DONDE DUERMEN LOS AÑOS No se trataba de un sueño... Ni siquiera - TopicsExpress



          

DONDE DUERMEN LOS AÑOS No se trataba de un sueño... Ni siquiera de la imaginación de un viejo loco magnificada por la lupa de los ojos de un chico. Existía, estaba allí, y él la había encontrado. Magullado por los arañazos de toda una madrugada atravesando maleza, golpeado por el hambre que empezaba a hacer su aparición como una pequeña mano furiosa estrujándole el estómago, por fin había llegado. Se detuvo frente al viejo edificio, una gran masa de cristales teñidos de polvo y abandono, con ciertos adornos de anacrónico hierro forjado, fuera de lugar en su decrepitud. No sabría decir por qué, pero extrañaba cierta abundancia de madera, lo había imaginado de madera, quizás evocando aquellas narraciones antiguas, aquellas viejas películas de vaqueros, de viajes atravesando continentes, de huidas furtivas a medianoche, como la suya. Bordeó un lado de la estructura y penetró a través de una grieta en la pared, sorteando vidrios rotos, basura, y escombros, por un costado que no había soportado tan estoicamente los años de olvido. Al principio le costó acostumbrar su vista a la oscuridad reinante allí dentro. Le costaba respirar, entre la emoción y la suciedad acumuladas allí. Sentía una vaga incomodidad, una extraña desazón, esa sensación de quien alcanza su sueño y teme, por tan sólo un eterno segundo, que su vida quede vacía a partir de entonces, que alguna extraña revelación agazapada hasta ese momento empequeñezca su hallazgo, como un corredor de fondo al que nadie vitorease una vez atravesada la línea de meta. Intuyó en aquella penumbra la entrada principal del edificio y, acercándose, buscó los herrajes de la gran puerta, intentando en vano abrirla, con el último esfuerzo que le permitió el cansancio de una noche caminando en busca de un estéril sueño. "Estúpido crío" —pensó— "¿qué esperabas, que se abriera?, ¿después de tanto tiempo? A lo mejor creías que bastaría con poner los brazos en jarra y gritar abracadabra frente a una enorme puerta de hierro por la que sólo pasan fantasmas desde hace no sé cuántos años para que se abriera..." —criticó— "Claro que tú pensabas que sería de madera, ¿no? Así todo habría sido más fácil" —se burló, al borde del llanto y la rabia. Pero no había huido hasta allí para darse por vencido de ese modo, tenía que ver su sueño a plena luz del día. No había estado innumerables horas siguiendo los pasos de un animal extinto años atrás para volverse a casa ahora, con la cabeza gacha, agotado y vencido. Las viejas historias de Joaquín —"cuentos para borrachos de taberna y estúpidos", las había calificado su padre— no habían inflamado su ánimo hasta hacerle emprender aquella enajenada aventura para rendirse ahora, de esta manera. Pensó de nuevo en Joaquín e instintivamente alargó su mano derecha hacia la mochila. Sí, allí seguía el raído sombrero que el viejo le había regalado, en otro tiempo símbolo de autoridad, pero ahora poco más que un retal con ribetes de fieltro. Al tocar el sombrero se sintió, en efecto, más cerca de Joaquín, de sus historias, evocando unos tiempos que morirían tal vez con la memoria del anciano. No sólo estaba allí por su obstinación de adolescente, sino que también se lo debía a Joaquín, tenía que hacerlo por él. Por ambos. Reunió las fuerzas que le restaban y dio otro fuerte tirón a la estructura metálica, la cual, por fin, comenzó a deslizarse trabajosamente sobre los rieles oxidados con un chirriar de grito prehistórico. El sol del atardecer le cegó por un momento e inundó el lugar, con una lentitud líquida, diluyendo capa tras capa la antigüedad del recinto, quitándole el sedimento de los años con la precisión de un restaurador de cuadros. Se volvió muy lentamente para observar en el interior del enorme edificio, con un ligero temblor en las piernas, fruto de la excitación y el germen del desánimo. Y allí estaba, frente a él, inesperadamente cerca… Todo estaba allí. Era diferente a como lo había imaginado al oírlo en boca de Joaquín, pero estaba allí. Miró a su alrededor, acostumbrado ya a la luz que penetraba del exterior, para confirmar los más pequeños detalles de los relatos del viejo y no faltaba nada. Y en el centro de todo ello, a un metro de donde él se encontraba, presidiéndolo todo con la majestuosidad de un monstruo mitológico, se hallaba el herrumbroso y dormido tesoro que había venido a buscar. ********** El pueblo en el que nací era pequeño y pobre. Era tan pobre que, por no tener, no teníamos ni tren. Consistía en poco más que un grupo de casas