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—Y ése hombre obeso de allá atrás, disfrutando de la compañía de dos preciosas prostitutas, es Lord Melthor. Extranjero, proveniente de las Islas Rojas del Norte —dijo un hombre de ronca voz a su hermano menor—. Rico, arrogante y un bastardo traidor; como cualquier otro Ængles que conocerás. —He escuchado que también es muy mal amante —exclamó el primo de los dos, tomando un gran trago de cerveza oscura. —¡No cabe duda! Ésa mierda gorda de “Lord” no podría encontrar su propia verga debajo de toda esa grasa que él orgullosamente llama “Real” aunque tuviera una erección del tamaño de la Torre Oeste. Y mucho menos una puta. —O dos… —añadió el tercero; el hermano menor y el más joven de los tres. El trío de hombres rió a carcajadas, las cuales retumbaron en la esquina de la habitación donde se encontraba su mesa. Disfrutaban de un buen rato durante el Festín que el Rey Thoros de Valladee, el Primero de su Nombre, Gobernante Absoluto de la Península Ígnea, las Islas Colgantes del Este y único Protector del Reino, había organizado para celebrar su nuevo, y tercer, casamiento. Grandes Príncipes y Princesas, Marqueses y Marquesas, Condes y Condesas, Barones y Baronesas y Caballeros de todos los rincones del Reino y de naciones aliadas habían sido invitados, y la mayoría había asistido. Todos vestían sus mejores armaduras, vestidos, joyas y baratijas para demostrar a los demás invitados lo poderosos que eran. A los invitados les asistían un millar de sirvientes, músicos, malabaristas, bufones, bardos y prostitutas, además de más de 100 hombres de La Vieja Guardia, quienes con su reluciente armadura y capas doradas custodiaban todas las entradas y salidas ininterrumpidamente y con esmero. El Gran Salón estaba completamente adornado con Estandartes y Banderas que representaban a las diferentes Casas que se presentaron, así como tapices que encarnaban en ellos un sinfín de grandes y legendarias batallas, mitos y leyendas de todo tipo. Las espadas cruzadas, los pesados candeleros y Escudos Familiares les acompañaban. Las 20 largas mesas de madera, de aproximadamente 15 metros de largo cada una, estaban cubiertas con una fina tela blanca con ornamentos de oro, un centenar de velas y una extensa vajilla de plata. Sobre los ostentosos cacharros de metal se ofrecían platillos con gran variedad de colores, olores y sabores, como sopas frías y de pasta, venado y jabalí asado, patos y gansos bañados en vino, gallinas rostizadas, conejos, liebres, cangrejos, montones de bandejas de dulces y frutas, e incluso carne de garza y elefante, traídos desde los confines más alejados al Sur del Reino. También, una extensa fuente de bebidas de todo tipo, con seis clases de vino, cuatro variedades de licor y una enorme cantidad de café. Todo esto ordenado por el Rey, para satisfacer cada una de las necesidades de sus invitados. —Pobre muchacha —exclamó el más joven de los hermanos mientras su mirada se clavaba en la pareja recientemente casada. —¿Por qué dices eso, Farreen? —preguntó su primo, tomando otro trago. —Ella apenas tiene 15 años, y se casó con un hombre de tres veces su edad. —Bueno —replicó el hermano mayor—, así son las cosas. Además, ése hombre siempre ha obtenido lo que quiere; es el Rey. —¡Bah! —exclamó el primo, bajando un poco la voz—. ¿Por qué te preocupan esas cosas? Las mujeres sólo son buenas para dos cosas en éste mundo: servir a su esposo y una buena cogida; la edad no importa en ningún caso. Y yo pienso que ambas son lo mismo. ¡Oh! Si sólo pudiera pasar un tiempo a solas con tan peculiar Dama antes que el Rey… ¡Acariciar tan tierno culo! —¡Cállate! —interrumpió el hermano mayor—. Estás