CAPITULO 3 EL BARRIO El - TopicsExpress



          

CAPITULO 3 EL BARRIO El invierno estaba bastante avanzado y los días de sol eran algo más frecuentes aunque todavía escasos. Era muy raro el día que miraba por la ventana al despertar y no veía ninguna nube en el cielo, y cuando esto sucedía podía decirse que hacía un día fantástico, soleado y luminoso que invitaba a salir a la calle y saltar de alegría. El jardín verde del blanco convento llamaba la atención por su follaje y sus grandes y cuidados árboles tapados parcialmente por el piso superior de la villa balanceaban sus ramas al viento. Esta permanecía vacía y no se supo nada de la pareja de ancianos. La leña apilada junto a la puerta había desaparecido y el camino adoquinado que cruzaba el jardín había sido invadido y semitapado por helechos y otras malas hierbas que habían brotado a causa del abandono. El buzón de la entrada no podía tragar ya más propaganda y alguien había hecho una pintada poco o nada artística y de carácter separatista en una parte interior del viejo muro destruyendo el rustico atractivo del paisaje. El cole continuaba y la primavera iba llegando lentamente y sin mucha decisión. Había más partidos de fútbol, los días comenzaban a ser más largos y sin lluvia se hacía imprescindible hinchar las ruedas de la bicicleta y salir a dar pedales. Existían buenos caminos y rutas para hacerlo y a menudo solía ir bastante lejos, explorando otros barrios adyacentes al mío y descubriendo mi entorno. Aquella vez decidí pasar por el portal de Sergio como hacía muchas veces y él me vió desde su balcón y me hizo un gesto para que le esperara y que bajaba enseguida. Al minuto apareció con su bici y nos dejamos caer suavemente cuesta abajo por nuestra calle, la Avenida de Ulía agarrando los bocatas como buenamente podíamos y frenando, al menos en mi caso, con la zapatilla en la rueda de adelante. Sorteamos los numerosos baches que había en la estrecha y parcheada carretera que se prolongaba cuesta abajo bordeando el redonchel. Dejamos atrás la pastelería Toñi junto al bar Nilo y la tienda de papeles pintados Colowal y bajamos por la calle Azkuene hasta llegar a la esquina de la farmacia donde estaba el cruce y el bodegón. Desde allí nos dirigimos por la calle principal, Euskadi Etorbidea en dirección al puerto y al llegar a San Pedro nos metimos por la lonja abarrotada con cajas de madera apiladas en altas columnas y con un fuerte olor a pescado. Al llegar al embarcadero soltamos nuestras bicis y saciamos nuestra sed con sendos y generosos tragos de agua de la fuente del manantial de San Pedro descansando nuestros culos del traqueteo del viaje y el roce del sillín. Después de un minuto de reflexión nos pusimos en marcha de nuevo y continuamos por la estrecha carretera que iba hacia “puntas” pasando por unos viejos y pequeños astilleros y flanqueados por el empinado monte a la izquierda y el verdoso mar a la derecha hasta la punta del faro donde hicimos otro breve descanso. Después regresamos por donde habíamos venido hasta la fuente donde volvimos a pegar otro trago. Empezaba a oscurecer y después del largo paseo decidimos volver al barrio por otra ruta diferente bordeando el monte y subiendo las empinadas cuestas entre los bloques situados en la parte más alta y que no conocíamos muy bien ya que era más fácil ir por abajo. Había tramos en los que las cuestas eran tan pronunciadas que teníamos que bajarnos de las bicis y empujarlas hasta llegar al próximo rellano. En una de éstas subidas, Sergio y yo estábamos a punto de alcanzar el final de una larga cuesta cuando por la derecha aparecieron cuatro o cinco chavales algo mayores montados en sus bicis adelantándonos frenéticamente riéndose y gritando. Giramos a la izquierda y otra cuesta nos esperaba para subirla pudiendo ver en lo alto a los cinco chavales observándonos con posturas desafiantes. Faltaba ya poco para llegar a nuestro barrio y sin mediar palabra iniciamos el ascenso cogiendo algo de carrerilla para no desfallecer a medio camino y demostrar que teníamos los huevos para subir de un tirón, sin poner el pie en tierra. Sergio alcanzó la cima el primero y yo, que había reservado algunas fuerzas lo hice después. Al llegar arriba uno de ellos preguntó que de donde éramos y a donde íbamos mostrándose un poco chulito. Le contesté decididamente que éramos de Azkuene y nos dirigíamos allí. Nos encontrábamos a la altura del nuevo barrio de Andonaegui, en proceso de construcción al cual estaban llegando nuevas familias