anárquicamente amontonadas en torno a una calle central, con su obligatoria plaza con bancos y unos árboles centenarios que gozaban, con evidencia irrespetuosa, de tan mala salud como el resto del pueblo. En esa plaza raras veces jugábamos los pocos jóvenes que allí habitábamos. Era más bien ese lugar de sosiego en el que los hombres se sentaban a fumar y charlar tras una dura jornada matándose en las labores del campo. La única señal de que mi pueblo había tenido vida en algún tiempo, de que había sido algo más que un reducto de obstinadas moradas de campesinos, eran las vías del tren. Tras la calle Mayor, cínico nombre para la más desarreglada acumulación de casas en el lugar, conservábamos los yacientes restos de una antigua línea férrea que nos unía con la ciudad, urbana quimera para los escasos jóvenes del pueblo a la que poníamos fin cada día, nada más despertar el sol, cuando, generación tras generación, perpetuábamos las labores del campo que ya iniciaran nuestros antepasados siglos atrás. Pasábamos directamente de recibir una educación elemental en la pequeña escuela del pueblo —un reducido cubículo añadido por unas necesarias obras a la sacristía de nuestra iglesia— a ayudar a nuestros padres en el campo. Por eso aquellas vías, aquellos travesaños de metal forrados de madera por los costados, visibles desde casi todos los rincones del pueblo, aportaban un agridulce y estéril anhelo de escape, de libertad. Provocaban en mi mente adolescente unas ansias de fuga, de viajes y aventuras como los que vivían los personajes de los libros que me prestaba la maestra del pueblo. Sin embargo, las vías de nuestro pueblo llevaban muchos años sin provocar fugas ni ser el punto de partida de ninguna aventura. No habría nunca nadie esperando junto a las vías, ni jamás arribaría ya un sólo viajero a nuestra "estación", en realidad una suerte de tarima rectangular de escasos metros con un poste de madera en el que todavía podía intuirse el anuncio de la línea 13 Montéjar-Caicén, una línea que había muerto hacía mucho tiempo, con el mismo honor con el que debería haber muerto mi pueblo junto a ella, en lugar de resistir plantado allí, en medio de la nada, por culpa de la ciega dedicación de unos labriegos autómatas. Ya no había mujeres nerviosas esperando a sus maridos con su vestido de domingo, ni madres enjugando lágrimas de despedida en pañuelos bordados de tristeza. De hecho, ya nadie recordaba los días del tren. Nadie, claro, excepto Joaquín. La primera vez que reparé en el viejo me llamó la atención su actitud solitaria, sentado en un banco de la plaza, pero apartado de los demás ancianos. Fumando en soledad, la mirada perdida hacia la zona de cambio de vías que podía verse tras los tejados. Siempre en el mismo lugar, siempre evadido en una ensoñación pasada, media vida atrás en su memoria. Nadie en el pueblo conversaba con él, nadie intercambiaba con Joaquín más que los rutinarios saludos que la educación dictaba. Tiempo después, tras conocerlo más a fondo, resolví que era imposible decidir si ese aislado silencio había sido decisión del viejo o del resto de paisanos. Algunos incluso desconocían su nombre y, en las pocas ocasiones en que hablaban de él —normalmente para criticarle o ilustrar con su imagen un mal ejemplo—, se referían al viejo despectivamente como "el maquinista". En efecto, Joaquín había sido el último, y único que alguien recordara, maquinista del tren que pasaba por nuestro pueblo. Y ese apodo pretendidamente ofensivo, esa profesión ya abandonada y pretérita, fue, de hecho, lo que me hizo acercarme a él. Con el tiempo se convertiría en el mejor amigo que he tenido nunca. Durante los muchos meses en que fui a verle a la plaza del pueblo, un rato casi cada día, salvo en aquéllas ocasiones en que mis labores o estudios me obligaban a posponer nuestra charla diaria, me contó de sus muchos trayectos al mando del tren, de la vida bullendo en el pueblo, mucho tiempo atrás, alrededor de nuestra estación, donde se instalaban tenderos, comerciantes y ganaderos, en un trajín de gentes que ahora parecía imposible. Me habló de una época de estaciones enormes, de maletas de cartón con cantos metálicos y labriegos con hatillo, de chiquillos con calzón corto y niñeras con cofia, de viejas vendiendo castañas asadas y jóvenes enamorados compartiendo algodón de azúcar. De un tiempo más feliz, más vivo y libre. Yo imaginaba a Joaquín, con su gorra de maquinista, sonriendo al mando de la locomotora, haciendo sonar el silbato al tiempo que giraba la cabeza para contemplar la algazara que aquel mágico sonido provocaba en los