Vale la pena copiar la semblanza que el P. Gemelli hace de este - TopicsExpress



          

Vale la pena copiar la semblanza que el P. Gemelli hace de este hombre providencial. Se reflejan en esa estampa los rasgos característicos de su personalidad y se descubre la raíz de su eficiencia en la reforma de la Orden: «Durante cuarenta años este hombre, delicado de cuerpo y de ánimo, recorre la Italia central y septentrional a pie, o, si está enfermo, en un asnillo; predica en las campiñas antes del alba, predica en las plazas abarrotadas de gente, predica hasta cuatro horas seguidas; dirige la Observancia en Italia, funda conventos o los reforma, aconseja a pontífices, príncipes, comunes, sugiriendo no pocas veces Reformas a leyes que atañen a las costumbres. Con una riqueza y propiedad de lenguaje que nos dan la prosa más fresca del Renacimiento, fustiga la vanidad de la mujer, la avaricia del mercader y del usurero, el lujo de los grandes, las supersticiones y los vicios del pueblo, los abusos de los magistrados, los odios y las venganzas de facciones; predica la devoción al Santo Nombre de Jesús recogiéndola de san Pablo, san Bernardo y san Buenaventura; forma con este Santo Nombre un escudo o banderín solar, que responde a su concepto gozoso de la Divinidad y a la necesidad de concretez y de belleza de la religiosidad italiana en el siglo XV. Dentro del esquema homilético, como bajo las sutilezas populares de sus sermones, circula la doctrina franciscana en las imágenes más plásticas, en las expresiones más concisas: el conocimiento es amor (conoce más el que ama que el que no ama); el deber es amor (todo se reduce a este felicísimo arte de amar); la beatitud es amor (si quieres el paraíso de aquí y de allá, ama a Dios). Su concepción de los estudios, de la educación, de la patria, del arte, de los deberes civiles y sociales, es moderna y estupendamente italiana. Ella lleva la concretez franciscana a su perfección literaria y la alegría franciscana a su actuación real» (El Franciscanismo, 1940, 118-119). Éste es el santo que supo con su ejemplo y palabra encauzar el movimiento reformador entre el pueblo y entre los religiosos. No se limitó a eliminar abusos. Reemplazó las cartas de juego por tablillas del nombre de Jesús, los libros profanos por los útiles, el ansia de independencia y libertad por correrías apostólicas bien dirigidas y organizadas. Así consiguió fomentar las obras de caridad, lanzar a los suyos a grandes empresas misioneras, restaurar la vida de comunidad, hacer, en una palabra, que se viviera el Evangelio de modo más puro y auténtico. CONSOLIDACIÓN DEL MOVIMIENTO San Bernardino de Siena consiguió no sólo encauzar la reforma, sino encontrar los hombres aptos para que la difundieran y continuaran. Con suavidad, con su fuerza y sobre todo con su santidad consiguió atraer a la Orden franciscana a una pléyade de apóstoles que consolidaron definitivamente la reforma. Entre éstos descuellan tres que formarán con él, en frase del citado P. Gemelli, «el grande quatriunvirato de la Observancia»: el humanista Alberto de Sarteano que deja la escuela de Guarino por la del Evangelio vivido en la observancia franciscana; el magistrado Giacomo de la Marca y sobre todo el plurifacético y universal san Juan Capistrano. Tal vez sin la acción de este último insigne discípulo de san Bernardino, la acción reformadora se hubiera diluido o al menos se hubiera reducido a un movimiento de poca resonancia. San Juan Capistrano volvió a incorporar el franciscanismo vivo y floreciente en la nueva sociedad que se estaba formando en Europa. Es el gran propagandista y difusor de la idea por los campos de Europa. Si san Bernardino fue el cerebro y el corazón de la reforma, san Juan Capistrano fue la mano y los pies. La cogió con su fuerte personalidad y la llevó a los últimos confines de Europa. Desde joven se había formado para la misión pública y universalista. Nacido en Capistrano (Áquila), estudió jurisprudencia en Perusa, entonces ciudad pontificia, llegó a ser gobernador de la ciudad de Ladislao de Duraza. Intervino en varias batallas. Hecho prisionero, sufrió una fuerte crisis religiosa y movido por san Bernardino vistió el hábito franciscano en 1416. Durante cuarenta años se movió sin cesar por las más diversas naciones. Se le ha llamado el hombre de Europa. Desde su ingreso