procedentes de muchas partes de España atraídas sobre todo por las fábricas y la pesca y aquellos chavales debían de pertenecer a dichas familias por eso no nos conocíamos. Charlamos un rato y nos acompañaron a modo de escolta durante todo el trayecto que cruzábamos por su barrio mostrándonos sus respectivas casas y los lugares donde solían reunirse. Al llegar al convento nos despedimos, ya estábamos en nuestro territorio, ellos se dieron la vuelta y Sergio y yo iniciamos el descenso rodeando el jardín del blanco edificio hasta por fin llegar a nuestras casas. Al despedirnos, Sergio y yo acordamos vernos al día siguiente para visitar un barranco de barro que nos habían enseñado nuestros nuevos amigos, el cual parecía muy apropiado para practicar motocross con nuestras bicis. Una de las partes más elevadas del barrio era donde estaba la escuela y el convento. A un lado del monte estaba la pista de fútbol y la villa con mi bloque y el de Sergio separados por el jardín y flanqueados por el camino de grava. Al otro lado, el nuevo barrio se alzaba en plena fase de construcción comiéndose el monte y transformando el paisaje. Justo enfrente estaba el viejo frontón donde jugábamos a fútbol en el recreo y un hermoso parque con muchos bancos y alturas que se extendía hasta la parte de atrás de la escuela. Más abajo, descendiendo por unas anchas escaleras de pizarra había otra siniestra villa junto a los viejos almacenes navales que custodiaba el “patillas” que tenía varios perros grandes y peligrosos atados con largas cadenas. Un poquito más abajo estaba la iglesia, y en sus bajos el cine, la Capilla se llamaba. A su lado el bar caserío con su barandilla desde la que se podía divisar toda la calle principal y el principio del puerto con la inconfundible y empinada cuesta que los comunicaba. El barranco de barro estaba junto al parque y un Sábado por la mañana Sergio y yo fuimos a probarlo estableciendo rápidamente un improvisado circuito no demasiado difícil. Había otros chavales y entre ellos pude reconocer a uno de los que habíamos conocido la otra noche que daba saltos peligrosos con su bici demostrando su destreza y conocer muy bien el terreno. Al cabo de un rato nos saludamos y nos presentamos, invitándonos a seguirle para mostrarnos nuevos y desafiantes recorridos los cuales Sergio y yo desconocíamos. Pasamos la mañana montando en bici y conocimos unos cuantos nuevos amigos que progresivamente se irían incorporando a nuestra escuela. En Primavera nos hacían formar filas en el cole para cantar con flores a María durante unos veinte minutos por las tardes y el que quisiera podía llevar flores a la virgen. Si alguno se reía o hablaba durante el acto era castigado implacablemente pasando toda la tarde en dirección. La posición elevada de la escuela que lindaba con el convento, permitía la observación de gran parte del barrio a ambos lados del monte. Era un punto estratégico desde donde podían divisarse muchos de los lugares donde solíamos jugar y dependiendo en que parte de la escuela estabas se podía ver el campo de fútbol, parte de la villa, el patio, el frontón, el nuevo barrio en construcción o el parque del recreo. También se observaba buena parte del monte en el que prosperaban algunos huertos trabajados por vecinos y llegaba a ser bastante alto y prolongado. En los siguientes días, Sergio y yo nos aficionamos mucho a las bicis y pasábamos mucho tiempo en el barranco y en el parque. La verdad es que nos gustaba el barro. Una tarde al anochecer regresábamos a casa y nos desviamos un poco por la villa rodeándola de cerca. La ventana de atrás que un día vimos abierta la habían apuntalado con tablas y clavos pero de manera poco eficaz así que aparcamos las bicis y nos acercamos para echar un vistazo por entre los huecos que había entre las tablas. Sergio que no era precisamente muy lanzado, no había olvidado que allí seguramente seguiría su querida pelota y con mucha iniciativa agarró una de las tablas más frágiles y tiró varias veces de ella hasta conseguir desclavarla. Entonces arrimamos nuestras cabezas a la ventana intentando conseguir ver algo pero estaba muy oscuro y sólo se distinguían unos cuantos muebles viejos y una puerta entreabierta al fondo. Yo me animé y quité otra de las tablas mal clavadas y después entre los dos y ayudados de unas buenas piedras conseguimos arrancar la tabla principal que nos cerraba el paso abriendo el hueco suficiente para poder entrar. Nos pareció que ya habíamos hecho lo más difícil y el estar tan cerca