hablando de la Reina. Si el Rey o uno de sus Señores más cercanos te llegan a escuchar… —No lo harán, querido primo. Todos están muy ocupados bebiendo y comiendo como animales… teniendo diversión con tantas putas como puedan. —¿Cuándo aprenderás a mantener ése tipo de comentarios para ti mismo, primo? —preguntó el hermano más joven. —Hoy no —rió su primo—. Ahora, sé tan amable de traerme otro tarro lleno, pero ésta vez de vino, ¿quieres? —¿Por qué no vas tú mismo? —Porque, primero, tengo un rango mayor que tú… ¡Yo soy un Caballero de la Joven y Potente Orden de mi Verga! Segundo… soy tu primo. Tercero… —Sólo ve y tráela —interrumpió el hermano mayor—; ya está ebrio. Farreen se levantó de la mesa y se dirigió hacia la fuente de bebidas. Mientras caminaba entre los Señores y Damas, él los miraba detenida pero disimuladamente. Ciertos rostros le eran familiares, otros no. Algunos de los invitados le parecieron intranquilos, alterados y quizá hasta ansiosos, pero eso no le importó demasiado; su mente se concentraba en otros asuntos, ridículamente menos importantes. Cuando el joven muchacho pasó frente a un pequeño grupo de jóvenes Señoritas que se encontraban junto a las bebidas, todas ellas de no más de 20 años, muy hermosas y coquetas, Farreen se sintió nervioso e inquieto. Por su mente pasó la idea de que aquellas mujercitas se reían de él, ya sea por las lujosas pero gastadas ropas que vestía, por su alborotado cabello y las tontas baratijas en sus dedos, por lo cortas que él pensaba que se veían sus espadas (la de metal, y la otra) con el pantalón que usaba, o por el simple hecho de cómo caminaba. Farreen siempre había sido así; se preocupaba mucho sobre lo que podrían pensar de él, incluso sobre las cosas más insignificantes. Y no sabía por qué lo hacía. Quizá la razón era que él provenía de una Casa muy bien conocida, honorable y poderosa, y tenía siempre que actuar como sus antepasados lo habían hecho durante años. Quizá era porque su padre y hermano, e incluso el idiota de su primo, eran afamados soldados que habían luchado en cientos de batallas, siempre leales al Rey, mientras que Farreen era un simple escudero que apenas y había ido a cazar en algún par de ocasiones y de quien todo mundo esperaba lo mismo. Quizá era porque Farreen tenía ya edad suficiente para casarse, 20 años, y que pronto sus padres le presentarían a la Dama que ellos elegirían, sin consultarlo, con la cuál contraería nupcias a menos que él presentara una; cosa que era… “… muy improbable” —como había dicho su hermano alguna vez, burlándose—“, porque Farreen nunca se ha atrevido a conversar con ninguna hermosa jovencita por su cuenta; sólo aquellas a las que yo y nuestro primo le hemos presentado. ¡Y a pesar de nuestro esfuerzo, él no logra nada más que aburrirlas! Una vez…” —¡Mi Señor! ¿Vino por otro buen trago? ¿Para usted? No lo creo. Para su primo, probablemente. ¿Estoy en lo cierto? ¿Qué le dije? ¡Adivine! —dijo el viejo sirviente que estaba a cargo de las bebidas, interrumpiendo los pensamientos del muchacho. —Sí, apreciado amigo —sonrío Farreen. —Muy bien, aquí tiene. Es vino muy bueno, mi Señor. Su primo caerá rápido, se lo aseguro. —Gracias, Ungarn. —Un placer, mi Señor. —Una cosa más… —¿Sí, mi Señor? —¿Acaso sabrás el nombre de aquella Señorita? La que se encuentra al lado de La Dama del Valle. ¿Quién es? —¡Ah, mi Señor! ¡Usted tiene buenos ojos! Y ésos mismos ojos no han dejado de seguir a aquella bella Señorita durante toda la noche desde el momento en el que ella llegó. ¡Sí, lo noté, mi Señor! —el viejo hombre rió—. Y también noté que los ojos de aquella hermosa mujer lo han seguido a usted también… —¿Es verdad? —preguntó Farreen, quien