en la Orden en 1416 hasta su muerte en 1456 toma parte en los sucesos más importantes de Europa. Primero la recorrió de punta a punta predicando como simple franciscano. Se fue primero de Irlanda a España, pasó después a Europa central. Llegó hasta Rusia, amenazada de la invasión musulmana. Si san Benito había formado Europa con sus monasterios, el santo quería recristianizarla con sus sermones. Le acompañaban una pequeña escolta de franciscanos, algunos de ellos intérpretes, otros ayudantes en las mil faenas, organizadores de los viajes. Era un pequeño convento franciscano ambulante, o mejor, una reproducción del grupo apostólico. Generalmente tenía que predicar en las calles y plazas, porque las iglesias eran insuficientes para contener la muchedumbre inmensa que quería escucharle. Hablaba dos o tres horas, invitando a la penitencia y a la práctica del Evangelio. Visitaba los enfermos, se interesaba por los pobres. En una palabra, procuraba imitar la vida de Jesucristo. Era la renovación y vivificación del más puro franciscanismo. La gente se creía transportada al siglo XIII junto a san Francisco de Asís o alguno de sus discípulos. San Juan Capistrano fue sólo el más eminente de los grandes predicadores franciscanos del momento. Otros muchos surcaban Europa en todas direcciones. No todos tenían sus dotes oratorias, ni atraían a las masas con fuerza semejante, pero todos iban diseminando la buena nueva y acercando al pueblo a Cristo. No vamos a acumular nombres. Citemos sólo de entre la pléyade de predicadores que surcaron media Europa, otro santo canonizado también, conquistado por san Bernardino: san Jacobo de la Marca, y cinco beatos: Alberto de Sarteano, Bernardino de Feltre, Mateo de Girgente [o Agrigento], Miguel de Carcano y Ángelo Carletti, nombrado por Sixto IV comisario de la cruzada y por Inocencio VIII Nuncio contra la invasión de los Valdenses. Pero san Juan Capistrano fue mucho más que un predicador: fue Nuncio apostólico, Inquisidor General en Alemania contra la herejía husita, organizador de cruzadas, consejero y sostén de príncipes y aun de papas. No dominaba con armas, sino con la oración y su personalidad. Nombrado legado contra todas las herejías recorre a pie la parte centro y norte de Europa. No descansa un momento. Pero todo esto sale ya del marco de nuestro cuadro. Esta acción plurifacética, pública, universal, entraba muy dentro de su plan reformador no sólo del pueblo, sino de los franciscanos. No entendía la reforma como un mero estrechar más la observancia, sino como un devolver el espíritu y sentido franciscano a su acción. Primero quiso poner delante de todos un campo infinito de posibilidades apostólicas, despertar el celo, hacer ver la necesidad de la pobreza y autenticidad franciscanas para convertir y transformar las almas. Fue su gran misión, en la que triunfó plenamente. Repetidamente nombrado Vicario general de su Orden pudo desde su alto puesto encauzar las energías y ofrecer siempre más y más campos de acción y coordinar los esfuerzos de observancia dentro del cauce más puramente franciscano. Ésta fue su gran victoria. En cambio no consiguió triunfar en la misma constitución jurídica de la reforma. Por de pronto no consiguió evitar la escisión de la Orden. Propuso un estatuto, las llamadas constituciones martinianas, que sirviera de base de unión a todas las ramas franciscanas. Él, diplomático, se ilusionó con que iba a encontrar un terreno común a todos. Procuró evitar por un lado el laxismo y por otro el rigorismo, de modo que los representantes de todas las tendencias pudieran admitir su proyecto. Pero de hecho no consiguió complacer más que a un grupo reducido. En vez de servir de lazo de unión, fue ocasión de que brotara una nueva rama más, la llamada de los conventuales reformados. Siguieron las propuestas y los intentos de unión. No vamos a hacer la historia externa de la reforma franciscana. Baste indicar que el santo quiso obtener de Eugenio IV la unión de todas las ramas por diversos medios que tampoco cuajaron. Para legalizar de algún modo el estado confuso que se sucedía de esta continuación de dos tendencias casi acéfalas e independientes en la realidad, sin serlo jurídicamente, se nombraron sendos vicarios generales para cada una de las dos ramas, con lo que la escisión se hizo todavía más fuerte. Pero el espíritu