¿Es posible demostrar la existencia de Dios? Basta ver la - TopicsExpress



          

¿Es posible demostrar la existencia de Dios? Basta ver la belleza de un paisaje para intuir que detrás del mundo visible hay algo que lo transciende: una Belleza de la que procede toda belleza. Basta reconocer nuestra necesidad de ser amados plenamente y nuestra incapacidad de amar así, para intuir que, sin el Amor de Dios, nuestra vida estaría siempre incompleta. Pero la existencia de Dios no es sólo algo que se intuye. El análisis racional, junto a una actitud honesta y abierta a la realidad, confirman el presentimiento de lo divino. Con los argumentos de la razón podemos llegar a saber que Dios existe y a conocer algunos de sus atributos. Basta con considerar el maravilloso orden del universo para percatarnos de que necesita una inteligencia superior que lo haya planificado, del mismo modo que no podemos imaginar el software de un ordenador sin alguien que lo haya programado: los átomos, al igual que los bytes, son incapaces de organizarse a sí mismos al carecer de inteligencia. Por tanto, para pensadores inteligentes y honestos, la existencia de Dios no es sólo un presentimiento, sino también una evidencia racional. Se puede demostrar que hay una Causa última de todos los seres, a la que llamamos Dios. Mientras no se ponga sistemáticamente en duda la capacidad cognoscitiva de la inteligencia humana7, la existencia de Dios resulta tan evidente como la existencia de la realidad tangible que nos rodea. En efecto, sin entrar en pormenores filosóficos8, basta admitir que todo efecto tiene una causa proporcionada. Nada es tan irreal y repugna tanto a la inteligencia como un efecto sin causa. Si algo se mueve, o se mueve por sí mismo o es movido por otro. Si veo que la luz de una lámpara se enciende, aunque no vea quién la enciende, puedo estar seguro de que algo o alguien exterior a la lámpara la ha encendido. Jugando recientemente al tenis, se nos perdió una bola. Estuvimos quince minutos buscando la bola perdida, pero no la encontramos. No supimos cómo se había perdido, pero no dudábamos de que alguna explicación tendría. Algo así sucede con el universo. Es evidente que existe, pero no encontramos nada dentro de él capaz de causar su existencia (su paso del no-ser al ser); por tanto, su causa última de ser habrá que buscarla fuera de él. Se puede quizá explicar su evolución histórica una vez que ya existe (“big-bang”, etc.), pero no su última razón de ser. Según las hipótesis cosmológicas presentadas a partir del año 2000, que pretenden corregir inexactitudes en los cálculos de Einstein, antes de la explosión inicial no había la nada, sino un vacío; por tanto, algo. ¿Y cómo es posible que existiera ese algo? El hombre puede sacar unas cosas a partir de otras, pero es incapaz de crear. Nadie da lo que no tiene. Además, la causa tiene que ser proporcionada al efecto. Para poder dar el ser, hay que tenerlo por sí mismo, no haberlo recibido de nadie. En última instancia, pues, la Causa primera tiene que ser una causa incausada, Suma Perfección de ser y origen de toda perfección. Hay quienes tratan de justificar su ateísmo extendiéndose en complicadas explicaciones sobre la evolución del universo. Dichas hipótesis son cuestionables y podrían ser rebatidas científicamente, pero no es esa la cuestión. La pregunta no es cómo ha evolucionado todo, sino de donde procede lo que empezó a evolucionar. «Hace algunos años -cuenta Cronin en sus memorias-, en Londres, donde en mi tiempo libre organicé un clube para chicos obreros, invité a un destacado zoólogo para que pronunciara una conferencia. Era un brillante orador, aunque al final resultara bastante diferente de lo que yo me esperaba. Animado sin duda por la idea de que a la juventud había que decirle “la verdad”, mi amigo escogió como tema el de “el principio del mundo” y, desde un punto de vista completamente ateo, describió cómo hace millones de siglos las poderosas aguas prehistóricas situadas sobre la primitiva corteza terrestre habían generado, gracias a cierta reacción físico-química, una sustancia vibrante de la cual brotó -no se sabe cómo- la primera forma primitiva de la vida, la célula protoplasmática. Algo difícil de digerir para unos muchachos que habían crecido a base de dietas mucho más ligeras. Cuando concluyó, se escuchó un cortés aplauso; y, en medio del embarazoso silencio que siguió, un educado jovencito de los menos de edad se levantó algo nervioso. -Perdone, señor -dijo con un leve tartamudeo-: ya nos ha explicado usted cómo aquellas enormes olas golpeaban la orilla, pe...pe... pero ¿de dónde salió el agua que había allí? Esta pregunta tan ingenua y opuesta a la orientación científica dada a la conferencia cogió a todos por sorpresa. Hubo un silencio. El orador pareció primero molesto, luego vaciló y por último, lentamente, se fue poniendo rojo. Entonces, sin darle tiempo a responder, el clube entero estalló en una carcajada. La elaborada estructura lógica ofrecida por aquel realismo de tubo de ensayo se había venido abajo gracias a una sola palabra de desafío pronunciada por un muchacho ingenuo»9. En definitiva, si hay universo, hay Dios; es evidente que hay universo, luego hay Dios. Como afirma José Ramón Ayllón, «aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una página escrita al autor»10. Además de poder demostrar la existencia de Dios, es posible también mostrar racionalmente que esa Causa última es Alguien y no Algo: una Persona dotada de inteligencia y voluntad. En efecto, la Suma perfección de ser tiene que ser autosuficiente: no necesita crear; si lo ha hecho, ha tenido que ser con voluntad libre, no por necesidad. También debe tener inteligencia, puesto que del mismo modo que un programa de ordenador requiere un programador capaz de programarlo, hace falta ser muy inteligente