no pudo ocultar su entusiasmo. —¡Sí, sí, mi Señor! Pero me temo que no conozco su nombre. Aunque conozco al Señor con quién llegó al Festín. —¿Quién era? —Sagneur J’lan Levront III, Señor de los Bosques Negros al Noreste de la Gran Ciudad de Rymathen. —Ya veo… ¿Su hija? —preguntó el joven muchacho mientras observaba a la hermosa joven con mucha atención. —No sabría decirle, mi Señor. —Muy bien. Gracias, amigo mío —dijo Farreen mientras se disponía a regresar a su mesa. —Una cosa más, mi Señor, si me lo permite… —Habla. —Sea muy cuidadoso —dijo el anciano mientras colocaba su mano sobre el hombro de Farreen—. A usted lo conozco desde que era un pequeño niño; yo mismo lo crié como a un hijo hasta el momento en el que lo nombraron escudero de mi Señor… Y conozco ésa mirada en sus ojos, así como conozco al Sagneur J’lan… Un hombre muy celoso, sí… Si aquella hermosa Señorita llega a ser su hija… J’lan Levront no es un hombre que juega, mi Señor. Buena suerte. Y recuerde: “El amor es la pesadilla del honor…” —“…, la muerte del deber.” Farreen asintió discretamente a las palabras de su viejo tutor, dio media vuelta y se dirigió de regreso a su mesa con un tarro enorme que desbordaba fuerte y oscuro licor, así como con una mente tranquila. Por algunos instantes, Farreen no se preocupó por lo que los demás pudieran pensar de él; más bien, en su mente solamente existía la imagen de aquella Señorita que lo había cautivado horas atrás. Lo recordaba bien: ella miró alrededor al llegar al Festín. Sus ojos encontraron los de Farreen, a la distancia, y por un breve momento él sintió que sus almas compartían el mismo extraño y misterioso sentir, pues una delicada sonrisa se dibujó en el suave rostro de ella. Nunca había Farreen conocido a mujer más hermosa… “…en ninguna parte. Tiene la figura más bella, noble y exquisita imaginable. Todos sus movimientos y gestos están llenos de gracia, y todas sus miradas de sentimiento. Su piel sumamente blanca, y su largo y negro cabello adornado por una brillante diadema, me han apasionado. Sus ojos, muy grandes, expresivos y color miel, reflejan la luz de las velas haciéndolos mil veces más interesantes a la vista. Su sonrisa, resguardada por dos hermosos, resplandecientes, encarnados y rosados labios, me hacen imaginar cómo sería recibir uno de sus besos. Su nariz, aquilina, estrecha y de fino puente, es coronada por cejas de ébano. La barbilla es perfecta. Tiene un rostro magistralmente ovalado, donde impera algo de amabilidad, ingenuidad y candor. El cuerpo lo cubre una fina tela, por completo, con algunos pendientes de gemas y una pequeña daga como decoración. Sin embargo, aquel elegante vestido permite observar a detalle, al ojo atento y respetuoso, la hermosa y delicada figura de tan encantadora criatura. Los brazos, el pecho y las caderas están tan bien formados que parecieran haber sido creados por los mismos Dioses para servirles de modelo. Una ligera pelusilla negra cubre el Templo de Ameres, sostenido por dos muslos bien torneados. Las nalgas, redondas, parecen tan carnosas y sólidas, correspondientes al talle amplio de quien vive rodeado de comodidades. A semejantes atractivos, al parecer, aquella joven une un temperamento dulce, un espíritu novelesco y tierno, y un corazón muy sensible. Además, puedo notar que ella es educada, tiene talento, y una disposición natural para la seducción que inspiran tantas cosas… ¡Ésa no es una simple criatura mortal, sino todo un ser divino! Ameres, Diosa del Amor, la Pasión y la Fecundidad, Madre de todos los hombres de éste mundo y el otro, ¿qué es esto? ¿Qué es éste sentir? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ella? ¿Por qué…? —¡Ah, regresaste, pequeño escudero! —rió su primo—. Sí, sí, sí, sí… dame. Ahora, si me disculpan, queridos… El pequeño Raimes… ¡El grande, gigantesco y potente de Raimes! ¡Sí!... Raimes necesita encontrar una funda para su espada… Sí… —¡Fuera de aquí, entonces! —rieron ambos hermanos. Su primo, tambaleante a cada paso, se levantó de la mesa, tomó por debajo de la espalda a una prostituta que pasaba y, susurrándole al oído, desapareció entre la multitud. —Muy bien, joven hermano —dijo el mayor de los dos hombres que quedaron en la mesa—, continuemos. ¿Logras ver a aquel hombre alto y con cara de perro, quien viste una armadura completa, negra como la noche, a la derecha del Rey? Su nombre es Eros, mejor conocido entre prostitutas, bastardos y la gente de la Corte como “El Cuervo Negro”. No es Señor, ni Caballero; ni siquiera fue escudero como tú. ‘¿Entonces cómo es que un hombre tan feo como el ano de una mula está de pie tan cerca del Rey?’, seguro te preguntas. Bueno, él es un buen soldado, obediente, pero también un hombre cruel quien se satisface con el dolor de aquellos que corta el filo de su espada. Mercenario, años atrás. La historia dice… —Ah! If it isn’t Sir de Braavos himself, my eyes have certainly fooled me! —interrumpió un hombre viejo de pesada y gris barba, ebrio y bastante obeso, quien vestía una armadura ligera (para alivianar su peso al levantarse) de color rojo con adornos de leones y dragones dorados— I thought you wouldn’t assist the Feast, Sir, and rather stayed behind the walls of your father’s keep… as you both cowardly did last war. (¡Ah! ¡Si no es Sir de Braavos, mis ojos ciertamente me han enganado! -- Pensé que no asistiríais al Festín y en su lugar os quedaríais detrás de las murallas del castillo de vuestro padre... como ambos lo habéis hecho durante la última guerra.) —My House fought that war as much as yours did, Lord Melthor. We didn’t find each other on the battlefield, for the King ordered me to defend my father’s lands from your armies. And so I did —respondió el hermano mayor, poniéndose de pie—. Now, if you excuse us… (Mi Casa peleó aquella guerra tanto como la vuestra, Señor Melthor. No nos encontramos en el campo de batalla, puesto que el Rey me había ordenado defender las tierras de mi padre de vuestros ejércitos. Y así lo hice. -- Ahora, si nos disculpa...) —But I have just arrived! —volvió a interrumpir el obeso Señor, mientras su pesado brazo volvía a sentar al hermano mayor de manera brusca—. I am sorry; I couldn’t help it but listen to the story you were about to tell your younger brother. The story of the Black Crow”, wasn’t it? (¡Pero acabo de llegar! -- Me disculpo; no pude evitar oír la historia que vos le contabas a vuestro hermano menor. La historia del Cuervo Negro, ¿no es así?) —An interesting story, my Lord —añadió Farreen. (Una historia interesante, mi Señor.) —Agreed… —el obeso hombre descansó sus enormes posaderas sobre la fina banca, haciendo crujir la madera, y las dos prostitutas que le acompañaban tomaron asiento también, dejando al hermano mayor en una posición incómoda entre una de las prostitutas a su izquierda, mientras que la otra y el Lord extranjero a su derecha. Farreen, quien había sido lo suficientemente rápido para esquivar a los recientemente llegados a la mesa, había quedado en la extrema izquierda. El rechoncho invitado permaneció unos segundos en silencio, mirando la mesa y los platillos en ella, tomó un gran sorbo de vino y acarició los senos de una de sus acompañantes. (Cierto.) —Boy —dijo el más anciano de los cinco en la mesa, clavando su vaga mirada en Farreen al otro lado—, leave. I shall discuss matters of war with your brother, and this is no table for mere