inoculado por el santo quedaba en pie. Los observantes iban haciendo prosélitos en todas partes. Es verdad que la reforma se llevó adelante no pocas veces en un clima de pasión y lucha que provocó no pocos momentos de fuerte tensión y actitudes exageradas. Pero con el tiempo se posaron los ánimos, se evaporó el polvo de la pasión y se afirmó victorioso el espíritu lo mismo entre los observantes que entre los conventuales. El movimiento comportó delicados problemas de jurisdicción y organización. La fuerza del fervor fue depurando el organismo religioso y quemando la escoria acumulada por años, suprimiendo los abusos en materia de pobreza y restaurando el primitivo espíritu franciscano. REFORMA EN ESPAÑA Ya que no podemos hablar de todos los movimientos reformatorios, digamos al menos dos palabras sobre cómo fue desenvolviéndose en España, aunque tenemos que confesar que conservamos muy pocos datos y muy poco precisos sobre los diversos grupos de reformadores que comenzaron a pulular en diversas partes de Galicia, Aragón y Castilla. Los reformadores iban a morar a parajes solitarios, muchas veces a ermitas. Vivían en la más absoluta pobreza. No se preocupaban de escribir la historia de sus fundaciones. Más tarde cuando fueron transformándose aquellas primitivas sencillas moradas en centros de irradiación reformadora, comenzó la leyenda a entremezclarse con la verdad y a dorar y exaltar los sencillos comienzos. Como hemos visto en Italia, fue al principio un espíritu, un anhelo, que cuando encontraba algún hombre que supiera canalizarlo, cristalizaba en un monasterio o en un movimiento reformador. Uno de los que logró cuajar de modo más hondo fue el que llevó a cabo Pedro de Villacreces ayudado de Pedro de Santoyo († 1431) y de Lope de Salazar († 1463). [Archivo Ibero-Americano, vol. 17, 1957, está dedicado íntegramente a la reforma de los franciscanos en España durante los siglos XIV y XV. Es lo más completo que poseemos. Estudia primero la reforma en las diversas partes de España y después se fija especialmente en la reforma villacreciana. Publica muchos escritos villacrecianos inéditos. Sobre san Pedro Regalado véanse las pp. 401-579]. Pedro de Villacreces, que se había graduado en teología en la Universidad de Salamanca, llevado de un afán de mayor austeridad y pobreza, abandonó sus monasterios, pero no pasó a ningún convento observante, sino que, previo el permiso de Benedicto XIII, se retiró a una solitaria cueva de Arlanza. Allá simultaneaba la vida de oración y penitencia, como auténtico franciscano, con la de la caridad y apostolado. Después de pasar allí un número de años, que ignoramos, pasó a tierras de Guadalajara, a La Salceda, donde consiguió atraer discípulos y constituir una comunidad de menores observantes que siguieran una vida la más parecida posible a la que san Francisco de Asís vivió en sus primitivos tiempos. La fundación fue extendiéndose poco a poco. Pasó más tarde a La Aguilera (entre Aranda y Roa, en la provincia de Burgos), donde consiguió consolidar más la obra. Se le fueron agregando los primeros discípulos ya nombrados, Pedro de Santoyo y Lope de Salazar. Se mantenían sujetos a los provinciales de la Orden, no como los observantes que se sometían sólo a un Vicario General, pero separados siempre en sus casas lo mismo de los conventuales que de los observantes. Soñaban con una fundación que uniera las existentes, aunque de hecho su obra fuera más que un lazo de unión, una rama nueva. Los observantes habían conseguido una bula de Benedicto XIII para que el eremitorio de La Aguilera pasase a depender del convento de santo Domingo de Silos a la muerte de Villacreces, o antes, si accedía éste a su agregación. El eremita manifestó entonces el temple franciscano que le animaba. Acompañado de Lope de Salazar, se fue predicando y pidiendo limosna hasta Constanza donde el Papa había reunido el concilio universal. Habló allí con el general de la Orden y consiguió del nuevo papa, Martín V, primero la confirmación de su reforma y más tarde la facultad de elegir un vicario general para sus dos conventos de La Aguilera y El Abrojo. Murió Villacreces en 1422. Había preferido mantenerse con unos pocos religiosos en los dos únicos conventos de La Aguilera y El Abrojo. A su muerte se dibujaron dos tendencias. Los que deseaban continuar con el número reducido de