Uno I No era niebla lo que había esa madrugada, era el - TopicsExpress



          

Uno I No era niebla lo que había esa madrugada, era el espíritu del agua que flotaba y lo cubría todo. Lo envolvía todo. No se veía ni se escuchaba nada. Tres días seguidos de lluvia y las trincheras estaban inundadas. La humedad, el hambre y la fiebre se chupaban el calor de los cuerpos. Los soldados temblaban adentro de sus uniformes podridos. El porteño no castañeaba los dientes ni agarrotaba sus manos en el fusil, tampoco se cagó encima como algunos. Relajado, casi sonriendo, dejó que su meada le calentara las piernas. Después sacó del bolsillo un pedazo de charque, lo lavó un poquito en un charco para sacarle la sal y se lo empezó a comer. -¿Qué hacés? Porteño tenías que ser. No se come antes de la batalla. Si te dan en la panza no te salvás, te agarra la enfermedad del costado. -Quedate tranquilo correntino, a mi, hoy, no me agarra nada ni nadie. Ya no volvieron a hablar. El cañoneo de los imperiales quebró la tierra y encendió el cielo. Habían prometido descangalhar todo isso en duas horas. El porteño aprovechó que todos asomaron las cabezas para ver como la escuadra brasilera atacaba la fortaleza de Curupayti y pegó media vuelta. Con el fusil en bandolera sobre la espalda se alejó de su pelotón hasta el final de la trinchera, donde no era tan profunda. Apoyó las manos en el borde, un poco por encima de su cabeza y se impulsó con la fuerza de sus piernas y sus brazos hasta quedar del otro lado. Fue lo mismo, pensó, que saltar la tapia de atrás en la casa de la Jacinta, como sabía hacerlo cada tanto por las noches en Buenos Aires. Afuera de la trinchera se arrastró como una babosa sobre el barro y las hojas muertas. Entró al agua sin hacer ruido, igual que un yacaré. Nadó cincuenta metros hasta donde el arroyo aportaba a un brazo de río. Llegó al cauce más grande y profundo. El primer susto se lo dio un tronco que le golpeó la espalda. Se agarró de la madera y se dejó llevar. El rio viboreaba a izquierda y derecha. En una vuelta grande vio la playita rodeada de un claro de la selva. Usó sus brazos como remos hasta llegar a la costa. Ya en la playa sintió el cansancio que da el andar en el agua. Se sacó el fusil de la espalda y se recostó contra el tronco de un gran árbol. Con los ojos cerrados seguía escuchando el duelo de artillería. II Cuando el soldado paraguayo corrió la mata de vegetación con la mano para pasar al claro sobre el río, lo primero que vio fue al porteño recostado en el árbol. No dudó. Apoyó la culata del fusil en el hombro, apuntó y gatilló dos veces. Click, click… Seco, el martilleo del arma inútil paralizó al paraguayo y sobresaltó al porteño. Se levantó de un salto. Se lanzó a punta de bayoneta contra la amenaza. El paraguayo reaccionó. Con un malabar tomó el fusil por el caño y blandiéndolo como un garrote esperó la embestida. El porteño estiró con la fuerza de su alma los brazos y el fusil, como si fuera una extensión de ellos. El paraguayo se arqueó igual que un junco sin poder evitar que el filo de la bayoneta le abriera un tajo en la carne que le cubría las costillas. El porteño pasó de largo y quedó mal parado. -¡Mano tymba morotí! Gritó el paraguayo y lo desparramó de un garrotazo. El porteño pareció levantarse, quedó un instante en cuatro patas y cayó nuevamente. Estaba tirado, pero no inconsciente, la cabeza le sangraba. El paraguayo arrojó a un costado el fusil inútil y descolgó de su espalda un machete. El porteño intentó levantarse otra vez pero el pie desnudo del paraguayo lo volvió a acostar. Lo tanteaba con el machete, le pasaba el filo por la nuca, la espalda. Intentó darlo vuelta pinchándolo con la punta del machete, no pudo. Alzó el brazo pero no descargó el golpe sobre el hombre vencido, clavó el machete en el suelo arcilloso y se fue a sentar contra el mismo árbol donde encontró al patas blancas descansando. –Esta ñorairó no es más mi guerra. III El paraguayo se quedó un rato recostado contra el árbol, entrecerraba los ojos pero enseguida volvía a abrirlos para observar nervioso al enemigo caído. Se dio cuenta que así no podía seguir y se levantó para terminar con la duda. Recogió el quepí del soldado argentino. Se fue hasta la orilla y llenó el gorro con agua. Se agachó en cuclillas junto al cuerpo inmóvil. Lo dio vuelta, le puso una mano bajo la nuca y le levanto la cabeza. Le dejo caer lentamente el agua sobre la cara. El porteño reaccionó. –¿Me vas a matar? -Si no hace falta, no. Parate che patas blancas que no tenés nada. Yo me estaba yendo, no quiero pelear más. -Entonces por qué intentaste tirar. -Por miedo. -Lindo hubiera sido que nos matáramos, yo también me escapo… El porteño no terminó de hablar, la forma en que el paraguayo abrió los ojos y la cara de miedo que puso