squires… but for “treacherous bastards”, like your brother and I. Aye, I could hear it all, but there are more important matters to discuss first, for I fear the worst could happen… but I know not when. Leave, I say! The Black Crow shall wait… (Niño -- déjanos. Discutiré asuntos de guerra con vuestro hermano, y ésta no es mesa para simples escuderos... pero para bastardos traidores, como vuestro hermano y yo. Sí, lo escuché todo, pero hay asuntos más importantes que discutir primero, porque temo que lo peor pueda pasar... y no sé cuándo. ¡Déjanos, dije! El Cuervo Negro esperará...) Farreen abandonó la mesa, dejando a su hermano atrás. Estando ya por su cuenta, después de haber dado un par de vueltas al Gran Salón, el muchacho alzó la mirada y arrojó un extenso vistazo a la multitud, con la esperanza de encontrar entre las distintas coronas, diademas y yelmos aquel peculiar brillo que se desprendía de la tan larga cabellera envuelta en una suave y cristalina tela. Allí estaba ella, a unos cuantos metros de distancia, rodeada por varios hombres y mujeres que elogiaban su belleza por igual, bajo un enorme candelabro que, al proyectar luz sobre su existencia, daba la ilusión de que aquella criatura desprendía un aura cálida sin igual, comparable sólo con aquella de los Dioses y Héroes. Farreen observó por unos instantes la escena, notando que la jovencita no parecía estar del todo cómoda. Entonces, para su sorpresa, ella levantó la mirada y al hacerlo descubrió al tímido muchacho pobremente oculto detrás de un montículo de paja. Los tiernos ojos de ella giraron al mismo tiempo que una leve sonrisa se le escapaba de los labios, y cómo si ése gesto hubiese sido una especie de señal, ambos se pusieron en marcha; ella se levantó y se dirigió hacia las puertas más cercanas, mientras que él la siguió de una manera rápida pero discreta. Ella salió, dejando detrás una esencia a flores, y Farreen apresuró el paso. Su corazón palpitaba velozmente, un poco de sudor corría por su frente y una extraña sensación le recorría todo el cuerpo. Por su mente pasó la idea de abandonar, de no atreverse a salir y regresar a su mesa, dejando que todo lo que hubiera podido pasar durante la noche nunca pasara y se perdiera en las arenas del tiempo para siempre. Era una corazonada, la cual ignoró por completo, porque cuando un hombre se enamora, no piensa; actúa. Y Farreen creía estar enamorado. Al salir al Jardín Este, Farreen encontró a tan peculiar Señorita junto a una de las muchas estatuas de mármol que encarnaban a los Dioses. Dichas esculturas engalanaban el monumental estanque, tan largo y ancho como un paraje de Justa, el cual exhibía en sus aguas cristalinas un sinfín de plantas marinas y peces traídos de todas partes del Reino. La Luna brillaba con todo su esplendor, y su luz caía delicadamente sobre el rostro de tan bella mujer como cae el velo de una novia el día de su casamiento. Algunas de las flores se habían abierto, como las Phlox y las Onagras, desprendiendo un distintivo aroma que jugaba con el perfume de la jovencita, pero que sin embargo no lo opacaba. Farreen, no queriendo perder el hilo de aquella fragancia, se aproximó al estanque, colocándose a unos pasos de distancia de la Señorita que lo había hecho alucinar desde el primer momento. —¿Nos chonocemos? —preguntó ella, con un marcado acento extranjero que la distinguía como nativa de los Bosques Negros del Noreste, pero quien sin embargo tenía una buena pronunciación. A pesar de lo toscas que parecieran sus palabras, ellas las había pronunciado de manera suave, quizá coqueta. —¡Oh! Uh… Me temo que no, mi Señora… Yo soy Farreen de Braavos, escudero del Señor del mismo nombre, a su