entonces y los que deseaban ampliar las fundaciones. Las dos tendencias estaban capitaneadas por dos íntimos discípulos de Villacreces. La primera por san Pedro Regalado, la segunda por Lope de Salazar. Al primero le seguían los menos. El segundo, decidido a extender la obra, se separó con sus secuaces de su gran amigo san Pedro Regalado y comenzó, con la autorización del ministro provincial de Castilla fray Juan de Santa Ana, a desarrollar la obra. Poco a poco comenzaron a levantarse nuevos monasterios en los principales pueblos del Burgos de entonces: Briviesca, Belorado, Poza y otros similares. Amplió además su reforma extendiendo su regla a mujeres que quisieran servir a Dios en el rigor de la vida primitiva franciscana. Establecía estas comunidades junto a la de varones para que pudieran gozar de su ayuda. Fundó los primeros en Briviesca y Belorado. Las fundaciones iban abriéndose camino. Se interesaron por ellos reyes y la nobleza castellana. Lope fue consiguiendo breves pontificios y aprobaciones de sus superiores que gradualmente iban precisando los límites del instituto. Se entremezclaron también numerosas contradicciones que no nos toca relatar. Siguió así la reforma hasta 1463 en que los conventos tuvieron que pasar a la Observancia. Mientras fray Lope seguía extendiendo la reforma por Castilla, san Pedro Regalado continuaba su vida de increíble austeridad y penitencia en los eremitorios Domus Dei de La Aguilera y Scala Coeli del Abrojo. Designado por unanimidad para gobernarlos se afanó por todos los medios por conservar el espíritu primitivo. La historia externa del santo es muy incierta. Íbamos a decir que no la tuvo. Su misión era la de testimoniar con su santidad el valor de la reforma. «¿Cuál es su verdadera significación dentro de la reforma villacreciana? ¿Le corresponde en verdad al título de reformador? Mucho y de muy diversa manera se ha dicho y escrito a este propósito... pero diremos, resumiendo, que san Pedro Regalado ni fue el primer discípulo de Villacreces ni tomó parte alguna en la fundación de La Salceda, de La Aguilera ni de Compasto por la sencilla razón de que todas estas fundaciones estaban hechas cuando se incorporó a La Aguilera muy niño todavía. A lo sumo, le acompañó en la fundación del Abrojo. No fue fundador, ni reformador, porque no fundó ni reformó nada. Lo que hizo fue conservar la herencia que le dejara su maestro. Para nosotros la gloria principal de Regalado y el título que en justicia se merece es que fue el santo de la reforma villacreciana, pues ascendió hasta la cumbre de la santidad siguiendo la doctrina espiritual de su venerable maestro. Ante esto caen por su base las deleznables glorias humanas, los panegíricos exaltados y desprovistos de base documental. Si san Pedro Regalado no fue uno de los grandes reformadores de España, le cabe la gloria de ser el único santo de la reforma villacreciana» (AIA, 17,1957, 505-506). Es el aspecto que aquí nos interesa. La savia interna reformadora que se iba perpetuando por debajo de las mil circunstancias históricas. Santos, como san Pedro Regalado, iban transmitiendo ese jugo vital a través de todas las contingencias e hicieron que se mantuviera vivo el espíritu y prepararon el terreno a la reforma definitiva y universal de Jiménez de Cisneros. Deseamos añadir todavía dos palabras sobre otra figura simpática de este clima espiritual de la reforma franciscana española, el lego converso san Diego de Alcalá († 1463). Nacido en un pequeño pueblo de Sevilla, pasó casi toda su vida peregrinando por Andalucía, Canarias y Castilla dejando siempre tras sí una estela de caridad y amor. Aprovechó la ida a Roma el año santo de 1450 para cuidar numerosos enfermos. Permaneció tres meses en el convento de Aracoeli, estableciendo allí su cuartel general de caridad. Dios le concedió el don de milagros. Se convirtió en un taumaturgo popular del siglo de oro, desde su sepulcro de Alcalá. Le traemos aquí para iluminar con un punto luminoso más la línea de santidad que iba uniendo los diversos movimientos de reforma y manteniendo límpida la esencia franciscana. REPERCUSIÓN AMBIENTAL DE LA REFORMA Después de seis siglos y sobre todo después de la transformación operada en los gustos y aficiones de las personas, no nos poderlos dar idea de lo que suponía para el pueblo del siglo XV esta serie casi