de recuperar aquella pelota nos animó a continuar así que nos metimos uno detrás del otro dentro de la deshabitada villa. La última luz del día apenas permitía ver con claridad y encontré encima de una mesita al lado de una vieja cafetera llena de polvo una gruesa vela y una caja de cerillas. La encendí y me puse a inspeccionar la habitación dirigiéndome hacia la entreabierta puerta con Sergio a mi espalda. En ese momento, aún sabiendo que no había nadie en la casa, sentí un poco de miedo, pero avancé por el pasillo hasta llegar a otra habitación más grande donde estaba la chimenea, una vieja y polvorienta bicicleta y unos sofás cubiertos con sábanas blancas. Al lado de la chimenea pude ver un gran manojo de llaves que colgaba de un clavito junto con algunas viejas fotografías de barcos antiguos y a continuación una pequeña estantería medio podrida que contenía herramientas oxidadas. Al acercarme a la ventana con la vela, Sergio me advirtió de que alguien podría ver su luz desde fuera y puse mi mano cerca de la vela alejándome de la ventana. Fuimos hacia la chimenea y Sergio cogió el manojo de llaves, probablemente pensando que alguna de ellas nos llevaría hasta su pelota. No vimos nada más que pareciera interesante y continuamos avanzando por el oscuro pasillo hasta el fondo donde había una amplia cocina. Al elevar la vela me quemé un poco con la cera y no pude evitar el sobresalto provocando un buen susto en Sergio que se agarró a mi brazo fuertemente. En ese momento distinguí al fondo de la larga cocina unas escaleras que subían al piso de arriba y las señalé con mi dedo. Los dos estábamos bajo una gran tensión provocada por el silencio, la oscuridad y el no saber que podríamos encontrar en la siniestra villa haciéndonos recordar que tan solo, en un principio nuestro objetivo era recuperar la ya histórica pelota confiscada por la vieja hacía meses. Al subir las escaleras hacia el piso superior, éstas crujían a cada paso que dábamos y en el descansillo había una puerta marrón de madera provista de una vieja y amplia cerradura. Acerqué mi ojo y gracias a una débil luz de una farola exterior que penetraba a través de un ojo de buey de cristal enrejado en lo alto de la pared del alargado habitáculo pude distinguir gracias a su reflejo un montón de bicicletas apiñadas y unas veinte o treinta pelotas. También podía apreciarse un viejo arcón muy reforzado en sus esquinas y pude ver una rata gorda esconderse entre unas bolsas de plástico. Le hice un gesto a Sergio con mi mano para que mirase y no pudo evitar decir,-ahí están-, mientras sonreía y movía su ojo buscando más detalles. Agarró el manojo de llaves y seleccionó una candidata, luego otra, luego se percató del tamaño del agujero y rebuscó mejor y con más atención, dando al tercer intento con la llave correcta. Al introducirla la giró y con algún pequeño ajuste de posicionamiento dio dos vueltas y consiguió abrir la vieja puerta por fin. Le dije que había ratas gordas y entramos lentamente enfocando con la vela. Sergio exclamó en voz baja,-¡que montón de pelotas!-,¡y bicis!- añadí yo. Dio un par de pasos, se agachó y me mostró su pelota algo deshinchada pero por fin en sus manos a la vez que sonreía. Era ya tarde y decidimos que había llegado el momento de salir de allí. Nuestras bicis estaban solas afuera y temíamos el oscuro camino de regreso que nos esperaba. Empujamos la puerta del habitáculo sin cerrarla del todo y descendimos suavemente por las crujientes escaleras. Sergio con la pelota y yo con la vela, bastante menguada ya avanzamos por el pasillo hasta la ventana por la que habíamos entrado. Teníamos la conciencia tranquila y la razón con nosotros pues hubiéramos podido coger más pelotas a parte de la de Sergio pero no lo hicimos. Yo soplé la vela y la dejé más o menos donde estaba antes y salimos al exterior. Sergio sacó del bolsillo el manojo de llaves y me las mostró sin decir una palabra. Después intenté tapar el hueco con las mismas tablas que habíamos quitado y la disimulé lo mejor que pude para dejar cerrado el paso a otros intrusos que pudieran desvelar nuestro secreto. Sergio no podía conducir su bici y llevar la pelota a la vez así que nos marchamos a casa caminando y riendo victoriosos al haber conseguido un viejo objetivo pendiente prometiendo no decir a nadie nuestro secreto de la villa y a la vez intentando imaginar el contenido de aquel viejo arcón reforzado.
Posted on: Mon, 02 Sep 2013 23:18:33 +0000

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