para concebir el orden que impera en el universo. De modo análogo, descubrimos otros atributos divinos: Omnipotencia, Omnisciencia, Omnipresencia y Eternidad, etc. El universo nos habla de su Creador. Mirando el universo obtenemos información de su Artífice. Hay una rama de la filosofía, la Teodicea o Teología Natural, que se ocupa de todo ello, partiendo del principio clásico de que «todo agente obra conforme a su modo de ser». Del mismo modo que un artista deja su huella en lo que produce, también el universo nos habla de su Creador. Comentando esta analogía, Juan Pablo II afirma que la naturaleza es como «otro libro sagrado» que, junto a la Biblia, permite descubrir la belleza de Dios11. Nos ayudamos de este tipo de comparaciones para entrar en el conocimiento de Dios y abundar en los misterios revelados. Al fin y al cabo, todo lo humano es un punto de partida para acercarnos de algún modo a lo divino. Además, según el primer libro del Antiguo Testamento, Dios nos ha creado «a su imagen y semejanza»12. Por eso, el razonamiento analógico nos permite formular afirmaciones verdaderas sobre Dios, aunque sin olvidar la imposibilidad de comprenderlo plenamente. Se puede atribuir a Dios, por ejemplo, todo lo que implica perfección y excluye imperfección. Es algo así como afirmar que dos hombres tienen dinero aunque uno tenga sólo un euro y el otro miles de millones. Así también, podemos decir que Dios es bueno, sin caer en un concepto vacío de contenido, a pesar de que no podemos comprender plenamente su Bondad. En conclusión, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, «a partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita»13. Sólo Dios es infalible Es muy difícil hacerse una idea precisa del número de estrellas que hay en el firmamento. Se necesita algo más que capacidad espacial y de cálculo para visualizar que sólo en nuestra galaxia existen unos 100 millones de estrellas y que, además, hay otros 12 billones de galaxias. Tuve que echar mano de los conocimientos de un experto en astronomía para hacerme cargo de estas cifras tan enormes. Como buen pedagogo, recurrió a una comparación que me simplificó mucho las cosas: si cada estrella del universo tuviese el tamaño de una pelota de tenis -me dijo-, la superficie de la tierra no sería suficiente para contenerlas todas. Algo parecido sucede con las inescrutables realidades divinas: Dios «habita en una luz inaccesible»14 y Cristo es su «signo legible»15. Todo lo divino, por ser inconmensurable, nos resulta demasiado elevado: siempre está envuelto en el misterio. De ahí que la Revelación sea necesaria tantas veces y de agradecer siempre. Consciente de nuestra limitación, Dios decide hablarnos de Sí mismo. Como buen pedagogo, nos pone escalones intermedios. En el Antiguo Testamento, se reveló a través de metáforas humanas; a través del profeta Isaías, por ejemplo, nos dice que Él nunca se olvida de nosotros: que nos quiere más que la mejor de las madres16. Con la Encarnación fue mucho más lejos: Él mismo se hizo hombre y nos reveló su vida íntima. Como afirma San Juan, «a Dios nadie le ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer»17. Jesucristo es, en efecto, la máxima revelación del Padre. Nos enseña que Dios es Uno y Trino, que en Él se da una perfecta Unidad de naturaleza a la vez que una Trinidad de personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Reflexionando sobre esos datos revelados, intuimos que tras la unidad de la Deidad se esconde una inefable comunión de amor entre las Personas divinas: una plenitud de Vida ante la que palidece lo que llamamos vida. Hemos visto que la existencia de Dios, en sentido estricto, no es objeto de fe. Creer significa asentir una verdad que no se ve basándose en el testimonio de una persona fidedigna que revela lo que estaba oculto. Si bien nuestra inteligencia es capaz de descubrir bastantes verdades, hay realidades estrictamente sobrenaturales que superan nuestra capacidad cognoscitiva. Respecto a misterios como el de Santísima Trinidad (que Dios es Uno y Trino: tres Personas consustanciales), nuestra inteligencia sólo puede mostrar que esa verdad revelada no repugna a la razón. Nuestro intelecto es limitado. Dios, en cambio, es el único que jamás se equivoca, el único que no puede engañarse ni engañarnos: que es plenamente infalible y fidedigno. Sólo Él, por tanto, es el criterio último de veracidad. El hombre que, no admitiendo su limitación intelectual, se proclama medida última de verdad y se cierra ante realidades que le superan, adopta una postura irracional, fanática. Contrariamente a otras religiones, que han surgido como consecuencia de la búsqueda de Dios por parte del hombre, la religión cristiana es la única en la que es Dios quien busca al hombre. La Biblia contiene la progresiva Revelación de Dios al hombre, que culmina en Cristo. Si Dios, que es infalible, se revela, no nos equivocamos al creer en verdades que exceden nuestra inteligencia. Pero ¿cómo estar seguros de que es Dios quien ha hablado? La revelación divina tiene que ser objetivamente fiable. Dios es invisible. Si habla a través de un hombre, como en el caso de los profetas, no tenemos suficientes garantías de credibilidad, pues todo pasa a través de la subjetividad del profeta en cuestión. Sólo Dios merece confianza absoluta. Un hombre, no. Si un hombre afirma que Dios se le reveló, ¿cómo estar seguros de que no tuvo alucinaciones? Si yo fuese musulmán, toda mi fe dependería de mi confianza en un hombre (Mahoma), que afirmó que le habían entregado un libro de parte de Dios (el Corán). Pero un hombre se puede equivocar. Luego, para que la revelación ofrezca plenas garantías, tiene que ser objetiva, visible, tangible. Si no, se presta a engaño.
Posted on: Mon, 21 Oct 2013 22:14:56 +0000

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