ininterrumpida de tanteos, reformas, luchas. Cada una tenía un protagonista. Se realizaba en un sitio determinado. Los moradores de cada región se dividían, al igual que los propios religiosos, en bandos. Seguían las incidencias con creciente interés, esperando ver triunfar a su favorito. Era un campeonato de intereses trascendentales y serios. La solución repercutía en la marcha de la vida de muchas personas. A veces celebraban entusiasmados una victoria brillante, como la conquista de los observantes en 1445 del convento de Aracoeli, cuartel general romano del franciscanismo. Otras veces se sentían arrastrados por los grandes predicadores de la época ya mencionados, que les hacían vibrar al unísono con sus ideales. El pueblo seguía con pasión esta "cruzada espiritual", esta nueva conquista de la tierra santa de los monasterios profanados por la relajación. La vista de estos cruzados espirituales que recorrían los pueblos y campiñas vestidos como ellos, sin hábitos solemnes ni amplias cogullas monacales, predicando el Evangelio, instigando a la reforma de costumbres y suscitando un amor tierno a la persona de Jesucristo y de la Virgen -san Buenaventura y san Bernardo eran los grandes inspiradores de estos itinerantes-, fue sacudiendo la conciencia popular del siglo XV de modo impresionante. Les encontraban en sus casas y plazas. No tenían que ir, como antes, a los monasterios o a las catedrales. A la vez esta acción fue devolviendo paulatinamente a los mendicantes el prestigio perdido, creando en el pueblo un nuevo sentimiento de admiración hacia aquellos "hermanos" que predicaban el mensaje de Cristo con un desprendimiento y abnegación poco comunes en aquel cruce de épocas en que el desarrollo y la abertura en todos los órdenes iba estimulando el goce y la posesión de los bienes de aquí abajo y olvidando los de allá arriba. Existía otro factor importante que obligaba al fiel de entonces a considerar como propias estas contiendas, a no poder contemplarlas como fríos e indiferentes espectadores. La mayoría de los verdaderamente devotos pertenecía a alguna de las grandes terceras órdenes. La espiritualidad de entonces, de carácter marcadamente religioso, tenía que polarizarse necesariamente en torno a las grandes Órdenes religiosas. Nacieron merced a este impulso las ramas femeninas y las órdenes terceras. No se concebía otra forma de ser seglares santos, como apenas se concebía otra forma de vivir otro estado de perfección que el de los religiosos. Fue mérito insigne de san Francisco y de los franciscanos el haber sabido dar cuerpo a esta ansia del alma, haber sabido extender al pueblo el poder santificador de la vida religiosa y hacer que mediante una adaptación de las prácticas de la vida religiosa pudieran muchos seglares llegar a una alta santidad. El fenómeno nació en el siglo XIII, y por ello no nos toca relatarlo aquí, pero en el siglo XV continúa de lleno la fuerza del movimiento y constituía el cauce normal de la santificación del pueblo. En todas partes florecían confraternidades, cofradías que querían ser como centros de irradiación religiosa. Construidas bajo el patrón de alguna Orden religiosa, sus cofrades vivían con intensidad prácticas y ejercicios propios característicos de la Orden de que dependían. Se dedicaban a prácticas de piedad, cuidado de los enfermos, asistencia de menesterosos o moribundos, remedio de alguna plaga social. Muchas veces algún religioso dirigía su actividad. Participaban de las indulgencias de la Orden madre, miraban a sus santos como propios, vestían incluso a veces en sus reuniones escapularios o hábitos acomodados. Se olvidan demasiado los lazos íntimos que anidaba al pueblo de entonces con los religiosos y el reflejo popular que necesariamente tenían que tener en ellos la contienda sobre el modo de vivir la vida religiosa. Los problemas de los religiosos eran sus problemas. También ellos querían vivir con más intensidad el Evangelio y seguían ansiosos las luchas de sus guías. Esta tensión e interés obraban favorablemente en sus ánimos y hacía que insensiblemente fueran penetrando en su ser los ideales que estaban en juego, los grandes principios de cada uno de los bandos. Este estado espiritual favoreció el acercamiento de religiosos y del pueblo y a la comprensión íntima y vital de las realidades sobrenaturales más que muchos sermones