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cada dia ... Cada día, a las siete de la mañana, nuestro hombre ya está sentado en su despacho acristalado, porque su bwanainicia la jornada a las siete y media y cuando llega suele llamarlo para interrogarlo sobre asuntos de última hora. Si te pilla en la berza, empieza el descuento en tu metafórico carné de puntos en la empresa. A las nueve suele haber algún desayuno de trabajo con inversores, o con personal de las delegaciones. Dos cafés, careto de falso interés y bostezos disimulados. La mañana avanza trufada de reuniones inútiles, con power-pointincluido, que duran cuatro veces más de lo necesario. El «líder de la reunión», un chaval con fama de trepa, te lee lo que tú ya estás leyendo en la pantalla y tú asientes como si te importase (mientras junas de refilón los guasapsy la crónica del Madrid). Cuando trepa-líder se detiene a explicar algo, trufa cada frase de anglicismos para sentirse el primo latino de Steve Jobs («nuestro partner», las comodities, y por supuesto los inevitable know how y workflow, tan onomatopéyicos). Tras un coffe break, cada ejecutivo retorna a su cubículo. En la bandeja de entrada se acumulan 30 correos. El móvil lo sobresalta con un mensaje cada diez minutos. El delegado en Polonia entra por videoconferencia. La secretaria solicita instrucciones sobre la plaza de párking del nuevo, un julandrón que se queja de que no le cabe su Porsche Cayenne. Un amigo de la universidad, al que no ha visto en 20 años y con el que acabó mal, reaparece jovialísimo en su móvil, para pedirle/exigirle que contrate a su hija, que tiene 36 años, cinco másters y nunca ha trabajado, pero es una fenómena. A las dos se va pitando a una comida de trabajo con unos peruanos en un restaurante del centro. A las cinco está de vuelta en su despacho. Un poco abotargado, porque los peruanos no cejaron hasta que cayeron un par de piscos para festejar una «alianza estratégica». La tarde es otro carrusel de llamadas y correos. A las nueve y media de la noche llega a casa, cansado y de mal humor. Le da un beso a su mujer, que también acaba de llegar y está cansada y de peor humor porque ha pandado con la cena. Otros beso para los niños, que se transforma en un rugido cuando uno de los chavales suelta una sandez propia de su edad. Empiezan a cenar y el móvil se pone a vibrar. «¡Coño, el boss!». Suelta el tenedor y se cuadra, como si lo tuviese delante. Hay que dejarlo todo. Ronda de llamadas para atender su encargo, que le ocupa una hora. Acaba de cenar a las doce, tras un recalentón en el microondas. Una dosis de telebasura para entontecerse y a dormir. Cinco horas de sueño. A las siete, en la oficina. Llega agosto. Los ejecutivos más gloriosos de la multinacional inician su éxodo anual. Los correos les entran al goteo. Las llamadas y los guasaps casi desaparecen. El directivo reposa en su habitual refugio playero. Temperatura asegurada, un mar de postal, una urbanización idílica. Un muermazo absoluto. Un año más constata que no hay nada más aburrido que ir a la playa, ni nada más complicado que retomar la ficción de una intimidad conyugal con una persona a la que en realidad durante el año no ha visto más que media hora al día. El ejecutivo vaga melancólico por el paseo marítimo. Priva más de lo debido («son vacaciones»), come más de lo debido («es verano»), fuma más de lo debido (como siempre), y hace su descubrimiento de todos los agostos: en realidad no tiene vida fuera del trabajo. Cuando en plenas vacaciones su jefe le envía un guasapmás bien impertinente, conminándolo a que haga algo «porque tenemos un lío del demonio en Rumanía», no se indigna. Simplemente besa el móvil y recupera el flujo sanguíneo.
Posted on: Tue, 06 Aug 2013 06:14:50 +0000

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