viajeros y sus acompañantes, en un tiempo de gente que iba o venía, lejos de la actual inmovilidad de nuestras fósiles vías. Comencé a ver a Joaquín como un héroe de otro tiempo, conduciendo a todos aquellos viajeros hacia sus destinos, como un libertador, jubilado ahora, llevando a sus partidarios hacia algún lugar que hoy se nos negaba a los que vivíamos allí, en aquella claustrofóbica encrucijada de quietud que era nuestro pueblo. Así seguimos charlando cada atardecer, maestro y pupilo, aventurero narrador y fiel escudero, compartiendo a veces unos vasos de café que, en las tardes más frías, hurtaba de mi hogar a escondidas de mi familia. Apuraba todas sus historias entre sorbos de café y me sentía transportado junto a él, en un rincón de su locomotora, alejándome de mi estático pueblo, y disfrutaba de todas ellas como si las viviera en ese momento. Una tarde Joaquín me habló de una vieja estación al norte de nuestro pueblo, una parada obligatoria para recoger pasajeros en otro tiempo, un lugar a medio camino entre la ciudad y la prehistoria en la que estaba anclado nuestro hogar. —¿Qué se habrá hecho de ella? —le pregunté. —Supongo que con los años debió de abandonarse por completo. Algún político de los que mandan desde siempre debió decidir que nuestro pueblo no merecía figurar en ningún mapa y que aquella estación carecía ya de sentido sin la línea 13. Supongo que la derrumbaron, o tal vez ahora pase por allí una carretera y hayan aprovechado parte de la estructura para hacer una gasolinera o un bar de carretera con bombillas de colores. O quizás aún siga en pié, aún quede algo de ella. Deberías haberla visto. La estación más espléndida en muchos kilómetros. —Me habría encantado trabajar allí, en lo que fuera, lejos del campo —contesté con añoranza de una vida que jamás conocería. —Ja, ja… Mi pequeño amigo… —rió el viejo— Tienes más sed de aventura y agallas que todo este atajo de agricultores junto —dijo, señalando con un movimiento circular de la palma de su mano al resto de los paisanos que se encontraban en aquel momento en la plaza—. Ja, ja, ja… Mira, voy a darte un pequeño obsequio —añadió, metiendo su arrugada mano en una bolsa en la que no había reparado hasta entonces—. Pensaba en morir con ella, en que me enterrasen junto a lo único que conservo de aquél pasado además de una ligera molestia en la rodilla derecha y una roñosa pensión estatal, pero creo que mereces tenerla tú. Alargó ceremoniosamente su mano y me entregó una gorra de tela azul, gastada por el tiempo y descolorida por soles muy lejanos al que brillaba aquel día sobre nosotros, con un ribete rojo en el frente rematado por dos minúsculas borlas que debieron ser doradas algún día. —Para mi joven amigo viajero. Así recordarás siempre mis pesadas historias de abuelete y no acabarán como las vías de este pueblo, inútiles y sin sentido. Para mí fue el mejor regalo de mi vida. Me la ponía en mi cuarto, escondido de cualquier intromisión, y me transportaba al mando de una potente máquina de vapor, igualando en viajes a Joaquín, rememorando sus trayectos desde las frías mañanas de lluvia y niebla en el norte, cuando manejar la máquina era más peligroso y la pericia al mando de ésta se hacía más necesaria, hasta los cálidos recorridos por tierras del sur, con el sudor hirviendo sobre nuestros cuerpos y el hollín cegando nuestros ojos, en un infierno del que sólo se descansaba al parar en alguna estación junto al mar, como cuando Joaquín y sus compañeros corrían a nadar en las playas de Cádiz y acababan el día vaciando de aguardiente algún burdel. Todas aquellas ensoñaciones, las noches frente al espejo de mi habitación con la gorra de Joaquín en la cabeza, sus historias día tras día, me hicieron tomar una decisión. Fui inquiriendo poco a poco al viejo sobre la antigua estación del norte, sobre la distancia aproximada a la que debía estar de mi pueblo, las direcciones que había que seguir cada cambio de vías, hasta dibujé un infantil mapa para recordar todas sus indicaciones. Y, finalmente, una noche de julio, llené una mochila con algo de comida y agua sisadas de nuestra cocina y, cuidando de que mis padres durmiesen ya antes de salir por la ventana trasera de nuestra casa, marché en busca de la antigua estación. Por supuesto, no olvidé incluir la gorra de maquinista en mi ligero equipaje. ********** Tras la excitación inicial, con la respiración aún agitándose en su pecho, miró fijamente la máquina que se hallaba frente a él. Se trataba en realidad de una vieja locomotora, más un vagón y los restos de un segundo enganchados a ella. Era mucho mayor de