y lecturas. El ojo sencillo del pueblo religioso veía en las luchas más que las inevitables mezquindades y los egoísmos mundanos, el valor encerrado en un régimen de vida atacado tan violentamente y por cuya consecución estaban librando batallas tan violentas. REFLEJOS EN LA EVOLUCIÓN DE LA PIEDAD [...] PÉRDIDA PAULATINA DE INFLUENCIA [...] RETORNO AL FRANCISCANISMO A TRAVÉS DE LOS CAPUCHINOS Queremos asociar a estas dos Órdenes, la de los capuchinos, más íntimamente unida que las dos anteriores con las antiguas Órdenes. Quería ser la forma moderna, la vivificación de una de las Órdenes antiguas más beneméritas. Sus secuaces creían que el espíritu franciscano primitivo, vivido en su pureza genuina sin mitigación ni privilegio alguno, seguía teniendo una gran actualidad y contenía un mensaje que la sociedad del siglo XVI debía recoger. Era el ideal que movía a un grupo de franciscanos que no se sentían satisfechos con la solución dada al problema entre conventuales y observantes. Creían que la vida que llevaban no respondía a la mente de san Francisco. Y ellos querían vivir el franciscanismo en toda su integridad. Tres religiosos lograron dar cuerpo a estas ansias y atraer a un grupo de los descontentos. Eran los PP. Mateo Serafín de Bascio, y Luis y Rafael de Fossombrone. Previa autorización pontificia conseguida en mayo de 1526, abandonaron los conventos para implantar un régimen de vida en todo conforme con la regla y testamento primitivo de san Francisco, sin admitir glosa ni privilegio alguno. A los solos dos años, el 3 de julio de 1528, Clemente VII aprobaba solemnemente la nueva familia religiosa. Los nuevos religiosos, llamados primero popularmente y después oficialmente capuchinos, comenzaron a imitar a los primitivos franciscanos. Iban por todas partes predicando la penitencia y la renovación de costumbres. Se les reconocía por su capucha, el desaliño de su cuerpo, la barba espesa que cubría su rostro. Se les presentó pronto una ocasión para mostrar la autenticidad del espíritu que les animaba. La peste que asoló a la región de Camerino. Ellos se dedicaron con caridad heroica a los apestados, dando ejemplo sublime de abnegación. Fue para muchos la prueba definitiva. Desde ese momento comenzaron personas influyentes, nobles de la alta sociedad a favorecerles abiertamente. La duquesa de Camerino se constituyó en su gran defensora. Establecieron muy pronto en Roma el cuartel general de sus actividades, tomaron el cuidado del hospital de san Jacomo, con lo que se ganaron al pueblo romano y a altos exponentes de la Curia romana. Su expansión fue extraordinariamente rápida, prueba de que respondían a una exigencia del tiempo y del arraigo que tenía en el pueblo el ideal franciscano. En 1536 eran 700 y en 1571 llegaban en sólo Italia a 3.300. La expansión fuera de Italia comenzó con Gregorio XIII. Siguió también un ritmo vertiginoso y en pocos años se extendieron por España, Suiza, Bélgica y las principales naciones germanas. Su exterior austero, su abnegación y proselitismo impresionaban fuertemente al pueblo. Siguiendo el ejemplo de los antiguos franciscanos comenzaron a ponerse en contacto con las zonas más necesitadas, a recorrer los pueblos y ciudades como mensajeros apostólicos. Dios les concedió grandes predicadores, dignos sucesores de san Bernardino de Siena y de los insignes predicadores medievales. Recordemos sólo dos santos. Uno de ellos demasiado olvidado, san José de Leonesa. Ansiando emular las hazañas de san Francisco, se dirigió en 1587 a predicar la fe a Constantinopla. Allá asistía a los prisioneros y cautivos y consiguió reconducir a la fe a un obispo apóstata. Lleno de valentía apostólica predicó delante del mismo sultán, Murad III, quien, fuera de sí, le castigó a uno de los suplicios más dolorosos: a morir suspendido del patíbulo con dos garfios, uno en la mano y otro en el pie. Estuvo así tres días, pero fue liberado milagrosamente. Siguió trabajando hasta que, expulsado, salió de Constantinopla en 1589. Siguió predicando el mensaje evangélico por toda Italia. Pero no se contentaba con una acción disgregada y de paso. Quiso remediar los problemas del modo más eficaz posible y para ello fue promoviendo obras de asistencia social, cono Montes de piedad, hospitales, compra y venta de trigo. El otro santo es una figura mucho más conocida, recientemente