servicio —contestó el muchacho, dando una reverencia algo torpe. —¿Fah-Farrheen? No me parhece haberh eschuchado de vos antes… Y no es Señorha, sino Señorhita —dijo ella, sonriendo levemente—. ¿Puedo ayudarhos con algo? —De hecho… sí. Mi Señorita… —exclamó él, tardando unos segundos en tomar suficiente valor—. ¿Puedo… puedo tener el honor de saber más de usted? —Bueno… Mi nombrhe es J’mna Levront d’li Mön. Mi padrhe fue Sagneur P’te Levront. Mi madrhe Mare d’li Mön. Los dos fuerhon Riais de los Bosques Negrhos al… —…al Noreste de la Gran Ciudad de Rymathen, mi Dama; porque usted es Princesa y yo un simple escudero —dijo Farreen, realizando una mejor reverencia ésta vez. —¿Chonoce a mis padrhes? —Sólo en las narraciones de los viejos de la Corte. He escuchado que su padre es un valiente guerrero y muy buen rector de sus tierras, y que su madre es una gran reina, caritativa y muy humilde con sus súbditos. ¿Vinieron ellos también al Festín? —No. Ellos murhierhon hace pochas lunas, a mano de hombrhes despiadados; hombrhes seghados por la avarhicia y el poderh —dijo ella, con un ligero e irritado tono, apenas notado por Farreen. —Es una pena oír eso. Mis más sentidos pésames, mi Dama. —No os prheocupéis, mi Señhorh de Brhaavos. La irha de los Dioses prhonto caerhá sobrhe aquellos que la merhecen, y se harhá justicia. —Muy pronto, espero. ¡Y que a los bandidos y ladrones que se atrevieron a tomar la vida de sus padres les atormenten durante mil años en el más profundo nivel de los Siete Infiernos! —Sí… ashesinos… —comentó ella entre dientes, esquivando la mirada de Farreen. Bajando la mirada, ella intentó ocultar algo, lo cual el muchacho notó; pero a falta de experiencia en los vastos campos del amor y la política, el pobre joven no pudo más que asumir que la pérdida de sus padres causaba un gran dolor en el alma de la hermosa mujer, y que ella prefería no ser vista con lágrimas corriendo por sus rosadas mejillas. Por un momento existió un corto silencio, pero al cabo de unos minutos la plática prosiguió. Ambos jóvenes abordaron diferentes temas; de la paz a la guerra, de la vida a la muerte y de todo lo conocido en el mundo, así como de lo desconocido. Transcurrieron horas, que a la pareja parecieron simples minutos, de palabras, filosofía y letras. Farreen encontró a la Princesa sumamente encantadora, atractiva, tan confidente y honesta con él que creyó llegar a un punto donde ambos podrían ceder uno en el otro y se dejó llevar por sus instintos. —Y… ¿Y ha disfrutado del Festín hasta ahora, mi Dama? —Ojhalá. Mi tío, Sagneur J’lan, me trajho porhque ya tengo sufhiciente edad parha casarhme. Cumplí 16 añhos el último invierhno. Durhante toda la noche, mil y un prhetendientes se me han acerhcado ofrheciendo montones de jhoyas y tierrhas; todo a cambio de una simple corhona. Y si yo los rhechazo, ellos van detrhás de mi tio ¡Qué locurha! Ambos jóvenes rieron, pero después tomaron un tono más serio. —Quisierha algún día encontrhar el amorh, como mis padrhes lo hicierhon. Amarh a un solo hombrhe porh el rhesto de mi vida. Alghunas veces me prhegunto si encontrharhé a ése hombrhe antes de que mi tío me impongha casarhme con alghuno de sus Sagneurs. ¡Q’horrhible serhía casarhse con un anciano! —La entiendo, mi Dama. —¿Es así, mi Señhorh de Brhaavos? ¿Ya se ha casado con un anciano antes? —rió ella, en tono travieso. —¡No! ¡No! Yo, uh… —reaccionó él, provocando en ella una tierna sonrisa—. Es sólo que… —¿Qoi, mi Señhorh de Brhaavos? —Es que usted me ha estado llamado Señor de Braavos durante toda la noche, cuando no lo soy. Le he dicho que sólo soy un escudero. El escudero de mi padre… —dijo él, en un intento por cambiar el tema de la conversación