lo desconcertó y no entendía por qué salió corriendo mientras gritaba ¡Subí al árbol patas blancas! El porteño se dio vuelta y lo vio. Era un gato enorme, un jaguareté que salía del rio y encaraba derechito hacia ellos. En dos saltos el paraguayo trepó a las ramas más altas, al porteño le costó más. Quedó a centímetros de las garras del gato que saltaba con la fuerza del hambre. El jaguareté alternaba los saltos con los intentos de trepar escalando la corteza rugosa del árbol. El paraguayo le pasó el machete al porteño. ¡Pinchale, pinchale! Que somos karú. Por tupá pinchale. El porteño con una mano se aferraba a la horqueta sobre la que estaba el paraguayo y medio colgando, con el brazo libre, intentaba a machetazos hacer desistir al gato. Aunque logró golpearlo en el hocico algunas veces, el animal abandonó la lucha más por su estado calamitoso que por la amenaza del filo. La guerra también había diezmado sus presas y a juzgar por la apariencia hacía varios días que no comía. Lo más temible que le quedaba era la mirada. Jadeó un rato bajo el árbol y se echó a la sombra del ñandubay. IV Después que pasó la amenaza del jaguareté, el paraguayo trepó algunas ramas más arriba y se acomodó bien. Le hizo señas al porteño para que subiera a la horqueta que había dejado libre. En ese momento se dieron cuenta de que aún persistía el cañoneo de la escuadra brasilera, pero ahora muy espaciado y sin respuesta desde la fortaleza paraguaya. El porteño no lo podía creer. Había andado casi una hora por el río dando vueltas y no se había separado ni doscientos metros de las posiciones de los aliados. Estaban justo frente al campo de batalla, río de por medio. Desde la copa del árbol tenían la mejor de las vistas. Hasta podía distinguir las caras de los hombres con quienes había compartido el pelotón que había abandonado. -Fijate patas blancas, que habían tenido mala puntería los macacos. Hace cuatro horas que están cañoneando y le pasaron por arriba todos los tiros. Curupaytí está bien sanita. Mirá que resultó aguará el general Díaz, ahora no les responde para que crean que ya estamos listos. El porteño se estremeció cuando escuchó el silbato de su amigo, el capitán Sarmiento, ordenar la carga de su pelotón. Lo distinguió por el capote de paño verde, el que se había hecho confeccionar en la sastrería militar, exclusivo, para que lo envuelva a él y a la gloria que esperaba conquistar. Fue el primero en cargar, delante de la tropa, con el Smith & Wesson que el padre le mandó de los Estados Unidos en la mano izquierda y el sable patrio, bien alto, en la derecha. También fue el primero en caer. Ahora el capote se ensuciaba, se cubría del barro pegajoso de Curupaytí con cada revolcón de dolor mientras se desangraba por la herida de la pierna. Levantaba la mano y la agitaba. En un momento el porteño pensó que lo saludaba. Pero no, que idiota, si estaba pidiendo ayuda, desesperado pedía socorro. Era inútil. Imposible que los equipos médicos de campaña entraran ahí. El terreno era intransitable, habían caído en la trampa. Los paraguayos practicaban tiro al blanco con los soldados de la alianza que se enterraban hasta las rodillas en el barro. Algunos, de tan plantados, ya muertos no terminaban de caer y quedaban sin vida y oblicuos. El porteño seguía contemplando impotente la agonía de su amigo. Justo él se venía a morir así. Él que lo había convencido, hacía más de un año y medio atrás, para que se alistara. Fue una noche que habían ido a un peringundín del Paseo de Julio, a coger y emborracharse, Dominguito le dijo: -En seis meses estamos desfilando por el centro de Asunción, ahí las mujeres guardan en sus pechos el perfume de todos los jazmines. ¿Dónde quedó el desfile y el perfume a jazmín de las paraguayas? ¿Dónde? Qué pensaría Dominguito mientras se le escapaba la vida hundiéndose en el barro. Era 22 de septiembre, hoy, los dos, tendrían que estar comentando las correrías de ayer en la Chacrita de los Estudiantes, hablando de las niñas porteñas o haciendo nada. Pero no, estaba colgado de un árbol con un desconocido mirando impotente como la mano de su amigo no se levantaba más. No quiso llorar frente al paraguayo que, aunque había renunciado a la guerra, disfrutaba la victoria. La matanza duró algunas horas, hasta que los jefes brasileros obligaron a Mitre a ordenar la retirada. Los dos desertores, arriba del árbol habían permanecido callados, en un momento el paraguayo habló: -Ese Bartolo podrá ser cualquier cosa, pero lo que es general, me parece que no… Che, Patas Blancas, por qué no mirás si se fue el gato. -¡Patas blancas la puta que te parió! paraguayo de mierda. Tené cuidado con lo que decís que ahora el machete lo tengo yo.
Posted on: Thu, 24 Oct 2013 23:45:08 +0000

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