proclamado doctor de la Iglesia, san Lorenzo de Brindisi. Una figura al igual que la de san José de Leonesa, que nos muestran cómo los capuchinos no se reducían a copiar servilmente el paradigma franciscano del siglo XIII. Lo adaptaban a los nuevos tiempos. El santo de Leonesa se interesó con fórmulas nuevas por los problemas sociales, el de Brindisi se afanó por responder adecuadamente a las dificultades teológicas de los protestantes y judíos. Nuestro santo recibió una formación excepcional, una prueba más de que para los capuchinos no estaba reñida la austeridad y pobreza con la cultura. Estudió en la universidad de Padua. Se familiarizó con los problemas escriturísticos del tiempo. Pudo discutir con judíos y herejes directamente sobre el texto hebreo. Su conocimiento de lenguas fue extraordinario. Conoce, además del latín y su lengua materna, el alemán, francés, griego, hebreo, siríaco, arameo, caldeo. San Lorenzo es el Canisio capuchino. Recorre toda Italia, pasa a Austria, Bohemia, Hungría, Suiza y más tarde a Francia, España y Portugal. En todas partes lleva una campaña antiprotestante eficaz. No es el predicador medieval que arrastra con resortes oratorios, es el polemista que pone delante con claridad y vehemencia el problema, muestra los puntos débiles, da la doctrina verdadera, expone las consecuencias con fuerza y vigor, refuta brillantemente las dificultades. Su acción es eminentemente pastoral. Quiere poner al alcance de todos la doctrina de los Padres, las verdades fundamentales de la Iglesia. No se contenta con refutar oralmente los errores protestantes. Publica obras principalmente de índole escriturística y pretende organizar una liga de príncipes católicos alemanes que pusieran un dique de contención a la infiltración protestante. La línea moderna de organización y de planes bien elaborados se entremezcla con los medios clásicos de apostolado. Sabe dar al espíritu franciscano el cauce moderno que necesitaba. El santo se ocupó también de la conversión de los judíos y de la lucha antiturca. No tenía miedo de dialogar con los judíos sobre la interpretación de la sagrada Escritura. Les conquistaba con sus mismas armas. Y fue un consejero iluminado de los príncipes alemanes en sus luchas contra los turcos. A él se debe en gran parte la victoria que el príncipe Felipe Manuel de Lorena obtuvo en 1601 en Stuhiweissemburg contra un ejército de turcos calculado en 80.000 personas. Estas dos figuras son dos puntos elevados de una línea constante de acción capuchina. Supieron dar a la espiritualidad y al apostolado un nuevo ardor, introducir en la piedad una tensión espiritual, un clima impulsivo, diríamos, febril, gracias al cual se lanzaban a la lucha en un momento en que los enemigos mostraban tanto ardimiento y valentía. No nos toca a nosotros historiar las vicisitudes de la historia capuchina. No nos puede extrañar que un grupo de observantes iniciara al principio una campaña contra la nueva rama, y les acusaran de quebrantar la decisión pontificia de León X, y de anteponer sus escritos personales a la clara voluntad de los papas que habían suficientemente expresado el modo de vivir el espíritu franciscano en aquellos tiempos. Es lógica esta actitud inicial, en momentos de tantos movimientos seudomísticos, y cuando se veían los menores observantes cogidos por dos fuegos, desde dos extremos opuestos, el de los conventuales y el de los capuchinos. Se agudizó con la clamorosa defección y apostasía del tercer vicario general capuchino, Bernardino Occhino. Pero pasó el período de confusión, y la Orden capuchina fue difundiéndose como pocas. En 1619, cuando los pontífices la consideraron ya como una Orden enteramente independiente, contaba con cerca de 15.000 miembros. No cabe duda de que consiguieron dar a la nueva generación, la esencia más pura del franciscanismo. La austeridad externa, el dinamismo apostólico, la valentía y eficiencia de su acción impresionó profundamente a un pueblo que vivía en un momento histórico en que las formas externas, el heroísmo, la actitud conquistadora formaban los valores más estimados. [Historia de la Espiritualidad. Volumen II. Barcelona, Juan Flors Ed., 1969, pp. 143-153 y 191-194. N. de la R: Aquí hemos suprimido las notas]
Posted on: Mon, 24 Jun 2013 01:17:14 +0000

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