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LITERATURA LAS TRES PUNTAS DEL SAN MARTÍN Durante la época de la colonia, en Lima, se solía tener un cuadro colgado de la pared que tenía escrita la siguiente frase: La letra con sangre entra. Ello significaba que aquellos que por uno u otro motivo se portaban mal, a la fuerza lo corregían para que aprenda a portarse debidamente. Claro que se abusaba de esa frasecita de marras ya que se agarraba hasta a latigazos a las personas. Con el correr del tiempo y ya viviendo una etapa republicana, se seguía castigando severamente, especialmente a los niños, tanto en los colegios como en muchos hogares. Recuerdo que en la primaria los profesores solían tener una especie de paleta gruesa con la cual daban de paletazos, en la palma de la mano, a quienes se portaban mal o no hacían las tareas. Algunos daban los paletazos en el otro lado de la mano ya que ahí dolía más. En la secundaria, en cambio, quien solía castigar a los alumnos era el auxiliar, quien mayormente se volvía un tipo muy temido entre los estudiantes. No había aquello de los Derechos del Niño ni que ochocuartos, así que tanto profesores como auxiliares seguían al pie de la letra aquello de que La letra con sangre entra. Felizmente que hoy en día ya no se le puede hacer ello a ningún niño porque sino se puede llevar a la corte y meter preso a quien abuse de un menor. Y si ello ocurre en un país adelantado como Australia, donde vivo, hasta una compensación tienen que pagarle al niño, ya sea el agresor o la escuela. En muchos hogares también se corregía a los niños castigándolos con la correa o con el famoso San Martín de tres puntas que era una especie de látigo ancho y grueso, de cuero, que terminaba en tres puntas y que por un tiempo, cuando era niño, pensé lo habían inventado para mí. Los padres solían utilizar el San Martín de tres puntas como último recurso para corregir a sus hijos cuando ya otros métodos habían fallado... ¡Ayayay! ese San Martín sí que hacía doler. Ahora vas a conocer a Martín Moreno, el que quita lo malo y pone lo bueno se solía decir cuando se empuñaba el San Martín entre las manos. Lo curioso es que en mi casa solamente utilizaban el San Martín para conmigo, a pesar que tenía 3 hermanos hombres y 2 hermanas. Es que también era muy mataperro, según cuentan las malas lenguas de mi antiguo barrio, y las buenas también. Pero después de cada latigueada que me daban, cuando mi madre se descuidaba, buscaba el bendito San Martín y lo arrojaba al techo de la casa. Lo buscaban y buscaban y no podían encontrarlo; lo malo era que en el mercado de la vuelta de mi casa, Mercado de San Ildefonso, lo vendían así que otro nuevo San Martín esperaba pacientemente estrenarse conmigo. Actualmente, si un niño se porta mal lo castigan no dejándole ver televisión, no permitiéndole jugar en la computadora o que salga a jugar con los amigos, pero ya no se suele agarrar a correazos y menos creo que todavía exista el San Martín de tres puntas (¿o sí?). Los tiempos han cambiado, especialmente en la manera como debemos educar y corregir a nuestros niños. Recuerdo muy bien que en una oportunidad, siendo muchacho, en que yo ya había arrojado el San Martín de tres puntas al techo y, como siempre, me había desaparecido todo el día de mi casa sin que ninguno de mis hermanos haya podido encontrarme; al llegar de noche a casa vi a todos los de la quinta donde vivía que se encontraban reunidos en el patio, así que me asusté ya que pensaba que algo malo había sucedido. Resulta que mi padre había llegado amargo del trabajo y como no me encontró en casa puso el grito en el cielo, por lo que me esperaba para descargar su cólera conmigo. Los vecinos, como siempre sucede en toda vecindad, no querían perderse el espectáculo, así que estaban a la expectativa de que yo llegara para ver la tunda que me darían. Mi hermana mayor, que era la que siempre me defendía, no podía defenderme en esta oportunidad porque mi padre estaba encolerizado... creo que ni siquiera el Chapulín Colorado me salvaba de esa tunda. Cuando mi padre me vio, corrió a agarrarme y me gritaba tanto que yo lo único que hacía era pedirle perdón y prometer que no volvería a desaparecerme... hasta prometí que me volvería acólito y vestiría santos, y todo con tal que no me dé mi paliza. Los vecinos hasta apuestas hacían para adivinar cuantos correazos aguantaría. A uno de ellos hasta se le ocurrió gritar: Traigan el San Martín de tres puntas... pero no contaban con mi astucia... porque yo ya lo había hecho desaparecer. Mi padre, incentivado por la presencia de espectadores, me agarraba más fuerte con una mano y con la otra mano procedió a quitarse la correa del pantalón. Al primer correazo que me dio, yo agarré la correa y por más que mi padre me gritaba para que la suelte, yo no la soltaba. Entonces, él procedió a forcejear conmigo para que suelte la correa y de tanto forcejeo se le cayó el pantalón quedándose en calzoncillos ante la presencia de todos los vecinos. Yo aproveché ese momento de confusión, y striptease, para irme corriendo a los brazos de mi hermana mayor que era siempre mi defensora implacable. Como los vecinos se reían de lo que había pasado, a mi padre no le quedó otra cosa más que reírse también. Después de esa noche dejé de desaparecerme todo el día y le prometí a mis padres que me portaría mejor. Mis hermanos siempre se acuerdan de esa anécdota y a veces cuando estamos todos reunidos en la mesa la recuerdan, y hasta mi padre se ríe recordando aquella noche en que se quedó en calzoncillos delante de todos los vecinos. ------------------- Dario Mejia Melbourne, Australia Escrito el 13 de enero del 2005
Posted on: Sun, 03 Nov 2013 14:33:57 +0000

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