y no parecer aún más tonto ante su compañera. —¿Y eso qué? Alghún día serhá un Señhorh de Brhaavos, como su padrhe y herhmano —interrumpió ella. —No hasta que me case, mi Dama, como dicta la tradición de mi Casa. —¿Y con quién planea casarhse, mi Señhorh? —Yo… y-yo… Ambos jóvenes miraron a los ojos del otro, en completo silencio, con los Dioses como únicos testigos. Al encontrarse los dos sentados en un banco, fue sencillo para Farreen dar un pequeño paso, el cual lo acercó un poco a la Princesa J’mna. Los cuerpos de ambos se encontraban lo bastante cerca uno del otro como para poder percibir el calor que emanaba de ellos con cada respiración; lo bastante para que él pudiese notar las pequeñas y hermosas pecas que cubrían el rostro de ella y la tomase de la cintura; lo bastante para que ella pudiese tomarlo a él de la nuca y acercar sus labios. Y así lo hicieron. Pero no se apresuraron. Permanecieron así, con los ojos cerrados y sus labios levemente rozando los del otro por unos segundos, que a Farreen parecieron eternos… “Ella me besará. Lo que más anhelé desde el momento en que la vi al llegar al Festín está a punto de suceder. Puedo sentir la suave textura de sus labios acariciando los míos, y cómo juega delicadamente con el cabello de mi nuca. No puedo pedir nada más a los Dioses. El momento es perfecto. Ella es perfect…” Un par de tiernos labios rosados, tan delicados y dulces como su dueña, regalando un beso apasionado, por muy corta que sea su duración, es una de las pocas maravillas en el mundo que pocos hombres han tenido el privilegio de experimentar. “…” La mente de Farreen quedó en blanco. El muchacho se perdió en un mundo perfecto; dejó su cuerpo atrás, y su mente y alma trascendieron a los límites del Universo, y fueron más allá aún. Pero la desventaja que tiene el abandonar mundo terrenal es que no es posible percibir lo que sucede al alrededor del cuerpo. No hasta que es demasiado tarde. “¿Qué hace? Baja su mano hacia mi pecho, y ahora hacia mi abdomen. ¿No es quizá algo apresurado? ¿Y ahora? Ya no puedo sentir su delicada mano sobre mi cuerpo; se detuvo y la retiró. Su cinturón se mueve. ¿Quizá desea retirar su daga? ¿Pero por qué…?” Un estrepitoso ruido proveniente del Gran Salón hizo que ambos jóvenes se separaran rápidamente. Gritos de agonía y el distintivo sonido de la pelea escaparon por las grandes ventanas y alcanzaron los oídos de Farreen, quien al escucharlos se puso inmediatamente de pie; algo ocurría dentro. El muchacho ordenó a la Princesa J’mna quedarse allí mientras él iba a investigar. Quizá no había sido más que un accidente, donde un par de Señores habían bebido demasiado. Quizá una prostituta se había ofendido y abofeteado a un Señor, quien en respuesta la había golpeado, y en respuesta a esa acción un sirviente o Señor había salido en la defensa de la mujer. Quizá su hermano y Lord Melthor habían comenzado a discutir, pues Farreen recordaba haberlos dejado en no muy buena situación. Pero no habría dado el muchacho ni una tercia de pasos hacía el Gran Salón cuando las puertas de éste se abrieron de golpe, dejando ver la cruel escena que se desarrollaba en su interior: los más de 100 hombres de la Vieja Guardia, junto con otros Señores y Lores, atentaban contra todos y cada uno de los miembros de la Familia Real, así como a todos los integrantes de las Casas que habían permanecido fieles al Rey durante la última guerra. Farreen logró ver como media docena de Guardias apuñalaban a la Reina en el vientre y en el rostro de manera violenta; su cuerpo sin vida yacía en el trono, con fuentes de sangre siendo expulsadas por las heridas. Mientras tanto, otro puñado de Guardias cortaba la cabeza