazos todo el cuello. Inmóvil y muda, la vieja miraba con los ojos brillantes; después, volvió a encadenar a la perra, la hizo ayunar otros dos días y volvió a repetir aquel extraño ejercicio. Durante tres meses la acostumbró a aquella especie de lucha, a aquella comida conquistada a mordiscos. Ya no la ataba, pero con un gesto la hacía lanzarse sobre el maniquí. Le había enseñado a desgarrarlo, a devorarlo, incluso cuando no tenía la comida en el cuello. Y, a continuación, le daba como recompensa la morcilla que había asado. En cuanto veía el maniquí, Traviesa se estremecía y volvía los ojos hacia su ama, que le gritaba “¡Anda!”, con voz aguda y levantando el dedo. Un domingo, cuando lo juzgó oportuno, la Saverini confesó y comulgó con mucha devoción. Se puso ropa de hombre -parecía un pobre viejo harapiento- e hizo un trato con un pescador sardo que la condujo, acompañada de la perra, al otro lado del estrecho. En un saco de tela llevaba un gran pedazo del asado. Traviesa llevaba dos días en ayunas. La vieja mujer le daba a oler la humeante comida en cada momento y la excitaba. Entraron en Longosardo. La corsa iba cojeando. Acercándose a una panadería, preguntó por la casa de Nicolás Ravolati. Éste, que había vuelto a trabajar de carpintero, estaba trabajando solo en un rincón de su tienda. La vieja empujó la puerta y dijo: -¡Eh, Nicolás! Él se volvió y, entonces, soltando la perra, la vieja gritó: -¡Anda! ¡Anda! ¡Come! ¡Come! Enloquecido, el animal se lanzó sobre él y lo mordió en la garganta. El hombre tendió los brazos y rodó por el suelo; durante algunos segundos se retorció, golpeando el piso con los pies; después quedó inmóvil, mientras Traviesa le apretaba el cuello, que luego arrancaba a pedazos. Dos vecinos, sentados a la puerta, se acordaron perfectamente de haber visto salir a un pobre viejo con un flaco perro negro que iba comiendo algunas cosas negruzcas que le daba su amo. Por la tarde, la vieja estaba ya en su casa. Y durmió bien aquella noche. “Une vendetta”, Le Gaulois, 14 octubre 1883.
Posted on: Sun, 07 Jul 2013 02:26:07 +0000

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