lo que él había supuesto, una enorme masa de metal, oxidada en su mayor parte, ennegrecida por los años de uso, primero, y abandono, después. Una antigua locomotora, con un portón en un lateral, suelto de sus goznes, colgando como la lengua de un agotado espécimen en extinción, magnífico pero muerto, abandonado y triste como todo aquel lugar. Sus piernas comenzaron a responderle y rodeó lentamente aquel amasijo de hierro y —ahora sí— madera de la que estaban forrados los vagones, el último de ellos ligeramente ladeado y fuera de vías, que parecían pender como un lastre de una locomotora a la que se le habían acabado hace años las fuerzas necesarias para arrastrar aquellos compartimentos con ruedas. La sensación de vacío que le atenazaba el estómago compartía el óxido y la suciedad con que los años habían ocultado aquel tren. Se sentía algo defraudado, lejos de la magia e ilusión que parecía latir en las estaciones, según contaba Joaquín. Completó la vuelta a su hallazgo, tan muerto ahora como los raíles que adornaban su pueblo, regresando a su punto de partida, frente a la locomotora. Decepcionado por la ausencia de orgullo alguno con la que dormía la máquina comenzó a reparar en el resto de la estación. La enorme plataforma del costado montaba guardia junto a las hileras de raíles, los cuales acababan al fondo, en el lado opuesto del andén, bajo un portón idéntico al que él había abierto, huyendo por el breve resquicio que dejaba en su parte inferior la colosal plancha de metal. A la derecha, sobre la plataforma, unos barrotes marcaban el límite entre la burocrática estancia de los vendedores de billetes y el lugar en el que antiguamente se debían formar largas colas de viajeros nerviosos. Tras esa zona, cerca de donde él se hallaba, unas abolladas taquillas de chapa verdosa, escondrijo remoto de los recuerdos de miles de personas, daban paso a un corredor que se internaba en el lateral de la estación, trastienda de todo aquello. Todo tan vacío y solitario como su pueblo, tan carente de vida que parecía una burla del tiempo el que esa estación realmente existiera, que fuera tan grande y llena de posibilidades, que se intuyera bella en otro tiempo, y se viese ahora absurdamente yerma y desprovista de memoria. Volvió a reparar en la gran plataforma, en otro tiempo el último paso hacia el tren, hacia el camino de cada uno. Reparó en su romo borde, donde innumerables viajeros debieron apoyar sus pies para ese último primer paso lleno de significado. Ese desgastado filo poseía un sedimento de historia incalculable, formado por las invisibles huellas de cientos de zapatos que habían partido de esa estación para volver a pisar tierra firme muy lejos de allí. Como, por ejemplo, la huella que dejaría ese zapato que justo ahora se despegaba del metálico suelo lleno de emoción, tras aplastar una colilla; el calzado de un joven que arrastraba una maleta de cartón con cantos metálicos, lanzando una furtiva mirada hacia la chica que mecía, sentada en un banco de lustrosa madera, un carrito de bebé; una niñera con pulcro uniforme y cofia, cuidando de un infante que algún día crecería y podría elegir su destino, su trayecto, su viaje, o acompañar a sus padres como esos niños con calzón corto que correteaban ahora frente a la mesa de una viejecita afanosa en envolver en papeles de diario las castañas que asaba en su hornillo de gas. Y la estación se llenaba de un bullicio, una vitalidad, un hormigueo de sonidos y paseos, y las madres despedían a sus hijos con un lamento y el corazón en un puño, y había parejas de enamorados despidiéndose con un tranquilo beso, y campesinos formando nerviosas filas junto a las taquillas, de las que un viajante sacaba su maleta de muestras. Y un olor a antiguo y a algodón de azúcar inundó por fin su corazón. Reparó en la gorra que aún llevaba en su mano, firmemente apretada por la emoción, y dio lentamente los tres pasos que le separaban de la locomotora, penetrando en ella por una especie de boca de la que no pendía ya ninguna lengua muerta y que ahora brillaba con esplendor redivivo. Se puso el sombrero de maquinista, hizo las comprobaciones rutinarias y agarrando firmemente los lustrosos mandos de la máquina, tiró de la cadena metálica que hacía resoplar el silbato del tren, poniendo música de partida a la estación. Giró sonriente la cabeza para ver el alboroto habitual que causaba el inicio de un nuevo trayecto, al tiempo que algún revisor gritaba desde el vagón de cola: "Viajeeeeros al treeeen!!!".
Posted on: Thu, 20 Jun 2013 00:46:13 +0000

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