del Rey sobre su propia mesa con una espada oxidada; los gritos de dolor del Rey provocaban escalofríos y sólo cesaron cuando su cabeza se desprendió del cuerpo. Algunos de los hijos del Rey, mayores, Señores y Caballeros, peleaban por su vida rodeados por Señores del Sur y del Noreste, quienes cobardemente los atacaban por la espalda; incapaces de soportar las múltiples cuchilladas en sus cuerpos, los valientes guerreros caían muertos al desangrarse. A los otros hijos del Rey, los menores, se les cortaba el cuero cabelludo entre gritos y llantos, o se les arrojaba vino y licor y se les prendía fuego. A las hijas del Rey se les rasgaba la ropa y se les perseguía por todo el lugar sino es que se les asesinaba, al intentar ellas defenderse, para después ahorcadas con sus propias ropas y colgadas de los balcones. Para los miembros de las Casas leales al Rey la suerte no cambió. La sangre brotaba del cuerpo, ahogaba los gritos de aquellos por morir, cubría el suelo con tan respectivo color y dejaba tras de sí un fétido olor a muerte. —Farreen! —gritó Lord Melthor, quien pesadamente abandonaba el Gran Salón, llevando consigo sobre uno de sus hombros el cuerpo sin vida de Sir de Braavos—. Your brother is dea… Treason! Run, boy! Ru-Argh… (¡Farreen! -- Vuestro hermano está muer... ¡Traición! ¡Corre, niño!) Una gran espada de doble filo atravesó el pecho de Lord Melthor, quien cayó muerto al suelo bruscamente. Detrás de él se encontraba su asesino, vistiendo ropas de gala adornadas con ornamentos de jade formando un gran y tenebroso árbol en el centro, y debajo de estas prendas, casi completamente oculta, una ligera armadura. Aquel alto hombre de mediana edad permaneció de pie, inmóvil, en el umbral de las grandes puertas del Salón por algunos momentos. Pesadas y oscuras nubes habían cerrado los cielos, impidiendo que la luz de la Luna iluminara su rostro, ocultando así su identidad entre las sombras de la noche. El pobre muchacho se encontraba horrorizado por la terrible escena que acababa de presenciar; su corazón latía fuertemente, su respiración era corta y agitada, y el tiempo parecía transcurrir muy lentamente a su alrededor. Tenía miedo. Sin embargo, Farreen desenvainó su espada con furia y, tomando una posición amenazadora, ordenó al hombre mostrarse ante él. Pero su temblorosa voz había ocasionado que sus palabras perdieran fuerza y que su contrincante sólo se molestara en soltar una ligera y burlona carcajada. —Tuez-le, voule-vy? —dijo el misterioso hombre, dando un paso adelante, revelando así su rostro manchado de sangre y una pesada mirada en sus ojos. (Mátalo, ¿quieres?) —‘Ae, Sagneur Levront. (Sí, Sagneur Levront.) Un pesado y horroroso escalofrío recorrió la espalda de Farreen y esto le detuvo el corazón por unos instantes. Pero el descubrir el rostro de quien se ocultaba en las sombras no ocasionó tal sensación, sino más bien el hecho de que un helado y afilado metal se deslizaba lentamente sobre su piel, dejando tras de sí la piel herida y ensangrentada, el cual no se detuvo hasta haberse sumergido completamente en las entrañas del joven escudero. El arma punzocortante, que era relativamente pequeña si se le compara con una espada, hirió la espalda de Farreen, abriéndose paso a través de piel y músculo, perforando el hígado y provocando una grave hemorragia. —Lo siento, Farrheen —susurró una delicada voz a su oído, mientras la pequeña daga era removida de la herida, dejando así que hilos de sangre comenzarán a fluir de ella. —¿P-por qué? —preguntó él, mientras caía de rodillas. —Venganza. - El Artista; Historias Inconclusas
Posted on: Fri, 01 Nov 2013 05:39:37 +0000

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